jueves, 30 de julio de 2015

La originalidad de la niñez (1923)

Un broche de oro para estas últimas entradas sobre la infancia.

Joan Miró. Autorretrato 1937                                                      Joan Miró. Autorretrato 1937-1960

Por Miguel de Unamuno.

"Se oye con frecuencia decir cuán difícil es que un gran escritor sepa presentarnos niños y cuán difícil el que un pintor sepa retratarlos bien. “No hay nada más dificultoso –me decía un gran pintor retratista- que retratar a un niño dándole individualidad… ¡Claro!, como no la tiene…”. Y le repliqué: “El que no la tiene es el que no sabe retratarle”.

Dificilísimo, en efecto, representar niños, salvajes y… tontos. Mucho más fácil para un hombre representar una mujer. Y es que el hombre lleva a la mujer dentro y el adulto suele haber perdido al niño que fue –si es que lo fue-, el civilizado no logra descubrir su propio salvaje y para un hombre inteligente nada hay más difícil que hacer el tonto. Un tonto hace mejor el listo que no un listo el tonto. Se simula mejor el talento que no la tontería. Y es que el ser tonto no es tan fácil como se figuran los listos. (…)

lunes, 27 de julio de 2015

El gran cuaderno II

El gran cuaderno. Agota Kristof.

Seix Barral: Barcelona, 1986, 192 pp.


"En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (San Mateo, XVIII, 3).

Por J. Teresa Padilla

El gran cuaderno es una Bildungsroman, una novela de formación en la que asistimos a ese proceso que va forjando en el niño la que será su identidad adulta. Enraíza en esta tradición y, más específicamente, en un subgénero de la misma: la picaresca.

Es tiempo de guerra, y una madre, como tantas otras, busca refugio para sus hijos gemelos lejos de la Gran Ciudad. Vuelve así a su Pequeña Ciudad natal. Allí vive aún su propia madre, ahora abuela, a la que, no sabemos si por desesperación o pura inercia, confía los niños, por más que sea evidente que la confianza no puede ser en este caso ni razonable ni sincera.

Una novela de formación, un relato picaresco y, ahora, también, un cuento infantil clásico, es decir, macabro y cruel. Infantil en un doble sentido: los niños son sus protagonistas y sus autores.

La obra, narrada por una sola voz que se refiere a sí misma en plural, la de estos gemelos indiscernibles, es el resultado de los “ejercicios de composición” que se imponen estos hermanos, pues ellos y sólo ellos asumen la responsabilidad de su propia educación. No sólo porque nadie más, dada su situación de total abandono ("Bruja" es el sobrenombre con el que la abuela es conocida en la Pequeña Ciudad), vaya a hacerlo, sino porque en seguida se percatan de que nadie puede ofrecerles la que ellos necesitan o desean para sí mismos. Y es que, con esa claridad con la que sólo los niños perciben la realidad que los rodea y la a menudo extraña lógica que la rige, han decidido seguir el camino de una plena adaptación. Una adaptación activa y triunfante, habría que añadir, no la habitual, puramente pasiva, en que sólo hay que dejarse llevar, someterse y olvidar. Estos gemelos "no olvidan nunca nada". Su decisión supone, es cierto, una negación explícita del niño que van a dejar de ser en breve, pero no porque renuncien a su memoria, sino porque deliberadamente se esfuerzan por destruirlo. Tal es el sentido de esta educación autoimpartida. Tal puede que sea, en el fondo, el sentido oculto de toda educación al uso.

Si, como parece convicción firme y típicamente literaria, el germen de la verdadera identidad personal está en ese niño, el camino adoptado por estos hermanos es precisamente el de su liquidación expresa. Quizá debería vencer mi reticencia, renunciar a mis temores y comprobarlo en las dos novelas restantes de la trilogía, que, por lo que he leído sobre ellas, parecen ir en esta dirección. En cualquier caso, ya en esta primera parte tenemos a dos gemelos que no tienen necesidad de ponerse de acuerdo, de hablar entre ellos... Que no son realmente dos, sino sólo uno, por más que esa sola y única voz que redacta las composiciones que se incluyen en El gran cuaderno no renuncie al plural. No renuncia a este plural meramente numérico, pero sí a cualquier recurso que pudiera delatar a quien se esconde tras ella. Es un voz completa y premeditadamente objetiva y apersonal, pues tal es el propósito que persiguen los “ejercicios de composición”:

“La composición debe ser verdad. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. (…) Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es preferible evitar su empleo y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo; es decir, a la descripción fiel de los hechos”.

Su “programa de estudios” se completa con las asignaturas habituales en cualquier escuela y con otras cuyo propósito no es ya la adquisición de conocimientos, sino de destrezas vitales imprescindibles. Y, entre ellas, la más importante: la insensibilización al dolor, físico y espiritual. Al dolor que les puedan causar los demás y al que procede de sus propios actos ("ejercicios de crueldad"). Se trata de llegar, a fuerza de exponerse reiterada y voluntariamente a él, a ese umbral, típico del torturado, en el que ya no es él mismo, sino "algún otro el que sufre". Se trata, en el fondo, de conseguir enajenarse.

La liberación del dolor y del miedo al dolor les obliga a esta sutil forma de suicidio que es "hacerse otro", pero a cambio les exime del imperio que sobre ellos pudiera detentar la realidad. Al fin y al cabo, lo único que va a permitirles conservar algún rastro de identidad en este proceso de negación de sí mismos y de adaptación a los “hechos”, lo único que les salva de la disolución anómima en ellos, es esta trabajosamente perseguida “voluntad de control”, de autonomía.

Esta novela, que relata un camino ajeno a cualquier atisbo de esperanza o de consuelo (quizá porque resultaría "vago" referirse a ellos o porque no resultan coherentes con el tipo de "formación" elegido), no está, sin embargo -al menos para nosotros, que lo seguimos desde fuera-, desprovista de enseñanzas extraordinariamente importantes, aunque sea justo por lo que se obliga a silenciar. Al fin y al cabo puede que sólo sea un cuento. Un cuento inacabado, brutal (como originalmente lo eran todos), pero ejemplarizante. Un cuento que nos enseña, por si no lo habíamos aprendido ya, que el sufrimiento no se opone a la felicidad (o, invirtiendo los términos, que la felicidad no es la ausencia de sufrimiento): los gemelos logran sobreponerse al dolor y resulta imposible ignorar que lo mismo que los pone a salvo de él les cierra cualquier otra alternativa afectiva. También resulta evidente la existencia de todo lo que se obligan, por razones de estilo (de "composición" y de vida), a no nombrar. Porque hay hechos y, sobre todo, actos que resultan ininteligibles por sí mismos tal y como se nos relatan, con esa fidelidad estricta a lo objetivo, lo constatable, lo designable sin ambigüedad. Y es que, a pesar de todos sus ejercicios, a pesar de toda esa voluntad expresa de imponerse a una realidad perversa con sus propias armas (y, por tanto, ignorando su perversión), estos niños demuestran un sentido irreductible de la justicia, la compasión y la verdad.  Ni olvidan, ni mienten (aunque tampoco se sientan obligados a decir toda la verdad, ni en la vida ni el el relato de la misma). Nunca obedecen (asumen la plena responsabilidad de todos sus actos). A menudo son crueles, en su propio beneficio y también (lo que no deja de resultar enigmático) en el de otros, pero hay formas de crueldad que no pueden tolerar ni dejar sin castigo. Estos son los hechos. Unos hechos a los que ningún otro hecho, ni tampoco el relato de los mismos, puede dar sentido. Unos hechos que infringen tanto la lógica de la narración como la del "ideal de vida" apático (en el sentido etimológico del término) por el que los hermanos han optado.

A lo mejor la esperanza que habíamos renunciado a encontrar en esta novela está aquí, en todo esto que no se nombra y que, sin embargo, se resiste tercamente a desaparecer sin dejar rastro, haciendo en última instancia imposible un final feliz, es decir, el éxito último de esta aventura infantil. Porque todo eso que se silencia, y que en ese silencio se revela a pesar de todo, nos permite creer, conservar la desesperada esperanza, de que no se puede aniquilar por completo ni para siempre al niño que somos. El hecho es, y como tal se hace constar en El gran cuaderno, que "la caricia sobre nuestros cabellos es imposible de tirar".


Fotograma de la película homónima basada en la novela

jueves, 23 de julio de 2015

El gran cuaderno I

Consideraciones previas (posiblemente superfluas) a una reseña de El gran cuaderno


Bartolomé Murillo
"El que ha sido de verdad niño lo será siempre y sus canas, cuando envejezca, tendrán blancura de niñez" (Miguel de Unamuno, "La soledad de la niñez").

Por J. Teresa Padilla

Si habéis convivido con niños el tiempo suficiente sabréis que, aunque no lo aparenten, siempre están escuchando lo que decimos y observando lo que hacemos. No escuchan tras las puertas ni espían desde escondites, como los protagonistas de esta novela. O no necesariamente. A diferencia de los adultos, que oímos sin escuchar y apenas entendemos lo que vemos si no nos obligamos a prestar voluntariamente atención, los niños aprehenden todo lo que sucede a su alrededor incluso cuando están concentrados (y difícil es hallar una concentración más seria que la infantil) en alguna otra actividad u objeto. Lo aprehenden todo y con detalle, aunque de una forma distinta a la nuestra, a la adulta.

No sé muy bien por qué hablamos siempre de los niños así, como hago ahora, en tercera persona. Nosotros hemos sido niños y seguimos siendo los que fuimos de niños, por mucho que nos cueste entenderlo. Nos cuesta entenderlo porque, aunque “sabemos” que lo somos, en realidad no lo “sentimos”: no reconocemos a ese niño, no lo tenemos presente, sencillamente lo hemos olvidado. Hasta el punto de hablar y tratar a los niños como si formaran una especie aparte, algo completamente otro.

Pero es esencial recordarlo, porque no se trata tanto de que el niño que fuimos y el adulto que ahora somos sean una misma persona. Es más bien que quien realmente somos puede que sea aquel niño: el que veía por primera vez el mundo y a los otros con sus propios ojos, sin los velos de la convención y de las mentiras que, de adultos, nos llevan a vivir en un mundo en el fondo irreal construido con sobrentendidos, tópicos, frases hechas, lugares comunes…

De niños el mundo se nos muestra tal como es, en parte porque nadie nos ha enseñado aún lo que se debe o cómo se debe contemplar, en parte porque carecemos de la necesaria destreza simbólica. El mundo infantil (que muy probablemente es el más parecido al mundo verdadero) no carece de lirismo (no se reduce a un mundo de cosas y hechos), pero sí de metáforas. Esta deficiencia para entender los símbolos limita el alcance de su comprensión, pero también les mantiene apartados de esa cruz de la metáfora que es el enmascaramiento o la mentira. La comprensión infantil es radicalmente literal y, por eso, capaz de llevar la lógica de lo que la rodea, de las palabras y de las conductas, hasta sus últimas consecuencias, lo que tan a menudo suele ponernos en situaciones embarazosas al mostrarnos hasta qué punto somos capaces los adultos de mentir y mentirnos.

Ésta puede parecer una introducción muy larga y objetivamente superflua a lo que pretende ser una reseña de El gran cuaderno. Pero una reseña no es una crítica literaria. Es la comunicación de una experiencia lectora y la experiencia es necesariamente subjetiva; y lo será siempre, por mucho que se parezca a la de otros. La experiencia es tan subjetiva que lo único que se puede compartir es el sentido que se ha encontrado en ella. Pero este sentido, por escueta y fiel a los hechos que pretenda ser una narración (y ésta lo es, vaya si lo es), nunca es en literatura unívoco. Puede que, precisamente, porque, a diferencia de una relación judicial de los hechos, pretende tener siempre un sentido que la trasciende, y ese sentido no lo determina sólo la propia obra, sino también el lector. Ni cuando el lector es el mismo se lee exactamente nunca el mismo libro (entiéndase por libro aquí una obra auténticamente literaria). Pues bien, para desvelar lo que ha dotado de sentido a mi última experiencia lectora de El gran cuaderno (lo leí por primera vez hace más de diez años) toda esta introducción me resulta necesaria.

Foto: L'imprimerie nocturne
El gran cuaderno (1986) es la primera parte de una trilogía que se completa con La prueba (1988) y La tercera mentira (1992). Su autora, Agota Kristof, fue una escritora de origen húngaro que emigró a la Suiza francófona con su marido, que huía del endurecimiento de la represión comunista tras el fracaso de la revolución de 1956. "Muchas veces he pensado que más habría valido que él hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica”, comentó en una entrevista, lo que deja bien claro que tal emigración no supuso en absoluto para ella ninguna liberación. Escribió estas obras en francés, un idioma que no era el suyo y que aprendió con no pocas dificultades. Si todo escritor es un poco un extranjero en cualquier parte, resulta difícil imaginar su situación cuando renuncia incluso a ese último refugio que puede ser su propia lengua, la materna. Pero si algo caracteriza a esta escritora es una despiadada radicalidad y coherencia.

Las tres novelas fueron no hace mucho (2007) publicadas juntas en España bajo el título de Claus y Lucas. La primera, El gran cuaderno, había aparecido antes, el mismo año que el original francés. Yo la leí a mediados de los noventa por primera vez. Ni entonces ni ahora me he sentido empujada a conocer la continuación de su historia, narrada en primera persona del plural por sus protagonistas (dos niños, hermanos gemelos). No porque El gran cuaderno me resultara decepcionante. Esta novela puede ser muchas cosas salvo precisamente ésta. En realidad, el único criterio de verdad fiable con el que cuento para distinguir claramente los buenos de los malos libros, es que los malos me parece haberlos leído ya mil veces antes. El gran cuaderno no se parece a nada. Es, por tanto, bueno, muy bueno.

Tampoco explica mi resistencia a completar la trilogía el que este primer título resulte triste, crudo o desasosegante. Aparte de “vagos”, como dirían los narradores de esta novela, estos conceptos son irrelevantes cuando, como en mi caso y en el de la mayoría que entiende de lo que se trata aquí, no se busca en la literatura una forma de pasar el rato. Lo que ocurre es, sencillamente, que el camino de formación o aprendizaje que sus protagonistas adoptan y nos relatan me resulta, por razones estrictamente personales, demasiado familiar. Un camino que, de momento, no quiero recorrer, ni siquiera narrativamente. Que no quiera recorrerlo no significa que no deba ser, literariamente al menos, recorrido, ni sobre todo que pueda ignorarse. Es decir, nada de lo que acabo de decir pretende sugerir que no la considere recomendable. Por el contrario, me parece una lectura imprescindible, como se suele decir en estos casos; por lo menos la de esta primera parte, que es de la que puedo hablar de primera mano.

Pero ya está bien, supongo, de prólogos que seguramente sólo yo siento necesarios. En unos días podréis leer, si queréis, la verdadera reseña.

lunes, 20 de julio de 2015

Besar con la mirada

Por Marisa Díez

Se empeñaban en comportarse como niños en un mundo de adultos, pero no lo eran. Cada uno portaba sobre su espalda su propia mochila de sinsabores y golpes del destino. Estaban en esa franja indeterminada entre los cuarenta y los cincuenta y aún no sabían con exactitud a dónde dirigirse. Se diría que dejaban pasar el tiempo, los días, los años… Esperando la chispa que les hiciera saltar, desperezarse y salir corriendo detrás de su sueño. De su vida.

Se habían conocido por casualidad, en una de esas pausas que te ofrece la vida para coger oxígeno. Se encontraron de repente entendiéndose más allá de las palabras y de los gestos. Una química inesperada, un deseo inalcanzable, una mirada fugaz… Y las mariposas que vuelan en el estómago. Esa sensación conocida, pero olvidada en el tiempo. Recuerdos que se agolpan de repente en la memoria. Y comienza una lucha sin cuartel, sin grandes posibilidades de ganar la batalla final.

viernes, 17 de julio de 2015

La nieve estaba sucia

La nieve estaba sucia. Georges Simenon. 

Acantilado: Barcelona, 2014, 272 pp. 20 euros. 


“Sé que nunca me he preparado para un “gran libro” en el que “contarlo todo”: el escritor sabe que nunca será capaz de “contarlo todo”. (…) Más bien creía que, entre tantos escritos superfluos cuya autoría sólo era capaz de asumir con remordimientos, (…) un día tendría la ocasión de decir, en una frase o un párrafo, lo que nadie podía decir por mí. Pensaba que tal vez el mensaje no sería ni muy inteligente ni muy original ni muy divertido, quizá se presentaría en forma de tópico, porque en la vida como en la literatura los mensajes importantes, las palabras y las frases que expresan algo de forma contundente, que expresan a alguien con todo su ser, suelen ser muy sencillas” (Sándor Márai, Confesiones de un burgués, pp. 464s.).

Por J. Teresa Padilla

Ser un escritor popular no es malo. De hecho, para el escritor es muy bueno, pues le permitirá vivir de lo que escribe y no como un ignoto Kafka. Me imagino que este privilegio tendrá, como todo, sus servidumbres, entre las que destacará la de tener que seguir escribiendo y publicando con una determinada regularidad completamente ajena e independiente de la necesidad real de escribir algo que sienta el autor. El escritor profesional, gracias a su popularidad, termina, como Márai, cargando con un montón de escritos que considerará superfluos sobre sus espaldas. Siempre que sea un auténtico escritor, claro, no un escribiente o un escribidor. En realidad, popular o no, me parece que el auténtico escritor nunca estará satisfecho y por eso sigue y sigue escribiendo.

Aunque no es malo, ser un escritor popular es sospechoso, y no sólo por esto, por la obligada prolificidad. La suspicacia es, además, directamente proporcional a la popularidad del escritor: cuánto más alto está en la lista de ventas, más prejuzgamos su falta de auténtico valor literario. Entre los que no podemos liberarnos de este prejuicio habrá de todo. Desde el elitista que precisa de esta distinción respecto de las masas populares para reafirmar su excepcionalidad, hasta el miembro anónimo de esa masa popular que un buen día se harta de lo que la industria editorial dicta que quiere o puede leer. Este último caso es quizá el más heroico de los posibles, pues presupone que ese miembro anónimo de la masa ha descubierto, a saber gracias a qué azar imprevisto por la industria, que leer es una actividad más parecida a la escalada o el senderismo (en la que el placer se obtiene, tanto o más que de lo que la naturaleza pone ante los ojos, del propio esfuerzo y la superación empleadas en su exploración) que al visionado de una serie televisiva. Una vez descubierto que la lectura es más un ejercicio que un entretenimiento pasivo, el malentendido sobre el que se erige la literatura de masas o de consumo queda patente: no quiere que se lo pongan tan fácil, que se limiten a contarle chismes. Necesita un reto y empieza a aburrirse mortalmente justo con lo que se supone que debería entretenerle sin esfuerzo.
“Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en la cara, ¿para qué leerlo? (…) Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior” (F. Kafka, "Carta a Oskar Pollak", 1904).

Díficil decir más claro qué distingue la literatura de lo meramente libresco. Tan complicado como explicar el camino por el que tantos anónimos llegan también a semejante descubrimiento, pero el caso es que, para desgracia del elitista, lo hacen con más frecuencia de la que imaginamos. La prueba no se encuentra tanto en las librerías como en las bibliotecas, donde hay miles de libros que nadie debería supuestamente querer leer repletos de fechas distintas y sucesivas de devolución.

El caso del lector anónimo es heroico, pero no menos heroico es el del escritor popular que se arriesga, que no renuncia, pese a todo, a la literatura. George Simenon es un ejemplo de estos dignos escritores de masas. Escritor de masas y, además, de género: el mejor ejemplo de escritor industrial. Y productivo como pocos. Cuando uno vende lo que él vendió con su comisario Maigret durante cuarenta años (que se dice pronto), sólo se escribe algo completamente distinto impelido por la esperanza apuntada por Márai de decir lo aún no dicho, de proyectar alguna luz, de aportar algo en ese intento típicamente literario de humanizar y hacer más habitable ese mundo que previamente la misma literatura nos ha mostrado despojado de su falsa familiaridad.

La nieve estaba sucia es una tentativa de esta clase. Se desarrolla en una ciudad ocupada (no se especifica cuál ni por quién) en la que el miedo y la penuria mantienen sometida a la población sin apenas necesidad de intervención directa por parte de las fuerzas de ocupación. Ese sometimiento se traduce principalmente en la deshumanización, en la muerte en vida, en la renuncia a toda esperanza que no sea la inmediata de sobrevivir. En este tipo de situaciones hay quien sólo sobrevive y quien, dando un paso más (qué más da en el fondo un paso más o menos en esta degradación general), intenta sacar provecho a la situación y lograr una situación privilegiada.

Frank, el protagonista, es un joven de 19 años hijo de una de estas expertas en medrar a costa de la necesidad ajena, una madame que surte a los ocupantes de mujeres que renueva continuamente, usando y abandonando después a su suerte; mujeres que el propio Frank tiene a su completa disposición. Su vida se desarrolla entre la casa de su madre y el bar de Timo, otro lugar al que los ocupantes permiten saltarse las reglas y prosperar sobre sus semejantes. Frank se sabe despreciado secreta y silenciosamente por sus vecinos, a los que, a su vez, se esfuerza por despreciar. Es en el fondo un extraño al que su madre teme, y se goza en ello.

Una noche, sin motivo aparente, decide matar a un ocupante que frecuenta el bar de Timo. Por probar un cuchillo prestado, por demostrarse que puede, a fin de cuentas porque puede y, si puede, por qué no hacerlo. Pero, mientras espera oculto la ocasión, la llegada de uno de sus vecinos, Holst (el padre de una adolescente, Sissy, a la que sabe que atrae), le revela el sentido de su inminente asesinato. Es un reto, un desafío que busca reafirmar su derecho a despreciar a Holst (ese infeliz andrajoso que sabrá y callará) y, en su nombre, despreciar todo y a todos.

Foto: Erling Mandelmann
Porque Holst es Dios mismo, el que sabe y calla. Es la personificación del destino de Frank, de esa vida propia que nadie, ni tan siquiera él mismo, parece tener; un destino al que no cesa de provocar con sus sucesivos crímenes en búsqueda de una respuesta que ignora hasta que finalmente, cuando ya ha renunciado a ella, se le ofrece gratuitamente.

Frank nos recuerda inevitablemente al Raskólnikov de Crimen y castigo, aunque su mundo, al que no importan en absoluto sus auténticos crímenes, se parezca mucho más al de Meursault, El extranjero de Camus. Ya lo dijo Márai: los mensajes importantes no tienen por qué ser muy originales. La mayoría no lo son en absoluto. Basta con que añadan algo, ese matiz propio y a lo mejor esencial. "Lo importante no es que esto dure, sino que exista”, quizá sea éste.

miércoles, 15 de julio de 2015

Aires nuevos


Por J. Teresa Padilla

Lo sé, esto no es serio. Antes de hacer uso impunemente de la inteligencia y del trabajo de otros (Quino, en este caso), hubiera sido más honrado no subir nada hoy. En honor a la verdad, que ya sé que no importa a nadie o casi nadie o, en cualquier caso, a nadie que importe salvo a otros nadies, como él o yo, tenía una entrada original para hoy. Con original me refiero a escrita por mí, no plagiada, como esta viñeta de Mafalda, a Quino. El problema es que, una vez escrita, me ha parecido muy poco original en cualquier otro sentido. Podría echarle la culpa al calor (ni mi valeroso e indestructible ventilador, ni mi fiel y voluntariosa cerveza, consiguen reducir significativamente mi temperatura corporal). Podría echársele a mi experiencia vespertina de ayer: acudí a ver una película que aparentemente todo el mundo considera poco menos que una obra maestra (nuestra floreciente cultura está llena de ellas) y a duras penas conseguí quedarme hasta el final (y eso que el aire acondicionado era un argumento poderoso para hacer de la huida el último recurso). Podría, incluso, echarme la culpa a mí misma y asumir que no tengo nada interesante que decir y que estoy mejor callada; cerrar por vacaciones o poner punto final, que a saber el sentido de todo esto. Seguro que todo influye, pero para mí que, en realidad, la culpa era del tema elegido: un tema de actualidad (maldita la manía de leer los periódicos antes de ponerme a escribir). Ya me contaréis lo que la actualidad puede inspirar: algo tan tedioso y necio como ella.

En realidad no buscaba esta viñeta, sino aquélla en la que Mafalda pedía bajarse del mundo, porque hay días, como el de hoy, en que una se siente una extraterrestre y no se encuentra con fuerzas para resistir con una mínima dignidad el aislamiento al que esta experiencia condena. La encontré, pero no me pude resistir a la tentación de leer otras (necesitaba algo de ese consuelo que suelo encontrar escribiendo, aunque por supuesto no hoy). Una cree que busca una cosa y encuentra otra, y cuando la encuentra descubre que eso era lo que realmente buscaba. Al fin y al cabo lo que andaba rumiando mientras escribía, lo que intenta decir, lo resume y dice mucho mejor esta viñeta. Vale, es un plagio, pero también un homenaje: no lo puedo decir mejor y con tanta economía de medios. Y, además, considero a Mafalda una excelente referencia intelectual. Mucho más autorizada, desde luego, que aquéllas de las que hablaba mi frustrado y frustrante artículo.

Porque, sí, no es sólo aburrimiento lo que me produce lo que oigo en las noticias y leo en el periódico, es que todo me huele a naftalina.Y apesta.

¡Quién me mandará sacar la cabeza de los libros!

lunes, 13 de julio de 2015

El mal de Montano

El mal de Montano. Enrique Vila-Matas.

Anagrama: Barcelona, 2002, 320 pp. 16 euros (edición de bolsillo: 9 euros).


"No existe literatura sincera. En la literatura, como en la vida misma, sólo callarse es sincero. (…) El escritor que escriba algo más aparte de los hechos estrictamente estadísticos no puede ser sincero. Sin embargo, no hay escapatoria, porque el escritor es incapaz de callarse. Tiene que decir algo incluso desde el vertedero mundial, tiene que recitar algo aun desde la fosa común. La esperanza de que un cataclismo más fuerte que cualquier otro anterior conduzca al escritor (y a la humanidad) al día en que puedan ser verdaderamente sinceros, porque ya sólo pondrán sobre el papel y pronunciarán palabras esenciales, es una esperanza infundada. En todo caso, el escritor no puede hacer otra cosa que maquillar su alma y, con hermosa palabra esencial, decirlo todo. El tema del que habla, en cualquier época y en cualquier vertedero, es siempre el mismo: el Nekyia, es decir, el viaje al mundo de los muertos, y –después de la aventura, de la Iliada- el Nostos, o el regreso al hogar” (Sándor Márai. ¡Tierra, tierra!).

Por J. Teresa Padilla

El viernes os hablaba de Niebla, esa divertida invitación unamuniana a la aventura de vivir que exige, como requisito previo imprescindible, la disposición a dejarse confundir radicalmente. Dejarse confundir específicamente por la ficción literaria, atreverse a dejarla introducirse en esa presunta realidad nuestra de la que, gracias a ella, descubrimos que no sabemos, a ciencia cierta, nada. La extemporánea intromisión de la ficción literaria en nuestra letárgica existencia nos despierta poniéndonos en cuestión, haciendo temblar los sólidos cimientos sobre los que creíamos construida nuestra vida. A cambio de todo este innegable trastorno nos ofrece, sin embargo, la posibilidad nada despreciable de una reconstrucción auténtica de la misma.

Pues, para mi sorpresa (que no presentía yo que fuera a descubrir relación de afinidad alguna entre Vila-Matas y Unamuno), El mal de Montano propone también algo muy similar: la reconstrucción de la identidad propia, y la conservación de un, aunque sea mínimo y “tímido”, amor a la vida, a través de la ficción literaria (propia y ajena). Bien es verdad que aquí el procedimiento no pretende ser universalizable, que el autor lo adopta porque se declara un enfermo, lo que, por definición, es sinónimo siempre de caso excepcional. La salud, como la cordura, es una cuestión de consensos, de normalidad, de relatividad estadística. La enfermedad de Vila-Matas es la literatura, que tal es el mal de Montano. Mal, por cierto, que aqueja a la propia literatura (otra excepción en el mundo que nos ha tocado vivir), por lo que, al final (bueno, en realidad muy pronto en la novela), el autor asume que no puede propiamente desear, como pretendía, curarse del mal (lo que equivaldría al suicidio de la incorporación a las huestes contraliterarias del Mundo Nuevo), sino que debe afanarse en morir por su causa (que es también la de la literatura).

Como en Unamuno la elección parece reducirse, de nuevo, a estar muerto (aunque sea en vida) o vivir muriéndose (“desaparación, nunca desesperación"), y terminar así convertido en un nuevo don Quijote, la víctima eminente, no sé si primera, de este mal. Un Quijote algo dubitativo y desengañado, ésa es la verdad. El tiempo no pasa en balde y, si ya el de Alonso Quijano le parecía a don Quijote una edad de hierro, al nuestro poco le falta, si le falta algo, para ser la edad de nada.

Imagen: El factor V-M.
Como decía, ni por asomo se le ocurre a Vila-Matas hacer apología de su elección e invitarnos expresamente a todos a esta aventura de autoliquidación consciente, que diría Kertész (el cual, por cierto, hace un cameo en esta novela-diario). Pero, aunque le falte la fe en sí mismo y en el éxito de su empresa necesaria para poder compartir la vocación proselitista (y por definición optimista) de Quijotes y Unamunos, y, por tanto, las embestidas de Vila-Matas, lanza en ristre, contra los enemigos de lo literario en seguida pierdan fuerza y no terminen dando con sus huesos en tierra, no por ello se libra, como no podía ser de otra manera, de ser burlado. De nada le sirve ser el primero en reírse de sí mismo. De nada, salvo para alegrarme el día cuando compara su existencia con la de un “ama de casa que escribe” (más quisiéramos).

Realidad y ficción se mezclan y confunden continuamente. Y eso que se nos promete un capítulo entero (el “Diccionario del tímido amor por la vida”) de la más fiel veracidad. No es culpa suya que, como su mundo, también él sea una identidad fragmentaria, construida a partir de retales (y relatos) de otros; diaristas, a su vez, tan veraces como ficcionales. Y es que no hay escapatoria. Mientras seamos animales pensantes y lectores difícilmente podremos desbrozar qué hay en nosotros de propio y de heredado (o vampirizado, como le gusta decir a Vila-Matas). Mientras seamos animales literarios, mientras el lenguaje siga siendo lo que hasta ahora, no un simple medio de comunicarse con los demás más sofisticado que los gestos y gruñidos de nuestros hermanos primates, sino una forma de creación o recreación de realidades alternativas (incluso de mentir), seguiremos teniendo que reconocer que estamos hechos de voces ajenas que nos han enseñado a ver, pensar y expresar lo que vemos y pensamos, y que sólo en medio de ese enorme coro podemos albergar la esperanza de que aún quede algo que añadir, algo a lo que dar nombre y vida.

Nuestro destino se une, porque siempre ha estado unido, al de la literatura, y encontrar la salvación personal (la voz propia e irreductible que nos hace insustituibles) se identifica con la supervivencia de la literatura, pues “no hay nada más subversivo que ella, que se ocupa de devolvernos a la verdadera vida al exponer lo que la vida real y la Historia sofocan”. Vida verdadera frente a vida real, no las confundamos. Sólo de la última nos aleja la literatura convirtiéndonos en unos inadaptados, unos extranjeros en una fuga sin fin. Efectivamente, “la compañía de la literatura es peligrosa”, pero la alternativa es un silencio de voces que sólo dejaría un ruido ensordecedor e incomprensible en el que ningún hombre se distinguirá de cualquier otro.

No sé si se me olvida decir algo más sobre El mal de Montano. ¿Que ha sido un placer leerlo? Pues eso...

viernes, 10 de julio de 2015

Niebla

Niebla. Miguel de Unamuno.

Austral: Madrid, 2010, 288 pp. (7,95 euros).


“Para vivir honradamente hay que desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral” (Lev Tolstói, Correspondencia, Acantilado: Barcelona, 2008, p. 166).

Por J. Teresa Padilla

En tiempos remotos, cuando aún podía calificárseme de “joven promesa” filosófica, estudié bastante a fondo la obra de Miguel de Unamuno. Mi objetivo entonces era demostrar que, a pesar de lo que muchos otros opinaban (puede que incluso el propio Unamuno), no sólo tenía pleno derecho al título de filósofo, sino que, en realidad, era el más importante y original de los filósofos españoles modernos. Bueno, esto lo pensaba más que lo decía, por aquello de no herir otras sensibilidades cercanas (lo que entonces me preocupaba más que ahora) y no cerrarme innecesariamente puertas. Esa etiqueta de “pensador religioso”, que Ortega y sus discípulos hicieron célebre, me molestaba especialmente en aquella época mía de militante y algo irreflexivo laicismo. Casi tanto como la de simple “escritor” o “literato”. Aparte de laicista también mostraba entonces cierto escepticismo sobre el potencial revelador de la literatura o de ninguna otra actividad que no fuera la reflexión más aséptica. No en vano ya os he comentado alguna vez que hubo un tiempo en que fui un auténtico coñazo, aún mayor del que pueda ser hoy, por difícil que os resulte imaginarlo.

Unamuno (1930)
Cuando traducía las ideas de Unamuno, unas ideas siempre en fase de construcción, renovación y cambio (como están las verdaderas ideas filosóficas), a la terminología técnica de la fenomenología, llamémosla existencial, en la que yo trabajaba entonces, me daba cuenta de que las estaba fijando y dándoles un sentido demasiado “claro”, teóricamente claro, o sea: estático. Casi podía sentir a Unamuno acusándome por un oído de estarlas así matando, aunque por el otro también es cierto que me sentía alentada por él a estrujarlas, manipularlas y hacer todo aquello que fuera preciso para apropiármelas y darles, quizá, una segunda vida, aunque fuera infiel a la primera. No tenía entonces la lucidez suficiente para defender, sencillamente, que también se podía hacer filosofía así como la hacía él, sin necesidad de revestirse de los ropajes terminológicos académicos o de ser aceptado en ninguna línea de pensamiento “oficial”. Me gustaría pensar que esta lucidez se la debo precisamente al truncamiento de aquella “prometedora” carrera mía, que (otra vez Kertész) al final es verdad eso de que "sólo la victoria es más humillante que la derrota".

Si la filosofía es algo (y lo es, lo sigo creyendo aún más que entonces), es una reflexión que comienza cuando nos damos cuenta de que, en realidad, no entendemos nada de nada. El “sólo sé que no sé nada” es, desde tiempos de Sócrates, la situación vital que es necesario alcanzar para iniciar el camino hacia esa deseada sabiduría, siendo la filosofía siempre y sólo el camino, de ahí su nombre. El camino de la filosofía, como el de la verdadera vida, comienza cuando el maestro (y Sócrates es el maestro por excelencia) nos lleva ante esa primera evidencia que es la más absoluta extrañeza y confusión ante lo que hasta ese momento creíamos saber y no sabíamos, sino sólo dábamos por supuesto.

Unamuno es radicalmente socrático: su reflexión es un diálogo (con otros y consigo mismo) que avanza a través de la contradicción y de la paradoja. Es aún más socrático que Platón, que siguió a su maestro hasta ese punto de inicio para luego construir una imagen del mundo libre de esa perplejidad inicial. Platón creía haber alcanzado la sabiduría, la verdad, mientras Sócrates (y Unamuno) permanecen siempre como eternos principiantes. Sócrates o Platón (o, en la modernidad, Hegel): según a quién se considere el filósofo por antonomasia se considerará o no a Unamuno un filósofo. No creo que haga falta decir de qué parte estoy yo.

“Hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso. Confundirlo todo en una sola niebla”. Niebla es el título de la novela (o nívola, o leyenda, o historia o vida –¡hay que confundirlo todo!-) y uno de los nombres que podría designar ese momento de desorientación completa en que únicamente se puede iniciar la reflexión filosófica y, lo que es más importante o puede que lo mismo, la verdadera vida: la que de verdad se vive porque se siente vivir, la que nos saca del sueño plácido, pero mortal, que antes creíamos vida. Y es que hay una vida inconsciente idéntica a la muerte y otra, la verdadera, en la que nos sentimos vivir, pero también morir: “Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir”, dice Augusto Pérez, nuestro héroe nivolesco. Y es que no es lo mismo estar muerto (lo que es muy posible estar incluso cuando el médico se empeñe en diagnosticar lo contrario) que morirse.

Niebla es, como toda la producción literaria de Unamuno, un experimento filosófico (o, lo que es lo mismo, para él y puede que en sí mismo: vital), destinado tanto a probar los resultados de la reflexión (una reflexión que es cuestionamiento continuo de lo que se piensa y dice) como a enriquecerla, a dar a la reflexión materia sobre la que trabajar. Esta materia es la vida, la vida sentida (consciente). La ficción literaria es, por su parte, la recreación de esa vida; una recreación que nos permite revivirla, experimentarla con todas sus contradicciones y paradojas, tensarla, ponerla a prueba, interrogarla... La filosofía de Unamuno es una “fenomenología narrativa” (y lo entrecomillo por respeto y en homenaje a su creador, que se sentiría estrecho embutido en este traje, como en cualquier otro, y que preferiría con mucho ir desnudo o, a lo sumo, disfrazarse de continuo). Una fenomenología, un análisis descriptivo de lo que le aporta la ficción literaria, que es la mejor vía de acceso a lo que interesa describir, la que ilumina mejor ese objeto en sí paradójico, contradictorio y refractario a la razón lógica que somos cada uno de nosotros y nuestra forma de existencia, de vida.

Ojo, cuidado. El poder y el ruido de los mercaderes editoriales es tal que, como nos descuidemos, consiguen su propósito: ocultar y negar la naturaleza de la verdadera literatura para poder vender como tal lo que no lo es. Así que a lo mejor es necesario recordar y gritar aún más fuerte que ellos que la literatura no es un medio de evasión, ni de la realidad cotidiana, ni de nosotros mismos, ni de nada; no es un entretenimiento, un espectáculo. Menos que nada un espectáculo. Es cierto que nuestro mundo cada vez parece reducirse más y más a un puro espectáculo (hasta el punto de que tendemos a no creernos nada que no veamos en los media o, lo que es lo mismo, a creernos todo lo que se nos cuenta en ellos). Pero semejante mundo virtual nos exige quedar convertidos en meros espectadores: unos seres cuya forma de vida consiste precisamente en no vivir, sino limitarse a contemplar cómo la vida, algo que no nos termina de incumbir demasiado, transcurre ante nuestros ojos.

La literatura es justo lo contrario a un espectáculo, y por eso, precisamente, es una actividad de riesgo vital serio. Su objetivo es hacernos vivir de verdad, no sólo contemplar, la vida (o vidas en plural). Esa vida que no sentíamos vivir (y, por tanto, no vivíamos auténticamente) con la esperanza de llegar a comprenderla un día. La vida que vivimos, la que puede vivirse, la que pudo ser vivida o podría llegar a serlo. La nuestra, la del personaje de ficción, la del autor de la ficción...Y así, confundiéndolo todo (ficción y realidad, criaturas y creadores), “le hace a uno dudar de que exista” y le pone en camino de la verdadera existencia, realidad y vida: la de bulto, la de carne. Y tanto da si es verdadera realidad o ficción, vigilia o sueño: la cuestión es que sean “de carne", la expresión que oyó Unamuno a su hijo y a su nieto, de niños, y que encierra, nos dice, toda una metafísica y una metahistoria.

A ello nos invita Niebla. A despertar del sueño eterno, que no es el que sigue a la vida en la tierra sino la mayor parte de nuestra vida en la tierra, y atrevernos a vivir en la niebla de la confusión de todas esas voces que nos hablan, nos sueñan, nos burlan y nos hacen ser hasta que ya no sepamos si vivimos nosotros o ellos a través nuestro y quién es el más real de todos, quién es más de carne. Más radical que el metodo cartesiano de la duda (sólo teórica), Niebla nos invita a iniciar el camino de la duda existencial.

Unamuno (1925)
Augusto Pérez, don Fulgencio (con la experiencia adquirida en Amor y Pedagogía), Victor Goti (personaje y prologuista rebelde), Antolín S. (Sánchez) Paparrigópulos (el Erudito –seguro que lo reconocéis cuando os lo presente el autor-), don Fermín (el anarquista místico, "pero en teoría, entiéndase bien; en teoría" -otro que quizá os suene-), Unamuno y el mismo Dios, aunque, como acostumbra, éste sea el único que calla. Todos aparecen hechos aquí de la misma materia, de la misma carne, reales y ficticios a la vez. Sólo Orfeo, el perro, pueda quizá permitirse una verdadera vida ajena a esta confusión, aunque su debilidad típicamente canina por ese animal enfermo que es el hombre le expone a un peligroso contagio.

En resumen: una lectura para despertar, a la vida y a la búsqueda de la verdad, y también para disfrutar con el humor y la inteligencia de Unamuno (y sus criaturas). Porque la literatura no es sólo un camino posible hacia la sabiduría, también es esto: puro gozo.

miércoles, 8 de julio de 2015

La dignidad

Por J. Teresa Padilla

No tengo ni idea. Ni de economía, ni de teorías de juegos. Ni idea de quién tiene razón y quién se equivoca. Me temo que ninguno y todos, respectivamente. Lo que sí sé con certeza es que el espectáculo (pues a esto me temo que va a quedar reducido el asunto) es repugnante.

Foto: Daniel Ochoa de Olza (A.P.)
Mientras unos y otros compiten a ver quién mea más lejos o la tiene más larga, mientras a los unos, o a los otros (a saber quién es quién), se les llena la boca hablando de dignidad nacional y orgullo patrio (vengan de quien vengan estas palabras a mí el hedor me resulta igual de insoportable), la realidad es que ancianos y ancianas como nuestros padres o abuelos han debido hacer horas de cola en Grecia para poder disponer de lo que es suyo y de nadie más; de una mísera parte de lo que es suyo. Desde luego, las imágenes no elevan la moral de las tropas, ni mucho menos. En estos casos, cualquier generalucho sabe que el mejor paliativo es buscar un enemigo externo claro sobre el que poder desahogarse a gusto, aunque sólo sea diciéndole que no. Tras este ejercicio de catarsis colectiva, la fiesta está servida y, como en Metrópolis, se celebra por todo lo alto que “el mundo se va al infierno”, que suele ser lo que se termina de verdad celebrando cuando se cree celebrar la resurrección de los pueblos o el advenimiento de un mundo nuevo, feliz y justo. La moderación y el centrismo político, lo reconozco, son aburridos, acomodaticios y tediosamente burgueses, pero las alternativas me resultan, cuando menos, delirantes. Lo sé: soy una jodida escéptica. Sí, una escéptica que sortea como puede, gracias a este escepticismo, la desesperación (la cruz de esa cara que es la fe ciega), porque suele ser ella la que nos lleva a este tipo de bacanales metropolitanas organizadas por las robots Marías.

Foto: Yorgos Karahalis (Bloomberg)
Grecia marcha pues a Bruselas con la cabeza bien alta a mendigar dinero. Bueno, a mendigar ahora no. A exigir una indemnización por el destrozo que Europa ha realizado en ella, porque se ve que es la cuna de la democracia y la filosofía occidentales, pero no ha sido hasta ahora mismo una auténtica democracia responsable de su propio destino. Lo mismo a los miembros de la Comisión Europea les da también por apelar a la dignidad y el orgullo suprapersonales y la lían parda. No va a pasar porque no hay más que verles, con esos trajes y esas discretas cobartas. Son mortalmente aburridos y no hay imaginación capaz de ubicar a Angela Merkel en un botellón sin que corte el rollo. Para decepción de ultraderechistas, los más firmes aliados del actual gobierno griego (aparte, claro está, de ellos mismos y sus análogos europeos), espero que no entren al trapo y no empiecen a cambiar sus alcanforados trajes por camisetas ajustadas para marcar músculo y dignidad. Por el bien de todos, y porque no abundan ahí pedazos de cuerpos como el del Varoufakis ése y, si se plantea en esos términos, la batalla la tienen perdida de antemano.

Hay quien hace residir la dignidad en entelequias como las naciones o los pueblos. Al final, como los conceptos son lo que son, y en realidad no tienen ni dignidad, ni vergüenza ni nada que se les parezca, no queda más remedio que hacer a alguien de carne y hueso representante de esa dignidad de todos en general (y de nadie en particular): el representante de esa nación o pueblo. Curiosamente, los discursos que antropomorfizan conceptos como patria, nación o pueblo terminan siempre, obligados por su propio sinsentido, a encarnarlos de nuevo en alguien bien concreto. Y, claro, si sólo uno detenta legítimamente estos valores (el caudillo de turno), los demás quedan despojados de ellos. Los demás, es decir, las personas que hacen cola en los bancos, pasean por sus calles o se buscan la vida como buenamente pueden.

Yo no tengo ni idea de nada, pero tengo claro que aquí la única dignidad puesta es cuestión y que tiene alguna relevancia es la de estas personas que hacen cola para tener unos euros con los que hacer la compra semanal. Y si tienen como antepasados a Platón o al mismísimo Atila me parece completamente irrelevante. Como me parece irrelevante lo que sus representantes políticos tengan que hacer para devolverles lo que es suyo. Si tienen que mendigar préstamos, que mendiguen; lo que no puede ser es que obliguen a un anciano a mendigar por su propio dinero, en julio y con la que está cayendo. Será que por mis avatares personales recientes estoy muy sensible a estos temas, pero hay cosas que no puedo tragar. La mujer que me trajo al mundo y me cuidó como mejor supo cuando lo necesité, enfermó y apenas es capaz de valerse. Ahora me toca a mí llevarla y traerla del médico, ocuparme de sus tratamientos, arreglarle los papeles, sacarle dinero del banco… Me la imagino en una de esas colas y enfermo. He estado dos años buscando ayuda institucional para ella. Mendigando y llorando a asistentes sociales. No sé si mi dignidad o la suya han sufrido daños en este tiempo porque, sencillamente, no me he parado a pensar en ellas. Tenía cosas más importantes y urgentes que hacer. Porque cuando te importa alguien y quieres ayudarlo, haces lo que sea preciso. Más cuando es tu obligación, como hija o como político. A lo mejor en lugar de lloriquear por ahí (lo que no era una estrategia negociadora, sino algo que no podía sencillamente evitar), debería haberme plantado con una pancarta en una plaza exigiendo esa ayuda. No lo hice. Y no lo hice porque ni tan siquiera tenía tiempo ni fuerzas para pensar si lo que estaba pidiendo era un derecho o una limosna. Sinceramente, me daba igual. Ella necesitaba ayuda porque yo sola no podía ayudarla, y mi único objetivo era encontrarla: donde fuera, de quien fuera, por los motivos que fuera, con la razón o sin ella. Ahora que puedo pararme a pensarlo, creo que mi dignidad no se ha visto afectada en ningún momento. Sólo me avergonzaría si hubiera tenido que aumentar el sufrimiento de mi madre, plantándola en la calle a pleno sol como medida de protesta o presión, para conseguir mi objetivo.

Me enorgullezco de haber conseguido lo poco o mucho que he conseguido. De mis lágrimas y de las suyas. De los funcionarios que por el camino nos consolaron, pudieran o no hacer nada más por nosotras. De mi país, sus instituciones y su gloriosa historia pasada no me enorgullezco ni me dejo de enorgullecer porque no sé que tienen que ver con nosotros ni con este asunto. Cada uno es libre de enorgullecerse de lo que quiera y de entender el mundo como un hooligan, pero no estaría de más que reflexionara un momento si de verdad tiene algún motivo, si vale la pena, si ese orgullo no le está impidiendo ver a los que de verdad importan, a los que construyen y mantienen ese enorme escenario de la Historia que tanto les conmueve. Vamos, si no está enorgulleciéndose y defendiendo la dignidad de una simple y llana mentira.
“La Antigüedad fue un enorme campo de concentración, donde a un esclavo se le marcaba con un hierro candente en la frente y se le crucificaba si intentaba huir. (…) Me acuerdo de cómo me gustaba Platón. Hoy sé que mentía. Porque los objetos sensibles no son el reflejo de ninguna idea, sino el resultado del sudor y la sangre de los hombres. Fuimos nosotros los que construimos las pirámides, los que arrancamos el mármol y las piedras de las calzadas imperiales, fuimos nosotros los que remábamos en las galeras y arrastrábamos arados, mientras ellos escribían diálogos y dramas, justificaban sus intrigas con el poder, luchaban por las fronteras y las democracias. Nosotros éramos escoria y nuestro sufrimiento era real. Ellos eran estetas y mantenían discusiones sobre apariencias.

No hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber una verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor” (Tadeusz Borowski, Nuestro hogar es Auschwitz, p. 59).
Tadeusz Borowski sobrevivió a Auschwitz, pero no a la incomprensión que siguió. Se suicidó en 1951. Tenía 28 años.

lunes, 6 de julio de 2015

Los diarios de un gigante

Diarios (1847-1894); Diarios (1895-1910). Lev Tolstói.

Acantilado: Barcelona, 2002, 2003; 508 pp., 584 pp. 27 y 33 euros.


Por J. Teresa Padilla

El viernes publiqué una entrada sobre los diarios personales en La vida en su tinta. Aquí, en estos Diarios de resistencia, tan mal llamados quizá así, he pensado que podía citar fragmentos de algún auténtico diario a modo de ejemplo y broche final. Y puede que no haya elección mejor que Tolstói, porque los suyos son de los más grandes diarios jamás escritos. Tan grandes como su autor: un gigante, no sólo, ni tan siquiera principalmente, literario, sino moral. De la magnitud y la índole de su grandeza creo incluso que dan mejor testimonio estos diarios que cualquiera de sus monumentales novelas.

No he elegido los textos que reproduzco a continuación siguiendo otro criterio que el de la sinceridad y la honestidad que reflejan al hablar de temas esenciales como la vida, la muerte, la escritura o el sentido de los propios diarios. Me parece que resultan ejemplares no sólo de este género biográfico, sino, como ya he dicho, de la estatura personal de su autor. Espero que estos fragmentos, que a mí me impresionaron especialmente, os animen a acercaros a un hombre (mucho más que un escritor) al que, independientemente del grado en que podáis o no coincidir con él y sus opiniones (muy discutibles algunas), dudo mucho que podáis evitar amar después de leer.

1906

"18 de enero. Yásnaia Poliana. … Hoy pensaba: ¿qué debo hacer yo, un viejo? Ya no tengo fuerzas, mis fuerzas declinan notablemente. Varias veces en la vida he considerado que la muerte estaba cerca. Y, ¡qué tontería!, lo olvidaba, intentaba olvidarlo. ¿Olvidar qué? Que moriré, y que es igual que sea en cinco, diez, veinte o treinta años, la muerte siempre está muy cerca. Ahora, dada mi edad, me parece natural hallarme cerca de la muerte y no hay razón para olvidarlo, ni es posible. ¿Qué puedo hacer yo, un viejo sin fuerzas?, me preguntaba. Y me parecía que no podía hacer nada, que no tenía fuerzas para nada. Pero hoy entendí con enorme lucidez la clara y alegre respuesta. ¿Qué hacer? Ha quedado demostrado que morir. En esto consiste, en esto ha consistido siempre mi quehacer. Y debo llevarlo a cabo de la mejor manera posible: encaminarme bien hacia la muerte y morir bien. Uno tiene frente a sí un quehacer inevitable y maravilloso, y está buscando qué hacer. Esto me produjo una gran alegría. Comienzo a acostumbrarme a mirar la muerte, la aproximación de la muerte no como el final de mi quehacer, sino como el quehacer en sí mismo” (pp. 253s).

10 de marzo. Todo el día me he sentido como embrutecido, triste. Hacia la noche, ese estado se convirtió en emoción, en deseo de afecto, de amor. Tenía ganas, como en la infancia, de estrechar a un ser amado, alguien que me compadeciera, y poder llorar conmovido y que me consolaran. Pero ¿quién es ese ser que podría abrazarme de esa manera? Pienso en todas las personas que amo y ninguna me parece la apropiada. ¿Quién podría estrecharme? Hacerme pequeño y abrazar a mi madre, tal como la imagino.

Sí, sí, mi mamá, a la que nunca llamé así porque entonces no sabía hablar. Sí, ella, para mí la representación más elevada del amor puro, pero no frío, divino, sino terrenal, cálido, maternal. A eso aspiraba mi mejor alma, mi alma cansada. Mamá, acaríciame.

Todo esto es absurdo, pero todo es verdad” (p. 256).

"19 de marzo. Yásnaia Poliana. (...) Pensé en que llevo un diario no para mí, sino para la gente, sobre todo para quienes vivirán cuando yo, físicamente, ya no exista, y que en esto no hay nada malo. Es, pienso, lo que se espera de mí. Bien, pero ¿y si estos diarios se quemaran? ¿Qué pasaría? No sé si estos diarios le serán necesarios a los otros, pero para mí sí son necesarios, ellos son yo mismo" (p. 258).

23 de noviembre. Yásnaia Poliana. (…) Masha [Maria Lvovna, hija de Tolstói, 1871-1906] me preocupa enormemente. La quiero mucho, mucho (…).

Masha está sentada a la derecha de Tolstói
26 de noviembre. Yásnaia Poliana. Hace un momento, a la una de la mañana, murió Masha. Cosa extraña. No sentí terror, ni miedo, ni tuve conciencia de que se estuviera llevando a cabo algo excepcional, ni siquiera sentí pena o dolor. De alguna manera, consideré necesario suscitar en mí un sentimiento particular de tristeza, de ternura, y lo hice, pero en el fondo de mi corazón estaba más sereno que frente a un comportamiento ajeno –ya no digamos uno propio- reprobable, indebido. (…)

29 de noviembre. Yásnaia Poliana. Se la acaban de llevar, la van a enterrar. (…)

28 de diciembre. Yásnaia Poliana. Es extraño que sólo ahora que me encuentro en el umbral de la muerte comience a vivir la vida verdadera (…). Vivo y con frecuencia evoco los últimos momentos de Masha (no quiero llamarla Masha, un nombre tan simple no le va a ese ser que me ha dejado). Está sentada, rodeada de almohadas, y yo tengo entre mis manos su mano fina, su mano amada y siento cómo se va la vida, cómo se va ella. Ese cuarto de hora es uno de los momentos más importantes y más llenos de significado de mi vida” (pp. 274ss).

1910

"14 de abril. (...) He estado releyendo mis libros. No debo escribir más. Creo que en ese campo he hecho todo lo que podía. Pero tengo ganas, tengo unas ganas terribles..." (p. 408s).

"15 de junio... Cada vez soy más consciente de lo inútil que es la escritura, toda, pero en particular la mía. Y no puedo no decirlo..." (p. 421).

Tolstói murió poco después, en noviembre de ese mismo año (1910), durante su célebre fuga: una huida en búsqueda de esa buena muerte que había convertido en su principal misión, porque la verdadera vida era también para él la que se vive muriendo, como decía don Quijote. Murió lejos de Yásnaia Poliana, su refugio y su infierno a la vez, en una cama ajena de una triste estación de tren. Consiguió al fin lo que hasta ese momento no había logrado por completo: renunciar a toda posesión material. Murió y fue enterrado como deseaba: no como ese "fantasma asqueroso y ridículo" (p. 345) que era el Tolstói público con el que no se identificaba, cuyo egoísmo e hipocresía no podía evitar reconocer y despreciar, sino como el niño, el hombre y el anciano que fue, el único que realmente existió. Su sepultura recuerda a las que se da a esos animales que amamos y no tenemos derecho a enterrar como a los hombres, en los lugares sancionados como sagrados. Pero lo verdaderamente sagrado, aquel Dios en que únicamente creía este cristiano excomulgado que fue Tolstói, era el del amor. Un amor que lo abarcaba todo: los demás hombres, los animales, la naturaleza. Un amor que se respira mejor en un bosque que en un cementerio o una iglesia.

Tolstói descansa en medio de un bosque, a la sombra de unos árboles que su hermano y él plantaron de niños, "y su tumba ha llegado a ser la más hermosa, la más impresionante, la más sugestiva del mundo. Un túmulo rectangular en el corazón del bosque, cubierto de flores y plantas verdes; ni losa sepulcral, ni inscripción, ni siquiera el nombre de Tolstói. Como un vagabundo recogido de la calle, como un soldado desconocido, queda enterrado en el anonimato el gran hombre, que más que nadie sufrió por su nombre y por su fama. Cualquiera puede acercarse a su última morada. La frágil cerca está siempre abierta. Sólo el respeto de los hombres, cuya curiosidad suele perturbar la paz eterna de los grandes, hace que reine el silencio en torno a la tumba de León Tolstói. Y aquí es la suprema sencillez la que mantiene alejada la frívola curiosidad y prohíbe hablar alto. El viento susurra entre los árboles sobre la tumba anónima; el sol le prodiga sus cálidos rayos, y en invierno la blanca nieve cubre tiernamente la tierra oscura. En verano y en invierno se podría pasar por aquí sin sospechar que este pequeño montón de tierra alberga los restos mortales de uno de los más grandes hombres de nuestro mundo. Y precisamente este anonimato nos conmueve más hondamente que todo el mármol y todo el fasto imaginable (...). Y una vez más sentimos que nada en este mundo es más monumental que la suprema sencillez. Ni la cripta de Napoleón bajo el arco de mármol en la Iglesia de los Inválidos, ni el sepulcro de Goethe en Panteón de los Príncipes de Weimar, ni el sarcófago de Shakespeare en la abadía de Westminster conmueven a su vista tan íntimamente lo más humano en cada ser humano como esa tumba allí en el bosque, maravillosa por su silencio, enternecedora por su anonimato, sin mensaje ni palabra, y adonde sólo llega el susurrar del viento" (Stefan Zweig, "La tumba más hermosa del mundo" en Viaje a Rusia).

viernes, 3 de julio de 2015

Tres eran tres

Por Marisa Díez

Se está poniendo de moda esto de cruzar el charco. El año pasado fue mi sobrina la que se marchó en busca de una oportunidad profesional que aquí le negaban. Ahora es una amiga la que huye siguiendo a su media naranja en su devenir profesional. Cierto que, aunque situados en el mismo continente, a ambos destinos les separan un montón de kilómetros (a Nueva York fue a parar mi sobrina y a Bogotá lo hará en breve mi amiga), pero en los dos casos se encuentra el océano de por medio, dificultando de manera infinita la posibilidad de mantener un mínimo contacto físico.

Conocí a Sonsoles hace treinta años en las aulas de la Facultad de Periodismo de la Complutense. Recalaba en Madrid desde su Galicia natal, dispuesta a comerse el mundo y, de paso, cualquier medio de comunicación que se pusiera a su alcance. Compartimos los cinco años de carrera y, a partir del segundo, nos convertimos en inseparables. En realidad, éramos tres, eran tres: rubia, castaña y morena; y ésta es una circunstancia rigurosamente cierta. Dedicamos infinitas horas a confidencias varias y risas terapéuticas que nos hacían ver el mundo bajo el prisma de un optimismo tan infundado como ilusionante. Cientos de proyectos que se fueron quedando poco a poco en el aire, empujados por necesidades más urgentes y mundanas que nos obligaron a poner los pies en la tierra y enfrentarnos a una realidad que nada tenía que ver con nuestros sueños. Cada una de nosotras siguió su camino lejos de esas aulas y, salvo incursiones temporales, terminamos enfocando nuestra vida profesional por derroteros muy diferentes a esa carrera universitaria que habíamos elegido con más o menos convicción. Los años se nos fueron pasando sin apenas darnos cuenta, a la velocidad que corren cuando piensas que te queda toda la vida por delante. Y entre excursiones esporádicas, fiestas y juergas variadas, quedadas semanales apurando nuestras cervezas y algún que otro sobresalto de salud con ingreso hospitalario incluido, nos encontramos de repente en esa edad intermedia en la que te sientes bien, sí, pero...

miércoles, 1 de julio de 2015

Midi Z. en Filmoteca Española

Por José María Ruiz del Álamo

En mi entrada anterior vine a escribir que no sabía nada de cine. Realmente el título de la entrada era “No sé nada de cine” y verdad era, y verdad es, que me gusta abocarme a esas profundidades incógnitas, ya que, de vez en cuando, en esas inmersiones el descubrimiento puede ser más que interesante. Circunstancia tal vino a acontecerme el mes pasado, el mes de junio, ante la obra del cineasta taiwanés Midi Z.

Una de las grandes virtudes que posee la Filmoteca es acercar al público filmografías que raramente llegan a las salas de cine comercial, así como aportar nuevos nombres, añadir conocimiento a la historia del cine. Y Midi Z., cineasta taiwanés inédito en las salas cinematográficas españolas, cumple estas dos condiciones. Un nuevo nombre a considerar, un granito de aprendizaje. Tal es mi congratulación que la quiero compartir, más cuando en este mes de julio en el que entramos Filmoteca Española vuelve a proyectar sus películas. Tres películas de Midi Z. que se programan dentro del ciclo “Taiwán en la pantalla: cineastas nómadas en Taiwán”. Dos películas he visto de él, la tercera me coincidió con una película del director indio Guru Dutt, así que intentaré recuperar la ocasión perdida este mes.

Para situar el cine de Midi Z. bien cabría calificarlo de neorrealista. Un cine social interpretado por personas de la calle, un cine que huye de decorados, un cine que proyecta un tinte humanista y posee una mirada pesimista y naturalista… Todo un reflejo, una mostración y demostración de buen hacer, de hacer buen cine.

El cine de Midi Z. nos sitúa ante el hombre de raíz en Bing du/Ice poison (sábado 4 de julio, 19,30), donde la cosecha de la tierra resulta insuficiente, baldía, lo que provoca el peregrinaje en busca de la supervivencia. Cara a cara y de frente se vislumbran el ser y el vivir, la conciencia de la existencia y el núcleo del capitalismo, cuyo fruto de dinero será el crédito al que nos sometamos, por no decir al que nos vendemos. Dos seres que vendrán a encontrarse y se encauzarán hacia una salida sin saber que la realidad resulta siempre testaruda e imposible de driblar. Estamos ante un viaje hacia los surcos que vamos cultivando.

Con Gui lai di rén/Return to Burma (martes 14 de julio, 20,15) Midi Z. escruta el regreso de un obrero de la construcción, en Taipei, a su hogar, en Birmania, para llevar las cenizas de un compañero muerto en la obra. El viaje en sí va ya prefigurando hacia dónde nos abocamos, que, si iniciamos la ruta en un avión, la acabaremos en una moto taxi. Un descenso progresivo a la desesperanza, a la vez que un encuentro con lo que un día dejamos atrás, de cuya mano iremos abriendo los ojos al olvido, a ese páramo de la supervivencia.

La tercera película, la película que me queda por ver, la película que deseo ver, es Qiong ren, liu lian, ma yao, tou du ke/Poor Folk (martes 7 de julio, 18 h.), obra nacida de la historia de la vida, de seres desplazados que luchan por subsistir; un mundo oscuro donde el comercio con el ser humano y la inmisericordia de la prostitución son la moneda de cambio. Desgarro lleva el alma.

El reflejo no nos resulta lejano, que bien extrapolable podría dibujarse (ese Taiwán, esta España, esa Birmania): un mundo que nos desahucia, un recorrido de emigración. Un futuro nada prometedor. Un cine, en definitiva, valiente. De todo punto es recomendable visionar el cine de Midi Z.

Su cine esconde la cámara dando prioridad a los personajes y al paisaje en el que se asientan, ya sea éste un karaoke, un mercadillo, una casa o una estación de autobuses. Por momentos el personaje se confunde con su entorno. La mentira del cine alcanza aquí una pequeña porción de verdad, de honestidad. No creo que se pueda pedir más.