miércoles, 10 de junio de 2015

La primera impresión / El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Algunas ediciones:

-Ed. Florencio Sevilla. Alianza (dos volúmenes), 2014. 880 + 848 pp. (14,90 c/u).
-Ed. John Jay Allen. Cátedra (dos volúmenes), 2005. 688 + 656 pp. (10,30 c/u).
-Ed. Francisco Rico. Alfaguara, 2013. E-book (8,99)/Edición especial centenario: Real Academia Española-Espasa-Círculo de Lectores, 2015. 2795 pp. (59,90).
-Ed. Alberto Blecua. Espasa-Calpe, 2007. 1560 pp. (15,95).
-Ed. Martín de Riquer. Juventud, 1100 pp. (14 euros).
-Ed. Luis Andrés Murillo. Castalia (dos volúmenes). 624 + 616 pp. (9,5 c/u).
-Y mi antigualla: la trigésimo primera edición de 1983 de la de 1940 de la colección Austral. 680 pp. (3 euros en librería de viejo).


Por J. Teresa Padilla

No pensaba hacer una reseña de El Quijote. El objetivo de una reseña es, sobre todo, dar a conocer a los demás algo que has leído y en lo que quizás ellos no han reparado. Lo normal es hacerla para animarles a leerlo. Alguna vez, aunque muy raramente, para disuadirles.

Por esta razón ni se me había ocurrido hacer una reseña de El Quijote, aun habiendo sido una de mis lecturas más recientes: todo el mundo lo conoce ya. Todo el mundo sabe que es una lectura imprescindible. Todo el mundo tiene claro (aunque quizás no todos terminen de creerlo íntimamente y por eso no lo hayan leído aún) que es, ella sí, una obra maestra.

No pensaba hacer una reseña de El Quijote y no creo que esto que voy a escribir hoy en el fondo lo sea. Sólo voy a compartir mi “primera impresión”, esa que nos hacemos de alguien (con los libros nos relacionamos como con las personas) cuando establecemos un primer contacto con él: no podemos decir nunca que lo conozcamos de verdad, pero sí nos hacemos una idea, no muy definida aunque tampoco por ello necesariamente confusa, de cómo es. De quién es. Nos hacemos una “imagen” creada al modo de una pintura impresionista, a base de trazos en sí mismos imprecisos, pero que, muchas veces, pueden dar lugar a un retrato más fiel al original que la representación más hiperrealista.

No tengo, sin embargo, la más mínima pretensión de llegar aquí a tanto: El Quijote es un cuadro demasiado rico y amplio. Por eso, cuando lo terminas de leer, nada más cerrarlo, ya sientes la tentación inmediata de volverlo a empezar. Porque durante su lectura se te ha hecho evidente la sensación de no dar abasto. La lengua, tu lengua, fluye con una fuerza, una riqueza y una facilidad que resultan difícilmente concebibles. Cuando pruebas a leer en voz alta y despacio algún pasaje que te ha resultado ininteligible, de pronto lo ves cobrando sentido. Es, a la vez, el castellano más sencillo y el más difícil. Es, a la vez, un castellano remoto, antiguo, y muy cercano, porque sigue resultándote hoy popular, íntimo, "casero". Te da la impresión de que, si lo estudiaras a fondo, aprenderías más gramática en él que en ninguna facultad; de que, si lograras hacerlo tuyo, aprenderías de una vez a escribir. Entiendes, por fin, que sólo por esta obra se pudo considerar al suyo el Siglo de Oro de la literatura en lengua castellana.
Lo cierto es que, aunque fuera únicamente por vivir esta experiencia, nadie debería renunciar a él. Por desgracia, con Teresa de Jesús sólo comparto el nombre y no me siento capaz de describirla mejor. Sólo puedo decir, aunque sé que probablemente suene ridículo o exagerado, que se parece mucho a ese tipo de vivencias místicas que tan bien sabía ella relatarnos. Simplemente, te enamoras de tu lengua. Una experiencia que necesariamente se perderá o debilitará enormemente en la mejor de las adaptaciones o traducciones. Afortunadamente, ningún lector hispanohablante adulto las necesita (digan lo que digan por ahí algunos con el único fin de crear una nueva necesidad de consumo que les proporcione un beneficio económico).

Mi falta de talento y destreza literaria me obliga, sin embargo, a centrarme en otro tipo de primera impresión, menos fuerte quizá que ésta que he mencionado, aunque no menos importante, en realidad, porque, al menos para mí, puede explicar en parte por qué don Quijote es un icono universal, una figura tan fascinante para un español o un mexicano como para un francés, un alemán o un ruso. Tan fascinante que forma parte de su subconsciente cultural tanto como del nuestro.

No sé muy bien como darle una expresión adecuada, pero probaré ésta. Una cierra el libro y se pregunta: ¿qué he leído? Inmediatamente piensa en lo que el autor le ha dicho que ha escrito. Así que se imagina al bueno de don Miguel sentado con su pluma de ave en la mano buena y dispuesto a escribir un sátira que ridiculice lo que, en su época, me imagino que sería el equivalente a nuestros bestsellers: los libros de caballerías. Para este fin crea su personaje protagonista: un hidalgo castellano al que la lectura de estas obras enloquece hasta el punto de considerarlas crónicas fieles a la realidad. No sólo se las toma a pie juntillas, sino que decide dar un giro a su vida y armarse él mismo caballero, hacerlas aún más reales en sí mismo, convertirse en protagonista de una de estas historias: la suya. Constituido don Quijote así en la personificación de la literatura de caballerías, Cervantes se lanza a ponerlo en las situaciones más ridículas y cómicas con el fin de hacer en su persona la mofa que se merece en su opinión este género libresco.

Sin embargo, algo no termina de salir bien. O, mejor dicho (porque no sale bien, sino aún mejor), algo no termina de salir según lo previsto. El primero en darse cuenta es el propio autor: los dichos y hechos de don Quijote son ridículos y mueven a la risa, pero entre una sonrisa y otra se va abriendo paso un sentimiento que no se sabe muy bien si es de admiración o de hechizo, de encantamiento. El autor se da cuenta y somete el fenómeno a un cruel experimento de verificación, haciendo a su protagonista víctima de cada vez mayores humillaciones y mofas (tan despiadadas que a veces el lector tiende a decir: ¡basta!). Pero el sujeto del experimento supera la prueba. Queda claro que el payaso o bufón en que debía haberse convertido el “héroe caballeresco” en esta sátira se ha ido erigiendo poco a poco, y aparentemente por sí mismo, en un auténtico héroe, aunque de un género muy diferente. Ya no es el héroe caballeresco, es el héroe de un tiempo nuevo (entonces) que sigue siendo el nuestro. No es el héroe medieval ni el clásico, es un héroe moderno, tragicómico, imperfecto. Un héroe destinado al fracaso que hace de este fracaso, el de hacerse a sí mismo, el de llegar a ser quien es verdaderamente (quien quiere ser), su deber, su destino, su locura.

Locura porque su misión le aparta automáticamente de la sensatez (también, y tan bien, llamada discreción), que en realidad no es otra cosa que el consenso y la adaptación al medio, y le deja expuesto a la burla, a la condena social, a la soledad en suma. Burla y condena defensivas, tras las que se parapetan condes, barberos, bachilleres… Se parapetan para no ver o entender lo que no quieren ni ver ni entender: que don Quijote se ha atrevido a hacer lo que todos ellos deberían y no hacen por miedo. Miedo al ridículo, que no es sino otra forma de miedo a la soledad, y miedo al fracaso.

Don Quijote no teme al fracaso. Bien sabe que “todo es morir, y acabóse la obra”; y, por eso, ser “vencedor de sí mismo”, de los propios miedos y frenos, “es el mayor vencimiento que desear se puede”. Ni teme el ridículo, que bien sabe dice más y peor del que lo señala con el dedo que del que lo hace: “Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir, si place al Altísimo. (…) Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, Duque y Duquesa excelentes”.

Don Quijote no teme la soledad, aunque no está realmente solo. El analfabeto, el presuntamente necio de Sancho Panza, sabe quién es realmente y, a diferencia de nosotros y de barberos, bachilleres y curas, se atreve a reconocerlo. Sancho, que supuestamente cree en él sólo por su falta de “sal” en la mollera y su extravagante ambición (de esto se nos intenta convencer), es muy consciente de que el “mentecato” de su amo, como lo llega a llamar, “tiene más de loco que de caballero” y, aún así (o, más bien, justo por ello), puede hacer profesión de su fe en él y declarar: “He de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo”. O, lo que viene a ser lo mismo: "Sancho nací, y Sancho pienso morir". Ese bueno y simple de Sancho muy capaz de encararse con el condescendiente barbero, cuya cobardía intuye, cuando le sugiere que don Quijote le ha sorbido el seso: "Yo no estoy preñado de nadie (...), y no debo nada a nadie (...). Cada uno es hijo de sus obras (...), que todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo Dios sabe la verdad; y quédese aquí porque es peor meneallo". El que no cambia sus "esperanzas por el mejor título de España". Ese del que don Quijote ha de terminar reconociendo “que, a lo que parece, no estás tú más cuerdo que yo”. Y tanto, porque es muy posible que Sancho sea mejor alumno que el profesor.

Don Quijote aparentemente se rinde: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”. Recobra la cordura y muere, porque, como sabía Sancho, que lo quería como a las "telas de su corazón", su locura era él: don Quijote de la Mancha no era otro que Alonso Quijano el Bueno, aquel en quien él creía "sabiendo quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento". Don Quijote se arrepiente; pide que se le perdone y se le restituya la estimación de antaño. Pero para entonces todos, bachilleres, curas y barberos, ya saben lo que Sancho ha sabido siempre y ahora le recuerda al Caballero de la Triste Figura: que su locura es su cordura, es él, y que lo que ahora hace renunciando a sí mismo al renunciar a ella es “la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida (...), dejarse morir”.

Sancho es la memoria de don Quijote. Lo mantiene vivo cuando él desfallece. Cervantes deja morir a don Quijote, el "loco", aunque su muerte se lleva también necesariamente a Alonso Quijano, el "Bueno", el "discreto". Quizás para evitar otros Quijotes falsos y apócrifos. Quizás para imponer, cuando menos al final, su voluntad creadora inicial. O puede que para confirmarnos la identidad de ambos y subrayar el fracaso al que estaba destinado ("yo, Sancho, nací para vivir muriendo"). Quién sabe. Pero Sancho vive, siempre ha sabido lo esencial y tampoco teme ni el fracaso ni el ridículo. La caballería quijotesca devenida, como su fundador quería, en religión tiene en él y otros tan "simples" como él sus particulares santos. Porque ellos, los Sanchos, han entendido y entienden desde siempre mejor a don Quijote que los bachilleres. Mal que les pese.

1 comentario:

  1. ací para vivir muriendo"). Quién sabe. Pero Sancho vive, siempre ha sabido lo esencial y tampoco teme ni el fracaso ni el ridículo. La caballería quijotesca devenida, como su fundador quería, en religión tiene en él y otros tan "simples" como él https://symcdata.info/las-reformas-borbonicas/

    ResponderEliminar