lunes, 29 de junio de 2015

¡Cómo mola!

Por J. Teresa Padilla

Leía el otro día un artículo de Elvira Lindo sobre adolescentes inmaduros y políticos recientemente estrellados por su inmadurez (ella es así de buena persona) cuando aludía a que ha llegado a esa edad en que las mujeres “nos volvemos valientes y con la autoridad que da la experiencia somos capaces de ponerle la mano en el hombro a un cretino y soltarle, ¿tú eres tonto, chaval?”. Se supone, pues, que antes de llegar a esta edad nos callábamos. Por cobardía o por falta de experiencia.

Como diría un amigo mío (aunque él lo dice con voz más grave e impresiona más): Disiento. Y mira que me jode disentir de la opinión de Elvira Lindo, porque alguien capaz de crear personajes como el Orejones, el abuelo de Manolito Gafotas y el propio Manolito tiene (y lo digo sin sombra de ironía) mi más profunda y sincera admiración y respeto. Pero no me queda más remedio. No estoy de acuerdo. Mejor dicho, estoy de acuerdo en el hecho en sí, pero no en las causas del mismo. O sea, que sí, hay una edad en que las mujeres decimos cosas que antes nos callábamos, pero mi experiencia me dice (pues, si no estoy justo en esa edad, me queda medio telediario) que no es por valentía ni porque seamos más sabias y experimentadas. Para mí, la que tiene la clave de este asunto es la madre de una amiga, ya en la edad que sigue a ésta en la que más o menos nos encontramos Elvira Lindo, mi amiga y yo, en suma, esa edad en la que, o se chochea o se posee una lucidez casi centenaria: la razón de esta repentina locuacidad algo impertinente es “que nos cuelga todo” (o nos empieza a colgar todo).

Sí, las mujeres parecemos vivir en un determinado momento (entre los 40 y los 60 años, más o menos) una especie de segunda “adolescencia”. Lo entrecomillo porque, en realidad, lo único que tiene en común esta segunda adolescencia con la primera es su carácter respondón. Porque ya os advierto que no creo en explicaciones hormonales de la conducta femenina, así que no busquéis coincidencias adicionales por ese camino. No creo, primero y sobre todo, por esa cosa tan española según Unamuno que es la gana (la gana que no me da) y, segundo, porque esta explicación forma, a mi modo de ver, parte de una conjura varonil para reducirnos a pura fisiología. Y, sin pretender entrar en debates teológicos ni filosóficos, si alguno de los dos sexos tiene un alma, o como quiera llamarse, independiente de su cuerpo, un observador imparcial de sus respectivos comportamientos no tendría más remedio que concluir que somos nosotras.
Debe ser por ello que, cuando damos por perdida la batalla contra la ley de la gravedad y la pérdida de firmeza, nos liberamos de muchas servidumbres, entre las que destaca una: la de agradar a los otros o, dicho de otra forma, estar a la altura de nuestra apariencia. Más o menos conscientemente, hasta ese momento habíamos aceptado que nuestra conducta no debía interferir o debilitar la fuerza de atracción (por sorprendente que nos resultara) que nuestro cuerpo parecía ejercer y nos dispensaba un trato afable sin apenas esfuerzo. Por comodidad, y vanidad (para qué vamos a mentir), optábamos por parapetarnos y ocultarnos tras ese cuerpo que tan fácil nos ponía a veces las cosas. Puede que nos calláramos lo que pensáramos y sustituyéramos las palabras con sonrisas poco sinceras o algo sarcásticas, pero no tanto por cobardía, menos aún porque fuéramos más tontas, sino por un simple cálculo utilitarista. Obviamente, cuando tu cuerpo se vuelve invisible y ya no te sirve para eludir los codazos sociales, toca volverse visible una misma. Y, como diría Manolito, mola, mola mucho.

A mis casi cuarenta y diez me enfrento a un delicado momento, aunque no es el mismo que se le planteó a Sabina en la canción homónima (más quisiera yo): no me ha llegado el momento de sentar la cabeza, que ésa ha estado sentada quizás demasiado tiempo. Me ha llegado el momento de la liberación. No del propio cuerpo (sólo me faltaba convertirme en un espíritu puro), sino del reflejo de mí misma que él tendía a producir y devolverme en el espejo que son los otros. Nunca me terminé de reconocer en esa “princesa” y, por tanto, tampoco lo hago ahora en esta “bruja”, aunque he de admitir que, como retrato, resulta más aproximado. En este momento, más decisivo que delicado, siento mío más que nunca ese cuerpo que tan buenos servicios me prestó en el pasado, aunque fuera a costa de convertirlo un poco en un disfraz, a lo mejor porque ahora se ajusta más a lo que realmente he sido siempre; y sobre todo siento que puedo decir lo que pienso sin miedo a deshacer la imagen ilusoria que él pudiera haber creado en otras épocas y que probablemente hubiera querido poder creerme yo misma.

Si a esto se suma algo que tenemos en común tanto varones como mujeres a esta edad, a saber, que ya no podemos hacernos pasar por “jóvenes promesas” en nada y, por tanto, no creamos en nadie, y menos aún en nosotros mismos, expectativas que podamos defraudar, hemos de concluir que se dan todos ingredientes para la rebelión y la impertinencia perfecta.

Como adolescentes airados no podemos sino enarbolar un “No Future” que, lejos de apenarnos, hundirnos en el pozo de la autocompasión o invitarnos a una orgía de autodestrucción, nos libra, como decía Kertész en su Diario de la galera (donde últimamente encuentro citas para todo), de su esclavitud y nos bendice con “la libertad infinita de la mortalidad” y del inevitable fracaso. Esta libertad es la que, en todo caso, nos hace más valientes y no al revés. Ya dudo más de que nos otorgue un ápice de autoridad, aunque, ¿quién la necesita? A mí me basta con atreverme a poner la mano en el hombro al cretino de turno y preguntarle si es tonto. Que me conteste, o lo que me conteste, me da en el fondo igual. No puede ser peor que lo que me espera. Lo que me espera y me hace libre.

2 comentarios:

  1. Sí creo que la libertad es un privilegio de la edad, claro que los años dan más libertad, pero no porque nos sintamos invisibles y necesitemos expresarnos para ponernos de relieve. Con los años nuestro discurso se va ordenando y nos expresamos, sin aspavientos, solo por la necesidad de manifestar lo que hemos ido incorporando a nuestra experiencia. Poco a poco nos vamos sacudiendo los ropajes de lo que nos han ido imponiendo y razonamos sin dejarnos influenciar por lo que es aceptado o no. Llegado a este punto nos sentimos más auténticos, y cuando algo se siente de verdad es imposible no manifestarlo.Y si en ese proceso hay que llamar imbécil a alguien... pues eso.

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    1. Me temo que mi experiencia es otra. No creo deberme a mí misma esa libertad que siento tener ahora y no hace veinte años. No considero que sepa más que entonces (o más que nadie más joven), sólo que entonces creía saber más de lo que sé y ahora sé que no sé nada o casi nada. Y como con ese bagaje es inevitable que me equivoque mil veces, no me queda más remedio que perder el miedo a la equivocación (o callarme y morirme en vida).

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