lunes, 15 de junio de 2015

Metrópolis (1927), de Fritz Lang

Por J. Teresa Padilla

A ver si vais a pensar que mientras mis colaboradores se desgañitan coreando en mística comunión con Serrat las letras de las canciones de su vida o asisten a maratones cinematográficos de lo más exóticos, servidora permanece enclaustrada dedicada en exclusiva a sus arduas investigaciones ortográficas o a dar una expresión adecuada a su perplejidad y escándalo ante algún reciente acto de vandalismo cultural. No, yo también salgo a la calle por motivos estrictamente lúdicos, que lo sepáis. Muy de cuando en cuando, pero lo hago. Me despido a la francesa de mis retoños (“au revoir, ahí tenéis la cena. No me esperéis” –ni mi francés ni el suyo dan para más-) y salgo por la puerta a recordar cuando era joven y no tenía obligaciones tan ruidosas como ellos. No sé si será esto muy legal, pero justo es decir que mis niños aplauden con entusiasmo estas salidas mías que, por lo que contemplo a mi vuelta, interpretan como una tácita autorización para incumplir todas esas normas básicas de convivencia que llevo desde su nacimiento intentando inculcarles; sin demasiado éxito, todo hay que decirlo. O sea, que mi pecado, lo sea verdaderamente o no, tiene desde luego una penitencia segura, razón por la que me doy por absuelta y perdonada antes de cometerlo.

En la última de estas escapadas acudí a la Sala Berlanga para asistir a la proyección de Metrópolis, de Fritz Lang, que se emitía dentro de un ciclo que dedicaban a la ciudad y el cine. No la había visto nunca, aunque todos creo que tenemos grabados en la memoria fotogramas de estas películas que podríamos llamar fundacionales. Estas imágenes, llenas de misterio y magnetismo, son indelebles y terminan arrastrándote a las salas (la pantalla del televisor no les hace justicia) en cuanto se presenta la ocasión, aunque personalmente lo haga con miedo: temo perder algo, salir decepcionada, porque las imágenes sueltas que almaceno en la memoria (de Metrópolis, de Nosferatu y de tantas otras películas mudas) despiertan muchas y muy altas expectativas en mí.


Con todo, allí estaba, junto a un puñado de personas todavía mayores que yo, dispuesta a pasar más de dos horas sentada en esa estrecha fila de butacas (ya podían pensar los diseñadores de las mismas alguna vez en las buenas mozas de interminables piernas como una servidora) y sin sustituto nicotínico alguno.

No eché de menos la nicotina y apenas sentí necesidad de estirar las piernas (y eso que mis extremidades inferiores son aún más inquietas que largas), dos señales inequívocas en una cinéfila de pacotilla como yo de que la película es, efectivamente, muy buena. Claro que, aunque mi cuerpo me decía esto, mi cabeza me preguntaba cómo era posible. Nunca mejor dicho esto de hablar de cabezas y cuerpos, porque la película (su guión, debería decir) es todo un panegírico pedagógico a favor de las sociedades orgánicas.

Los de mi quinta, que, aunque niños, tuvimos oportunidad de vivir en una democracia autodenominada orgánica, sabrán de qué hablo. Los demás, si es que me leen (nunca se sabe), necesitarán alguna otra aclaración; o no, porque la cosa es bien sencilla: la igualdad como tal no es ni necesaria ni deseable, porque cada uno en su sitio y haciendo lo que le corresponde (qué corresponde a quién y por qué ya es algo más complejo de determinar y sin duda puede dar lugar a un intenso y conflictivo debate) contribuye a mantener en sano funcionamiento una sociedad piramidal, cuyo éxito (léase: armonía) depende en gran medida de una adecuada comunicación entre el vértice (la cabeza pensante) y la base (las masas trabajadoras destinadas a ejecutar las acciones de la manera más eficiente posible, es decir: sin pensar, que esto requiere su tiempo). El papel de los estratos intermedios (religiosos, funcionarios medios, profesores…) es fundamental para garantizar esta armonía entre la cabeza y las “manos”. Ellos son el “corazón”, los encargados de engatusar a la base operativa (pues convencer propiamente no pueden sin entrar en contradicción y animarles a pensar) para que siga operando según las directrices celestes con la mejor de las disposiciones. En fin, un panegírico en toda regla de los totalitarismos y, desgraciadamente, también de nuestra sociedad liberal de consumo, que es en lo que se ha convertido el ideal democrático.

Supongo que, como la película es alemana, se consideró preciso que la moraleja en cuestión (“el mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón”) tuviera que especificarse y repetirse claramente tanto al inicio como al final de la película, no fuera que no hubiera quedado suficientemente clara. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Qué tengo yo contra los alemanes? Así, personalmente, nada, aunque debo reconocer que tendemos a sobrestimarlos tanto como ellos nos subestiman en cuanto especímenes característicamente mediterráneos, y hay que aprovechar las pocas oportunidades que se nos brindan para restablecer cierto equilibrio. Mi afición a la literatura centroeuropea de entreguerras me ha demostrado que la famosa educación prusiana en la devoción por el orden, la claridad normativa y la idolatría por la autoridad es responsable en la misma medida de la fiabilidad asociada indefectiblemente a cualquier artefacto de marca alemana como de la conversión del asesinato en masa de un determinado grupo de población en un mero problema de eficacia estrictamente técnica e industrial. O sea, que puede que a ellos les haya convertido en trabajadores más productivos que no están pendientes, como nosotros, de que el encargado salga por la puerta para poder tomarse un descanso y fumarse un “piti” o charlar con el vecino, pero también más tontos, por la costumbre de no pensar ni siquiera en la forma de escaquearse. Otra explicación a la insistencia en el lema de la película no se me ocurre, la verdad. Y si ésta es la razón de que ellos salgan mejor parados que nosotros en los exámenes PISA, casi prefiero que sigamos aquí, en la zona mediterránea, con la cabeza a pájaros.

Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda. La cuestión es que el argumento de la película es para llorar y salir corriendo, pero aún así es imposible hacerlo. Por fin he entendido algo que creía saber desde siempre. Una cree saber muchas cosas hasta el día en que las descubre y se da cuenta de que, ahora sí, las entiende (ahora, no cuando creía saberlas y sólo hablaba, en realidad, de oídas). La verdad que Metrópolis ha logrado revelarme en toda su claridad es la existencia de eso que se llama un “lenguaje” pura y estrictamente cinematográfico. Porque el guión de Thea von Harbou cuenta una cosa y la película… La película puede que cuente otra o muchas otras, pero sobre todo te hipnotiza y hace que olvides incluso la necesidad de tener una historia que contarte. Sales fascinada, borracha de imágenes en movimiento.
¿El argumento? Yo vi revelarse la realidad que la historia alemana poco tiempo después iba a confirmar y que el guión de Thea von Harbou oculta: a hombres realizando un trabajo sin sentido (para ellos y para cualquier “cerebro”) incapaces de contemplar otra alternativa a la deseperación o la violencia aniquiladora que el milagro del advenimiento de un mesías; y a la minoría supuestamente poseedora de ese sentido embriagada de su propio poder, pero igual de ciega y esclava de sus pasiones.

“¡Contemplemos cómo el mundo se va al infierno!”, exclama el robot María, enviado por su creador (puede que el único con cerebro, manos y corazón en esta historia, aunque lo ha perdido todo y está enfermo de soledad), precisamente con esta misión. Y todos se unen a su fiesta. El guión de la entonces esposa de Fritz Lang la hace fracasar y consigue que sea castigada y destruida. La realidad, sin embargo, impuso el Apocalipsis, el único final lógico a tanto sinsentido. Y es que no hay corazón que pueda insuflar algo de vida a un cuerpo descerebrado.

2 comentarios:

  1. ¿Por qué no reformular "Metrópolis" como un peplum? Es decir, estamos ante un pueblo esclavizado que viaja a las catacumbas para oír la palabra esperanzadora de la llegada del mesías, mientras son espiados por los "romanos". También tenemos a una virgen María iluminada por un halo, y aparece hasta Salomé con su danza de los siete velos pidiendo la cabeza del mundo. La figura de Cristo crucificado es palpable, quizá hasta la abertura de las aguas del Nilo y un becerro de oro al que adorar. La historia se repite en el futuro, no hemos aprendido del pasado, no hemos aprendido de la Gran Guerra, a un paso estamos de la II Guerra Mundial. ¿"Metrópolis" es una obra religiosa? ¿Es una obra política? ¿Es una obra de ciencia-ficción? Es todo eso y un peplum, una película de romanos. Y, como último apunte, recordar que el gran creador de ese mundo, el gran cerebro, lleva por nombre Joh (¿Jehová?).

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    1. ¿También un peplum? Pues, sin que sirva de precedente, puede que hasta tengas razón...

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