viernes, 26 de junio de 2015

"Siempre habrá un poeta para salvarme"

Foto: IMSERSO
"Si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado” (Ana María Matute. Discurso de aceptación del Premio Cervantes, 2011).

Por J. Teresa Padilla

Hace un año que murió Ana María Matute y poco días después la escritora mexicana Elena Poniatowska publicó un artículo recordando su primer encuentro con ella en El Escorial y varias frases suyas, entre otras, la que da título a mi entrada de hoy y a su propio artículo de hace casi un año.

Sabido es que esta mujer bella, de rostro dulce y sonrisa discreta, pero franca y aparentemente indeleble, sufrió mucho y por muy diferentes motivos. Por esos por los que todo el mundo comprende que sufras, sancionando como normal y lógico tu sufrimiento y acompañándote en él (qué apropiados son los modismos a veces), y por aquellos que difícilmente puedes compartir (que apenas tú conoces bien) y que, por ello, provocan un dolor que va siempre asociado e intensificado por la soledad y la extrañeza.

De este último tipo debió ser el que la llevó a no escribir durante años y años. Desde mediados de los setenta hasta Olvidado rey Gudú (1996). No escribir que en su caso era literalmente un no vivir, un morir en vida, pues, “escribir para mí no es una profesión, ni siquiera una vocación. Es una manera de estar en el mundo, de ser, no se puede hacer otra cosa. Se es escritor. Bueno o malo, ya es otra cuestión” (El País).

Ana María Matute murió hace un año, y murió escribiendo (Demonios familiares), luego realmente murió, porque sólo los vivos pueden morir realmente y hacer, quizá, de la muerte parte de su vida, de su obra, que es a lo más que se puede aspirar.

La vida es nuestra obra, un producto de nuestra creación e invención. De nuestra locura. “Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida”. Así comenzaba El Quijote de Ana María Matute, el que no llegó a escribir porque ya estaba escrito y ella sí tenía una vida que crear, una obra propia que escribir. Fue el homenaje que rindió al hombre que nos enseñó lo que era la vida cuando, en 2011, recibió el premio que, por esta razón por encima de cualquier otra, lleva el nombre de su creador, el premio literario más importante en lengua castellana. Porque la literatura es vida.

La vida es invención, imaginación, magia. No sólo literaria, pero sobre todo debe ser literaria cuando se nos dice que al principio fue la palabra y el poeta es etimológicamente el creador por excelencia, el que lleva el no-ser al ser. Nos creó un poeta, vivir en primera persona nos obliga a convertirnos en uno para continuar esta creación y, cuando no tengamos fuerza para hacerlo, bueno será recordar que siempre habrá un poeta (o un loco, o un Quijote) que nos salve, un “faro salvador” en la tormenta.

Yo hoy le dedico éste a Ana María Matute, aunque ya no necesite faros, aunque el faro sea ahora ella.


Vida

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito “¡Todo!", y el eco dice "¡Nada!".
Grito "¡Nada!", y el eco dice "¡Todo!".
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

José Hierro. En Cuaderno de Nueva York (1998).

2 comentarios:

  1. Tengo en casa desde hace años ese Olvidado Rey Gudú, en esa misma edición que has utilizado para ilustrar la entrada, pendiente de lectura. Me lo regaló mi padre hace años, pero es tan gordo que nunca encuentro el momento propicio para empezarlo. Prometo enmendarme en breve.

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  2. Era el libro preferido de su autora, no sé si por su valor intrínseco o porque supuso su vuelta a la literatura (y la vida). Yo lo leí hace mucho tiempo, en un ejemplar prestado, y aunque apenas lo recuerdo (tengo una memoria de pez) sí sé que nada tiene que ver con esa literatura que se llama de género fantástico, menos aún con la ficción histórica. Todo era mágico, visiblemente inventado y, sin embargo, veraz, porque se hablaba de personas (no personajes), de sus emociones, de sus vidas. En fin, que era y es una estupenda demostración de eso que ella creía (con razón): que la vida es invención y sólo así es verdadera. Atrévete sin miedo, porque se lee sola, te absorbe. ¡Qué buen gusto tenía tu padre!

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