miércoles, 24 de junio de 2015

Punto de encuentro

Por J. Teresa Padilla

No sé si os acordáis de los tests de inteligencia que nos hacían en el colegio. Ahora que lo pienso no sé si se hacían en todos los colegios (no recuerdo los de mis hermanos). En el mío, sí. Se trataba (y trata, porque desgraciadamente aún existen) de unos ingenios destinados a demostrarte que, en el mejor de los casos, estabas instalada en la más gris mediocridad o, en el peor, por debajo en algunas capacidades de la media. Supuestamente también debería haber personas que destacaran de forma incuestionable (los superdotados), pero yo no conocí a ninguna. Bien porque no las hubiera en mi clase, bien porque se avergonzaran de tal hecho, es decir, porque coincidieran en que la posibilidad más deseable era que el test confirmara que eras más o menos como todo el mundo. Habría, quizás, una tercera posibilidad: que a los superdotados les aburrieran estos tests de forma que fueran incapaces de hacerlos bien. Esta hipótesis, aunque a lo mejor menos plausible que las anteriores, ofrece la nada desdeñable ventaja de permitirte considerar posible que precisamente tú fueras uno de esos superdotados. La verdad es que estos endemoniados tests darían para varios artículos (serios y humorísticos), pero de momento lo dejo aquí, que quería hablaros de otra cosa.

M.C. Escher. Relatividad (1953)
Recuerdo que mi inteligencia estaba, según estos tests, más o menos en la media (lo que, si quieres, te puede servir de motivo y justificación para no intentar nada en la vida fuera de lo común, como efectivamente ha sido), con una excepción llamativa: la inteligencia espacial. Al parecer ésta estaba clara y vegonzosamente por debajo de la de mis congéneres. No era especialmente buena en nada, pero estaba claro que tenía el privilegio de destacar, aunque fuera negativamente, en algo. Los expertos encargados de analizar dichos tests aconsejaban, a la vista de mis resultados, que orientara mi preparación futura hacia ocupaciones que no exigieran esas habilidades de comprensión y orientación espacial que poseía en tan exigua medida. Quién sabe si con tal consejo no perdió el mundo una gran arquitecta o una solicitada diseñadora de interiores. Lo que a cambio ha ganado no está pero nada claro.

Aunque con ello no pretendo dar el más mínimo crédito a los resultados de estos tests, lo cierto es que debo reconocer que la relación entre el espacio y yo ha sido siempre algo conflictiva. De hecho, tenía hasta un sueño recurrente protagonizado por él. En este sueño, pesadilla más bien, que recuerdo con detalle por la frecuencia con la que lo tenía, el espacio hacía el papel del monstruo. Era tan sencillo como aterrador: me encontraba en la plaza de Colón de Madrid y tenía que cruzarla hacia la calle Génova. Para los que no conozcáis la zona el obstáculo a superar consiste básicamente en una enorme calzada en la que confluyen el paseo de Recoletos y la Castellana, con no sé cuántos, pero muchos, carriles en cada dirección en los que los automóviles, además de seguir en línea recta, tienen la oportunidad de girar en todas direcciones. Y apurando, si no rebasando, los límites de velocidad, pues en Madrid hay una regla no escrita que estipula que hay lugares en los que el civismo obliga a ignorarlos, porque quien los puso no fue consciente del atasco que se formaría en caso de cumplimiento estricto. Pues bien, yo en mi sueño intentaba cruzar tan vertiginoso abismo y no llegaba a tiempo nunca a la salvadora acera de enfrente: en parte por la dificultad objetiva, pero sobre todo porque el espacio se inclinaba poniéndome la hazaña literalmente cuesta arriba. Muy cuesta arriba. Tan cuesta arriba como fuera necesario para impedirme llegar, aunque fuera a rastras.
Habrá aficionados a interpretar los sueños que lo tengan claro: agorafobia. Si mi opinión cuenta algo en este asunto les contestaría que para nada. No es miedo lo que me dan los espacios, por lo menos los abiertos (los cerrados, tendría que pensarlo). Se trata, más bien, de la conciencia clarísima que tengo de que cualquier batalla contra ellos es una batalla que estoy destinada a perder. Claro, que también es verdad que esto da un poco de miedo.

No me oriento bien por las calles, ni por las desconocidas ni, lo que es peor, tampoco por las conocidas, que recorro sin perderme mientras que no piense por dónde voy, mientras las recorra inconscientemente. De hecho no es raro que, como una autómata, termine dirigiéndome a un sitio cuando pretendía ir a otro, simplemente porque éste sea menos habitual; y no hace falta decir que ensayar caminos alternativos puede convertirse en una aventura desternillante que sólo intento cuando llevo a mi perra, en cuya inteligencia espacial confío infinitamente más que en la mía. Basta con que alguien me pregunte cómo llegar a algún sitio, por familiar que me sea, y me obligue a tomar conciencia del espacio a recorrer, para quedar como una perfecta imbécil, pues tiendo a indicarle el trayecto que yo hago para llegar, que por lo general suele ser un trayecto que parte desde un sitio distinto a aquel en que me hallo, y que termina obligando a estos inocentes interrogadores a realizar unos rodeos innecesarios. Eso si somos capaces de entendernos sobre la dirección en que se suben o bajan las calles. Cuando se plantea la necesidad de ir a un sitio nuevo, tengo, entonces, que prepararme concienzudamente: consultar el callejero (ahora el Google Maps) y elaborar un mapa. Aún así, casi siempre, llegado el momento, necesito pedir ayuda a otra prsona: la confirmación por su parte de a qué corresponde la derecha o la izquierda, el este o el oeste del mapa en la realidad espacial que estamos compartiendo. Sólo ella termina haciendo el laberinto inteligible.

Todo esto parece una tontería, un mera anécdota personal, y, sin embargo, no puedo evitar darle un significado más “trascendente”, por llamarlo de algún modo, aunque no sé si es el término justo. Este significado lo he descubierto o entendido por primera vez leyendo Dora Bruder, la novela de Modiano que reseñé el lunes y se resiste a dejar paso a otras lecturas, que la tengo rondándome y murmurándome cosas de continuo. La novela comienza con una descripción detallada y precisa hasta la obsesión, calle por calle, número por número, del recorrido que el autor hace por la zona de París que Dora Bruder y él compartieron en diferentes épocas. Dados mis antecedentes, adivinaréis que estuviera a punto siempre de perderme. No sé si a pesar o precisamente a causa de los detalles que deberían garantizar una orientación segura. Empecé a pensar en mi deficiente inteligencia espacial y a considerar que no iba a entenderme con Modiano, que no podía estar más lejos de un autor, capaz de referir así sus itinerarios, con semejante exactitud y rigor. Pensaba en las etiquetas que nos ponen tests estúpidos que nos hacen sentir aún más estúpidos de lo que podamos ser cuando tuvo lugar el milagro. Y es que Modiano narra con su habitual meticulosidad su visita al hospital donde estaba ingresado su padre, un padre al que no veía hacía muchísimo tiempo y al que nunca más volvería a ver por la sencilla razón de que, a pesar de todas las indicaciones y señales, fue incapaz de encontrar su habitación. Era mi pesadilla convertida en realidad.

Otro que, como yo, no da la talla en comprensión espacial, que no se orienta en los laberintos cotidianos por más preparado que vaya. No da la talla en esta modalidad de comprensión, pero sí en otra, que a saber cómo hay que llamar y qué test mide. Porque es cierto que tendemos a aferranos y buscar orientación y seguridad en cosas que no se nos parecen en nada, como el espacio: inmutable, firme, sin secretos ni ambigüedades. Eterno, o atemporal más bien. Tendemos a ello cuando, en realidad, sólo podemos encontrar algo similar a una orientación y una seguridad en otros seres tan frágiles, mudables, inestables, impredecibles, complejos y mortales como nosotros. En el espacio todos terminamos por perdernos (con mayor o menor facilidad), pero nunca nos encontramos de verdad en él. Nos encontramos en otro "sitio", imposible de señalar en un mapa: en los otros (en su recuerdo, en su mirada o en sus palabras). En el fondo, lo que da miedo nunca es el espacio, sino su silencio, su soledad, su olvido.

2 comentarios:

  1. Lo que te daba miedo no era cruzar todos los carriles de la Castellana o de Recoletos. Lo que te aterraba era dirigirte a la calle Génova, tú sabrás por qué. Algo intuirías...

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  2. ¡Quién sabe!, aunque entonces terminaría convertido en una pesadilla premonitoria, porque el sueño data, como una misma, de tiempos preconstitucionales. Eso sin contar con que me obligaría a rehacer el artículo. Yo creo que a donde queria ir en realidad era al Museo de Cera, que es poco más o menos tan aterrador.

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