miércoles, 8 de julio de 2015

La dignidad

Por J. Teresa Padilla

No tengo ni idea. Ni de economía, ni de teorías de juegos. Ni idea de quién tiene razón y quién se equivoca. Me temo que ninguno y todos, respectivamente. Lo que sí sé con certeza es que el espectáculo (pues a esto me temo que va a quedar reducido el asunto) es repugnante.

Foto: Daniel Ochoa de Olza (A.P.)
Mientras unos y otros compiten a ver quién mea más lejos o la tiene más larga, mientras a los unos, o a los otros (a saber quién es quién), se les llena la boca hablando de dignidad nacional y orgullo patrio (vengan de quien vengan estas palabras a mí el hedor me resulta igual de insoportable), la realidad es que ancianos y ancianas como nuestros padres o abuelos han debido hacer horas de cola en Grecia para poder disponer de lo que es suyo y de nadie más; de una mísera parte de lo que es suyo. Desde luego, las imágenes no elevan la moral de las tropas, ni mucho menos. En estos casos, cualquier generalucho sabe que el mejor paliativo es buscar un enemigo externo claro sobre el que poder desahogarse a gusto, aunque sólo sea diciéndole que no. Tras este ejercicio de catarsis colectiva, la fiesta está servida y, como en Metrópolis, se celebra por todo lo alto que “el mundo se va al infierno”, que suele ser lo que se termina de verdad celebrando cuando se cree celebrar la resurrección de los pueblos o el advenimiento de un mundo nuevo, feliz y justo. La moderación y el centrismo político, lo reconozco, son aburridos, acomodaticios y tediosamente burgueses, pero las alternativas me resultan, cuando menos, delirantes. Lo sé: soy una jodida escéptica. Sí, una escéptica que sortea como puede, gracias a este escepticismo, la desesperación (la cruz de esa cara que es la fe ciega), porque suele ser ella la que nos lleva a este tipo de bacanales metropolitanas organizadas por las robots Marías.

Foto: Yorgos Karahalis (Bloomberg)
Grecia marcha pues a Bruselas con la cabeza bien alta a mendigar dinero. Bueno, a mendigar ahora no. A exigir una indemnización por el destrozo que Europa ha realizado en ella, porque se ve que es la cuna de la democracia y la filosofía occidentales, pero no ha sido hasta ahora mismo una auténtica democracia responsable de su propio destino. Lo mismo a los miembros de la Comisión Europea les da también por apelar a la dignidad y el orgullo suprapersonales y la lían parda. No va a pasar porque no hay más que verles, con esos trajes y esas discretas cobartas. Son mortalmente aburridos y no hay imaginación capaz de ubicar a Angela Merkel en un botellón sin que corte el rollo. Para decepción de ultraderechistas, los más firmes aliados del actual gobierno griego (aparte, claro está, de ellos mismos y sus análogos europeos), espero que no entren al trapo y no empiecen a cambiar sus alcanforados trajes por camisetas ajustadas para marcar músculo y dignidad. Por el bien de todos, y porque no abundan ahí pedazos de cuerpos como el del Varoufakis ése y, si se plantea en esos términos, la batalla la tienen perdida de antemano.

Hay quien hace residir la dignidad en entelequias como las naciones o los pueblos. Al final, como los conceptos son lo que son, y en realidad no tienen ni dignidad, ni vergüenza ni nada que se les parezca, no queda más remedio que hacer a alguien de carne y hueso representante de esa dignidad de todos en general (y de nadie en particular): el representante de esa nación o pueblo. Curiosamente, los discursos que antropomorfizan conceptos como patria, nación o pueblo terminan siempre, obligados por su propio sinsentido, a encarnarlos de nuevo en alguien bien concreto. Y, claro, si sólo uno detenta legítimamente estos valores (el caudillo de turno), los demás quedan despojados de ellos. Los demás, es decir, las personas que hacen cola en los bancos, pasean por sus calles o se buscan la vida como buenamente pueden.

Yo no tengo ni idea de nada, pero tengo claro que aquí la única dignidad puesta es cuestión y que tiene alguna relevancia es la de estas personas que hacen cola para tener unos euros con los que hacer la compra semanal. Y si tienen como antepasados a Platón o al mismísimo Atila me parece completamente irrelevante. Como me parece irrelevante lo que sus representantes políticos tengan que hacer para devolverles lo que es suyo. Si tienen que mendigar préstamos, que mendiguen; lo que no puede ser es que obliguen a un anciano a mendigar por su propio dinero, en julio y con la que está cayendo. Será que por mis avatares personales recientes estoy muy sensible a estos temas, pero hay cosas que no puedo tragar. La mujer que me trajo al mundo y me cuidó como mejor supo cuando lo necesité, enfermó y apenas es capaz de valerse. Ahora me toca a mí llevarla y traerla del médico, ocuparme de sus tratamientos, arreglarle los papeles, sacarle dinero del banco… Me la imagino en una de esas colas y enfermo. He estado dos años buscando ayuda institucional para ella. Mendigando y llorando a asistentes sociales. No sé si mi dignidad o la suya han sufrido daños en este tiempo porque, sencillamente, no me he parado a pensar en ellas. Tenía cosas más importantes y urgentes que hacer. Porque cuando te importa alguien y quieres ayudarlo, haces lo que sea preciso. Más cuando es tu obligación, como hija o como político. A lo mejor en lugar de lloriquear por ahí (lo que no era una estrategia negociadora, sino algo que no podía sencillamente evitar), debería haberme plantado con una pancarta en una plaza exigiendo esa ayuda. No lo hice. Y no lo hice porque ni tan siquiera tenía tiempo ni fuerzas para pensar si lo que estaba pidiendo era un derecho o una limosna. Sinceramente, me daba igual. Ella necesitaba ayuda porque yo sola no podía ayudarla, y mi único objetivo era encontrarla: donde fuera, de quien fuera, por los motivos que fuera, con la razón o sin ella. Ahora que puedo pararme a pensarlo, creo que mi dignidad no se ha visto afectada en ningún momento. Sólo me avergonzaría si hubiera tenido que aumentar el sufrimiento de mi madre, plantándola en la calle a pleno sol como medida de protesta o presión, para conseguir mi objetivo.

Me enorgullezco de haber conseguido lo poco o mucho que he conseguido. De mis lágrimas y de las suyas. De los funcionarios que por el camino nos consolaron, pudieran o no hacer nada más por nosotras. De mi país, sus instituciones y su gloriosa historia pasada no me enorgullezco ni me dejo de enorgullecer porque no sé que tienen que ver con nosotros ni con este asunto. Cada uno es libre de enorgullecerse de lo que quiera y de entender el mundo como un hooligan, pero no estaría de más que reflexionara un momento si de verdad tiene algún motivo, si vale la pena, si ese orgullo no le está impidiendo ver a los que de verdad importan, a los que construyen y mantienen ese enorme escenario de la Historia que tanto les conmueve. Vamos, si no está enorgulleciéndose y defendiendo la dignidad de una simple y llana mentira.
“La Antigüedad fue un enorme campo de concentración, donde a un esclavo se le marcaba con un hierro candente en la frente y se le crucificaba si intentaba huir. (…) Me acuerdo de cómo me gustaba Platón. Hoy sé que mentía. Porque los objetos sensibles no son el reflejo de ninguna idea, sino el resultado del sudor y la sangre de los hombres. Fuimos nosotros los que construimos las pirámides, los que arrancamos el mármol y las piedras de las calzadas imperiales, fuimos nosotros los que remábamos en las galeras y arrastrábamos arados, mientras ellos escribían diálogos y dramas, justificaban sus intrigas con el poder, luchaban por las fronteras y las democracias. Nosotros éramos escoria y nuestro sufrimiento era real. Ellos eran estetas y mantenían discusiones sobre apariencias.

No hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber una verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor” (Tadeusz Borowski, Nuestro hogar es Auschwitz, p. 59).
Tadeusz Borowski sobrevivió a Auschwitz, pero no a la incomprensión que siguió. Se suicidó en 1951. Tenía 28 años.

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