lunes, 18 de mayo de 2015

El libro de la gramática interna

El libro de la gramática interna. David Grossman.

Tusquets: Barcelona, 2001. 416 pp. 18,50 euros (edición de bolsillo: Debolsillo, 2012. 512 pp. 12,95 euros).


Y juró que incluso cuando fuera adulto y peludo y tuviera la piel dura y tosca como su padre, como le sucedería un día, él se acordaría del niño que era entonces, juró que se lo grabaría bien hondo en el recuerdo, porque quizá había cosas que se olvidarían al crecer, aunque era difícil decir cuáles, pero era evidente que había algo que hacía que todos los adultos se parecieran un poco, no en la cara, claro está, tampoco en el carácter, sino en otra cosa que todos tenían, en una cosa a la que todos pertenecían, a la que incluso obedecían, y cuando Aharon fuera así, mayor como ellos, se susurraría a sí mismo por lo menos una vez al día: “I am pa-ssing, I am fly-ing, I am Aharoning”; y de esa manera se recordaría que seguía siendo un poco un Aharon particular bajo todas esas cosas generales y comunes”.

Por J. Teresa Padilla

Aharon Kleinfeld es un niño de doce años que vive en un barrio obrero de Jerusalén a finales de los años sesenta (la Guerra de los Seis Días planea en el horizonte). Un niño lleno de vida (de imaginación, de espíritu aventurero, de amor a la magia) y de esa peculiar forma de inteligencia que se llama sensibilidad y él atribuye a los poderes extraordinarios del pedacito de cebolla que, junto con otros muchos instrumentos y herramientas imprescindibles para su aventura diaria como espía y mago escapista, lleva siempre consigo. El gerundio que descubre en el inglés de la escuela y del que carece su lengua materna (el hebreo) le permite dar expresión a ese “presente continuo” que es la infancia: conjurarlo para que no desaparezca, se olvide, muera. Porque Aharon, gracias a los poderes que le confiere la peladura de cebolla, intuye muy pronto que el mundo adulto está hecho de servidumbre, uniformidad, mentiras y una extraña somnolencia que lo aproxima a la muerte.

Como obedeciendo a su deseo y al juramento de fidelidad a sí mismo que se ha hecho, su cuerpo deja de crecer. Al menos durante los tres años de la vida de Aharon a los que asistimos en la novela. Esto debería hacerlo todo más fácil, pero no es así. Su firme determinación de no aceptar esa orden del cuerpo, que llegado un determinado momento parece imponer a sus compañeros y amigos no sólo una metamorfosis física, sino también una nueva forma de ser, pensar, sentir y comportarse que los hace irreconocibles y terroríficamente parecidos, consigue detener su desarrollo, mantenerlo bajo su control. Su cuerpo no le da esa orden, pero ni aún así Aharon puede vivir en él. Ni aún así puede dejar de odiarlo. Y su experimento nos enseña que la adolescencia, el paso de la niñez a la edad adulta, no consiste sólo, ni puede que básicamente, en que nuestros cuerpos se vuelvan algo extraño a nosotros mismos que, al final, termine venciendo y cambiándonos para siempre, matando al niño que fuimos. El conflicto, en realidad, se desarrolla en otro lugar, mucho más íntimo, y Aharon, gracias a sus “poderes mágicos” y a la inesperada colaboración de su cuerpo, lo vive (y lo padece) con la intensidad, con la presencia continua y alerta, con la que desea vivir y hasta morir. Y, como suele pasar cuando se opta por la vida, vive un infierno.

A imagen de sus mayores, ve a sus amigos sucumbir a la servidumbre de unos instintos que presuntamente desenmascaran esa ilusión que se llama amor y la reducen a lo que en el fondo es para ellos, un juego grosero y soez; al aburrimiento y la monotonía de las frases y lugares comunes que hacen imposible la aventura; a la obligada tibieza adulta de una amistad con fronteras, límites y reglas hasta entonces desconocidas que no consigue aliviar la soledad y la exaspera todavía más. Su rebelión, su negativa a ingresar en este mundo adulto de muertos vivientes que no creen en nada y se defienden de la amenaza de otras posibilidades con su ridiculización, le aísla y le deja solo, precisamente en el momento en que intuye que el aislamiento y la soledad son el precio que ha de pagar si quiere seguir siendo el que es o llegar a ser él mismo, el precio de conservar y desarrollar un lenguaje propio, su gramática interna.

Foto: Whistling in the Dark
La adolescencia, nos cuenta Grossman en la entrevista que dio con motivo de la publicación en España de su última novela (Gran Cabaret), es un tunel oscuro (esta misma imagen la encontramos en esta obra) del que salimos diferentes (que no otros) y, sobre todo, solos. Asumir esa soledad o huir de ella (y de nosotros mismos) en el gregarismo parece ser la alternativa vital, aunque la primera se confunda muchas veces (o nos quieran hacer creer que se confunde) con la inmadurez y lo patológico.

En fin, El libro de la gramática interna (1991) es una obra que disfrutarás si, y sólo si, tuviste una adolescencia difícil, no superaste nunca esa etapa o, después de intentar durante algún tiempo convertirte en un adulto cabal ("lo mejor es no creer en la magia, asi uno no se decepciona"), decidiste recuperarla o te encontraste de nuevo en ella. En suma: si la recuerdas, si te recuerdas.

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