lunes, 27 de julio de 2015

El gran cuaderno II

El gran cuaderno. Agota Kristof.

Seix Barral: Barcelona, 1986, 192 pp.


"En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (San Mateo, XVIII, 3).

Por J. Teresa Padilla

El gran cuaderno es una Bildungsroman, una novela de formación en la que asistimos a ese proceso que va forjando en el niño la que será su identidad adulta. Enraíza en esta tradición y, más específicamente, en un subgénero de la misma: la picaresca.

Es tiempo de guerra, y una madre, como tantas otras, busca refugio para sus hijos gemelos lejos de la Gran Ciudad. Vuelve así a su Pequeña Ciudad natal. Allí vive aún su propia madre, ahora abuela, a la que, no sabemos si por desesperación o pura inercia, confía los niños, por más que sea evidente que la confianza no puede ser en este caso ni razonable ni sincera.

Una novela de formación, un relato picaresco y, ahora, también, un cuento infantil clásico, es decir, macabro y cruel. Infantil en un doble sentido: los niños son sus protagonistas y sus autores.

La obra, narrada por una sola voz que se refiere a sí misma en plural, la de estos gemelos indiscernibles, es el resultado de los “ejercicios de composición” que se imponen estos hermanos, pues ellos y sólo ellos asumen la responsabilidad de su propia educación. No sólo porque nadie más, dada su situación de total abandono ("Bruja" es el sobrenombre con el que la abuela es conocida en la Pequeña Ciudad), vaya a hacerlo, sino porque en seguida se percatan de que nadie puede ofrecerles la que ellos necesitan o desean para sí mismos. Y es que, con esa claridad con la que sólo los niños perciben la realidad que los rodea y la a menudo extraña lógica que la rige, han decidido seguir el camino de una plena adaptación. Una adaptación activa y triunfante, habría que añadir, no la habitual, puramente pasiva, en que sólo hay que dejarse llevar, someterse y olvidar. Estos gemelos "no olvidan nunca nada". Su decisión supone, es cierto, una negación explícita del niño que van a dejar de ser en breve, pero no porque renuncien a su memoria, sino porque deliberadamente se esfuerzan por destruirlo. Tal es el sentido de esta educación autoimpartida. Tal puede que sea, en el fondo, el sentido oculto de toda educación al uso.

Si, como parece convicción firme y típicamente literaria, el germen de la verdadera identidad personal está en ese niño, el camino adoptado por estos hermanos es precisamente el de su liquidación expresa. Quizá debería vencer mi reticencia, renunciar a mis temores y comprobarlo en las dos novelas restantes de la trilogía, que, por lo que he leído sobre ellas, parecen ir en esta dirección. En cualquier caso, ya en esta primera parte tenemos a dos gemelos que no tienen necesidad de ponerse de acuerdo, de hablar entre ellos... Que no son realmente dos, sino sólo uno, por más que esa sola y única voz que redacta las composiciones que se incluyen en El gran cuaderno no renuncie al plural. No renuncia a este plural meramente numérico, pero sí a cualquier recurso que pudiera delatar a quien se esconde tras ella. Es un voz completa y premeditadamente objetiva y apersonal, pues tal es el propósito que persiguen los “ejercicios de composición”:

“La composición debe ser verdad. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. (…) Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es preferible evitar su empleo y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo; es decir, a la descripción fiel de los hechos”.

Su “programa de estudios” se completa con las asignaturas habituales en cualquier escuela y con otras cuyo propósito no es ya la adquisición de conocimientos, sino de destrezas vitales imprescindibles. Y, entre ellas, la más importante: la insensibilización al dolor, físico y espiritual. Al dolor que les puedan causar los demás y al que procede de sus propios actos ("ejercicios de crueldad"). Se trata de llegar, a fuerza de exponerse reiterada y voluntariamente a él, a ese umbral, típico del torturado, en el que ya no es él mismo, sino "algún otro el que sufre". Se trata, en el fondo, de conseguir enajenarse.

La liberación del dolor y del miedo al dolor les obliga a esta sutil forma de suicidio que es "hacerse otro", pero a cambio les exime del imperio que sobre ellos pudiera detentar la realidad. Al fin y al cabo, lo único que va a permitirles conservar algún rastro de identidad en este proceso de negación de sí mismos y de adaptación a los “hechos”, lo único que les salva de la disolución anómima en ellos, es esta trabajosamente perseguida “voluntad de control”, de autonomía.

Esta novela, que relata un camino ajeno a cualquier atisbo de esperanza o de consuelo (quizá porque resultaría "vago" referirse a ellos o porque no resultan coherentes con el tipo de "formación" elegido), no está, sin embargo -al menos para nosotros, que lo seguimos desde fuera-, desprovista de enseñanzas extraordinariamente importantes, aunque sea justo por lo que se obliga a silenciar. Al fin y al cabo puede que sólo sea un cuento. Un cuento inacabado, brutal (como originalmente lo eran todos), pero ejemplarizante. Un cuento que nos enseña, por si no lo habíamos aprendido ya, que el sufrimiento no se opone a la felicidad (o, invirtiendo los términos, que la felicidad no es la ausencia de sufrimiento): los gemelos logran sobreponerse al dolor y resulta imposible ignorar que lo mismo que los pone a salvo de él les cierra cualquier otra alternativa afectiva. También resulta evidente la existencia de todo lo que se obligan, por razones de estilo (de "composición" y de vida), a no nombrar. Porque hay hechos y, sobre todo, actos que resultan ininteligibles por sí mismos tal y como se nos relatan, con esa fidelidad estricta a lo objetivo, lo constatable, lo designable sin ambigüedad. Y es que, a pesar de todos sus ejercicios, a pesar de toda esa voluntad expresa de imponerse a una realidad perversa con sus propias armas (y, por tanto, ignorando su perversión), estos niños demuestran un sentido irreductible de la justicia, la compasión y la verdad.  Ni olvidan, ni mienten (aunque tampoco se sientan obligados a decir toda la verdad, ni en la vida ni el el relato de la misma). Nunca obedecen (asumen la plena responsabilidad de todos sus actos). A menudo son crueles, en su propio beneficio y también (lo que no deja de resultar enigmático) en el de otros, pero hay formas de crueldad que no pueden tolerar ni dejar sin castigo. Estos son los hechos. Unos hechos a los que ningún otro hecho, ni tampoco el relato de los mismos, puede dar sentido. Unos hechos que infringen tanto la lógica de la narración como la del "ideal de vida" apático (en el sentido etimológico del término) por el que los hermanos han optado.

A lo mejor la esperanza que habíamos renunciado a encontrar en esta novela está aquí, en todo esto que no se nombra y que, sin embargo, se resiste tercamente a desaparecer sin dejar rastro, haciendo en última instancia imposible un final feliz, es decir, el éxito último de esta aventura infantil. Porque todo eso que se silencia, y que en ese silencio se revela a pesar de todo, nos permite creer, conservar la desesperada esperanza, de que no se puede aniquilar por completo ni para siempre al niño que somos. El hecho es, y como tal se hace constar en El gran cuaderno, que "la caricia sobre nuestros cabellos es imposible de tirar".


Fotograma de la película homónima basada en la novela

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