viernes, 29 de mayo de 2015

Doctores tiene la Iglesia... (1/2)

«Yo, la verdad, soy bastante disciplinado y sigo ad pedem litterae las directrices de la Academia. Me gusta que haya sabios que dicten normas. Creo en la auctoritas».

Por J. Teresa Padilla

Ésta (aunque supongo que debería escribir “esta”) es la respuesta que al parecer dio Luis Alberto de Cuenca cuando ABC le pidió su opinión sobre la decisión de la Academia de recomendar (ella recomienda y los profesores de colegio y correctores editoriales imponen) la no acentuación del “solo” adverbial ni de los pronombres demostrativos.

Cada uno es muy dueño de gustar de contextos claramente reglamentados y de creer en lo que considere oportuno, aunque eso que considera oportuno sea nada más y nada menos que el principio de autoridad. La tentación, lo reconozco, es grande, porque desde niños nos han enseñado que acatar las normas tiene una recompensa moral (uno es un buen chico o chica) y material (a lo mejor hasta te ponen un sobresaliente o te eligen para el papel protagonista en la función de fin de curso). Será porque nunca recibí la recompensa que mi obediencia merecía, pero el caso es que perdí el gusto por las reglas y la fe en la superior sabiduría de mis mayores. Para más inri terminé estudiando filosofía y descubriendo que no sólo debía, sino que quería convertirme en sujeto de razón práctica, es decir, lo más autónomo posible. Autónomo, a saber, el que se da a sí mismo sus normas (que para algo sirve el estudio de las lenguas clásicas aunque nadie se lo crea). Preilustrado y prekantiano nos ha salido Luis Alberto de Cuenca. O quizás sólo perezoso. Él sabrá.

El caso es que, al igual que para conservar la poca fe religiosa que me quedaba tuve que renunciar hace muchísimo tiempo a creer en la infalibilidad papal, para conservar la poca confianza que me asiste cuando escribo y hablo también debo renunciar a la fe ciega en la autoridad académica. No, definitivamente, ni creo en los doctores de la Iglesia ni en los académicos de la Lengua (así, en mayúscula). Ante ninguno podría defender mi postura en un debate serio porque me acorralarían con complejos argumentos teológicos y filológicos, respectivamente, de los que más o menos sé lo mismo (nada de nada). Afortunadamente, sus razonamientos son tan enrevesados, que suelen zancadillearse ellos solos. La culpa no es suya, claro, sino de la lengua, empeñada en no dejarse convertir en un producto de laboratorio filológico, sino seguir siendo un campo agreste y vivaz al que resulta imposible ponerle unas puertas decentes.
La ortografía es un tormento y una cosa muy seria, porque una buena ortografía ha sido, es y será lo que distingue a las personas cultas de las incultas, a los que son algo de los que no son nadie (ya lo dijo Unamuno con su inteligente ironía: "Si la instrucción no nos sirviera a los ricos para diferenciarnos de los pobres, ¿de qué nos iba a servir?"). La ortografía distingue y no sólo individualmente, sino como clase. A saber cuál es la razón, pero la correcta ortografía se hereda. Personalmente he comprobado que los universitarios de primera generación (una misma sin ir más lejos) vivimos en la duda ortográfica constante, mientras que los hijos y nietos de universitarios (los patricios) parecen estar libres de este tipo de errores de forma natural, en gran medida porque no dudan. Como advenedizos que somos parece que sintamos que al escribir estamos usurpando algo que no nos pertenece por derecho (que pertenece a los “ilustrados”) y su uso nos genera inseguridad. Las modificaciones por decreto de la ortografía que aprendimos (también por decreto y de los mismos que ahora la cambian) no nos ayudan nada. A lo mejor ha llegado el momento de denunciar lo que en el fondo es una apropiación indebida de la lengua por parte de academias, teóricos de la lengua o clases tradicionalmente cultas en general.

El Quijote está lleno de faltas de ortografía. No lo serían entonces, entre otras cosas porque hasta el siglo XVIII no existó ortografía alguna (y no parece que a la literatura en lengua castellana le fuera del todo mal), pero lo son hoy. Sin embargo, no creo que ningún editor se atreva a corregir el Quijote adaptándolo a la actualmente en vigor. Podemos y debemos leerlo tal como fue escrito. Cervantes escribía “escuro” y “escuridad”, por ejemplo. Porque lo diría así, claro. El diccionario de la RAE no sólo (debería decir “solo”) nos dice que este tipo de vocablos están hoy en desuso, sino que considera su uso actual nada más y nada menos que “vulgar”. Si habéis tratado con personas mayores de pueblos castellanos pequeños y tradicionalmente aislados del contacto con urbanitas, habréis comprobado que a menudo usan este tipo de arcaísmos. Muchas veces se avergüenzan, porque temen que lo que realmente estén haciendo sea pronunciando mal una palabra distinta, la correcta, la que usan los de ciudad. ¿Se equivocan? Yo creo que sí (la palabra que pronuncian existió, se usó y hasta se escribió), la Academia, sin embargo, se lo confirma permitiéndose el lujo y la falta de educación de insultar a personas que usan palabras correctísimas (aunque fuera en otro tiempo) y declararlas "vulgares": se dice "oscuro", no "escuro" ni "obscuro" (aunque, por supuesto, esto no es un vulgarismo, sino en todo caso un cultismo, faltaría más). Eso sí, hay que escribir obsceno (se ve que esa b sí que la seguimos pronunciando) e inscribir, aunque puedas usar “sicológico”, lo que nunca harás si estudiaste griego y no pretendes hablar de higos.

Si la Academia se permite faltarles al respeto a esos agricultores y pastores que conservan vivas hoy trazas de la lengua que don Quijote usaba en su peregrinaje aventurero, bien se merecería que, en su nombre, en el mío y en el de todos aquellos que no hemos frecuentado, ni lo vamos a hacer nunca, sus salones, lo hiciera yo también. Sin embargo, y como demostración práctica de que la buena educación tiene poco que ver con los exhaustivos conocimientos filológicos y mucho con la buena crianza (que no, necesariamente, ilustración), no lo voy a hacer. A no ser, claro, que consideren que levantar mi plebeyo dedo y preguntar sea una impertinencia intolerable.

Con este fin repasado he las novedades de la Ortografía del 2010. La primera de ellas afecta al a todas luces vital asunto de la denominación de las letras. Esto de llamar a una misma cosa con diferentes nombres, aunque nos entendamos sin dificultad, es un caos innecesario. Ninguna lengua seria que se precie debería aceptar semejante anarquía designativa. Así que nos proponen una, aunque no condenan a la hoguera de ser “falta” algunas de las actuales denominaciones (que no todas). Célebre es la de la “y”, que pasa a denominarse “ye”: que la tomáramos prestada de los griegos no significa que debamos reconocerles eternamente derechos de autor. Pues es verdad, todo tiene sus límites. A mí, sin embargo, la que me ha llamado más la atención es la de la “z”. Su nombre será “zeta”, nunca jamás, repito, nunca jamás “ceta”. Que en castellano el fonema en cuestión se escriba siempre con "c" no importa en este caso.

No importa en este caso, pero sí en otros (¡ya empezamos!): los extranjerismos adaptados al castellano tendrán que asumir la ortografía que fonéticamente les correspondería en nuestra lengua, y así “quorum” se escribirá “cuórum”, nunca "quórum". Si se insiste en escribirlo con “q", habrá que entrecomillar la palabra o ponerla en cursiva y nunca ponerle el acento.

Quorum se puede adaptar como cuórum, pero kilo, koala o búnker se consideran extranjerismos no adaptables, doctores tiene la Academia que sabrán por qué (por falta de uso seguro que no), por lo que seguirán escribiéndose con k. Nada de "quilos", "coalas" y búnqueres", no seáis catetos. Bueno, entonces deberían ponerse en cursiva, digo yo. Pues no. No sólo no hay necesidad de ponerlos en cursiva, sino que debemos (no sólo podemos) acentuar la palabra alemana bunker. Si alguien me lo puede explicar, se lo agradecería muy sinceramente. Más cuando es objetivo declarado de esta ortografía, y cito, la "equiparación en el tratamiento ortográfico de extranjerismos y latinismos".

Los nombres propios extranjeros conservarán su propia ortografía salvo los de países, que adoptarán la grafía castellana. En consecuencia, hay que escribir Catar (no Qatar) e Irak (no Iraq). Curioso sobremanera este último caso, pues la castellanidad de la k es más que dudosa. Puesto que escribimos sin problemas "cómic" o "coñac" en la adaptación de otros extranjerismos, lo suyo sería escribir, en todo caso, "Irac". Y, de cualquier manera, por coherencia lingüística, no debería estar prohibido hacerlo. Por lógico que os parezca, si no queréis quedar como unos zotes iletrados, no lo hagáis: seguro que existe una razón, sólo conocida por los iniciados, que explica que un mismo fonema se castellanice unas veces con una letra y otras con otra, y, aunque no la haya, mejor nos callamos, no sea que en la próxima ortografía (Dios no lo quiera) se decida que hay que escribir "coñak" y "cómik"...

Y así llegamos a la eliminación de la tilde en los diptongos y triptongos ortográficos, lo sean fonéticamente o no. Teniendo en cuenta que un diptongo (o un triptongo) consiste en la pronunciación en una sola sílaba de dos o tres vocales (o de la letra “ye” –que no se diga que no acato ni lo razonable-), y que la sílaba es cada una de las unidades fonológicas que constituyen una palabra, hablar de diptongos o triptongos sólo ortográficos es… No sé exactamente cómo calificar este engrendro: ¿un color invisible?, ¿la cuadratura del círculo? Una contradictio in adiecto (perdonad el latinajo, pero a estas alturas no sé cómo castellanizarlo correctamente) que bien merece nuestra atención. Así que, sí, continuará…

miércoles, 27 de mayo de 2015

Buscando la luz

Por Marisa Díez

Desde pequeña recuerdo haber sentido miedo. Tenía pavor a la oscuridad, y las noches eran en ocasiones un auténtico calvario para mí, a pesar de que dormía en la misma habitación que todas mis hermanas. Me acuerdo de la cantidad de veces que me despertaba en la cama de mis padres, después de haberles desvelado durante la noche, suplicándoles que me dejaran dormir con ellos para sentirme protegida.

Nunca he logrado sacudirme del todo ese sentimiento que te paraliza y logra dejarte sin recursos. Puede que en ocasiones no sea miedo, sino simple cobardía. He intentado durante años encontrar las razones de esta parte tan ingrata de mi personalidad, pero no he llegado a ninguna conclusión. Imagino que el hecho de ser la pequeña de la familia me convertía, en ciertos aspectos, en la más vulnerable y, por ello, a pesar de los años transcurridos, sigo reclamando ese escudo protector de manera absolutamente inconsciente.

lunes, 25 de mayo de 2015

El libro de las ilusiones

El libro de las ilusiones. Paul Auster.

Anagrama: Barcelona, 2003. 344 pp. 19,50 euros (hay ediciones de bolsillo).


Por J. Teresa Padilla

Miércoles, 6 de mayo (o algo así), 11 a.m. (la hora sí sería más exacta, aunque no del todo), librería de segunda mano (esto sí que es literalmente cierto), diez euros de presupuesto (me tengo que imponer este tipo de límites o me pierdo, la verdad). En mi mano izquierda firmemente asida una novela a la que no podía renunciar por seis euros. Quedan, pues, cuatro más. Dilema: El teatro de Sabbath, de Philip Roth. Seis euros. Me paso del presupuesto. Poco, lo sé, pero me comprometí a no volverlo a hacer nunca en la última sesión de CCL (o sea, compradores compulsivos de libros) Anónimos (los compradores, no los libros, que pueden perfectísimamente tener autor conocido). En éstas (sí, con acento) aparece una segunda opción que redondea el presupuesto con una exactitud total y tal vez premonitoria: El libro de las ilusiones, de Paul Auster. Dos norteamericanos, por aquello de irme desprendiendo de mis prejuicios respecto de la la literatura anglosajona.
“Prefería follar con Drenka, prefería follar con cualquiera, antes que ver el programa televisivo de Tom Brokaw”.

Hojeando y ojeando la opción rothiana di con esta frase. Sonreí, claro, porque, aunque apenas le he leído (Patrimonio), lo reconocí. No sé si exactamente a él (no creo), más bien reconocí a ese tipo de autores con los que suelo entenderme (o sea, a los que suelo sonreír involuntariamente a modo de saludo). En su contra, sin embargo, estaba, por un lado, el compromiso con los dichosos CCL Anónimos (no tenía ganas de confesar ante todos en la siguiente reunión la frase que me había llevado a recaer) y, por otro, lo mucho que a todo el mundo parece gustar Paul Auster.

Sí, daba la casualidad de que llevaba un tiempo encontrándome con artículos de los que parecen ser los gurús del “blogueo” literario que lo ponían por la nubes. Así que, aunque hacía mucho tiempo había leído Tombuctú (regalo que tenía predestinado como conocida -en el reducido círculo en que lo soy- amante de los perros) y no me había dejado ningún recuerdo reseñable (ni agradable ni desagradable), empezaba a sospechar que puede que me estuviera perdiendo algo importante. Algo sin lo cual nunca llegaría a ser tomada en serio como “crítica literaria”.

En fin, entre unas cosas y otras, terminó ganando Auster. Y eso a pesar de que para nada era una buena señal mi falta de entusiasmo por Tombuctú habiendo perro de por medio. Renuncié, pues, aunque sólo de momento, a conocer a la pobre Drenka en aras de mi improbable respetabilidad (en el mundo de los blogs literarios y de las reuniones de los CCL Anónimos).

En El libro de las ilusiones un profesor universitario que acaba de sufrir una tremenda pérdida (la de su mujer y sus hijos en un accidente aéreo) consigue sonreír ante la actuación de un desconocido actor de cine mudo. Este actor había desaparecido misteriosamente al final de los años 20, aunque se le daba por muerto.  David Zimmer, el profesor, también se daba por muerto hasta que se descubrió riendo ante las imágenes mudas de Hector Mann. Con el fin de explorar esta posibilidad (la de poder, a pesar de todo, seguir viviendo) o al menos de conservarla como posibilidad, Zimmer decide escribir un libro de investigación sobre el actor. La publicación del mismo devuelve a la vida, aunque sólo sea a la de Zimmer y muy brevemente, al actor, y en este proceso, no exento, de nuevo, de dolor, también el profesor volverá definitivamente a la vida.

Es una novela interesante, inteligente (demasiado, quizás), que se lee sin esfuerzo e incluso con impaciencia por conocer su desenlace. Pero... Auster sigue sin darme frío ni calor. Lo mismo me he equivocado de obra, pensé. Y para confirmarlo me puse a curiosear lo que había publicado sobre ella y la valoración que merecía en el contexto del resto de la obra austeriana. Para algunos es una de sus mejores novelas. Para otros, de las más flojas. Si he de ser sincera (aun a costa de quedar definitivamente excluida de los círculos que importan), me ha parecido una estupendamente bien escrita novela de consumo masivo. Una novela que se abstiene de profundizar en los temas que plantea para no perder la imprescindible amenidad que la haga apta para todos los públicos. Probablemente los conocedores de los pilares sobre los que se levanta el "mundo de Auster" sean capaces de reconocerle en sus obras. Yo sólo veo a un escritor envidiablemente hábil, pero que parece renunciar a un nombre y a un mundo demasiado propios.

No sé por qué me engaño a mí misma. Lo cierto es que no soy tan inteligente, ni tan educada, ni tan correcta. Que no soy digna de Auster. Demasiado americano (americano culto) para mí. No sólo no soy americana, sino que, encima, vengo de un barrio madrileño bastante vulgar. Me equivoqué. Tenía que haber elegido, sin duda, a Philip Roth. Con él, seguro que me entiendo mejor.

viernes, 22 de mayo de 2015

Lengua y literatura: Teoría y práctica

“En tratándose de la propia lengua me parece claro y evidente que la gramática ordinaria, la meramente expositiva, la gramática no histórica –y de ésta dudo lleguen a dos docenas las personas que saben algo en España- no sirve para maldita la cosa. Yo la proscribiría de las escuelas de primera enseñanza, sustituyéndola con ejercicios de redacción y otros de lectura y comentario de clásicos. Y así no se daría el caso de maestros que después de saberse al dedillo el Epítome, el abominable Epítome o la no menos abominable Gramática extensa de la Real Academia de la Lengua, y no sé cuántos enredos de análisis lógico, son incapaces de redactar una solicitud con sentido y sobriedad” (Miguel de Unamuno. “Sobre la enseñanza del clasicismo”. En De mi vida, Madrid: Espasa-Calpe, 1979, p. 33).

Por J. Teresa Padilla

Hace poco leí un artículo de Carme Riera (escritora y académica de lengua) denunciando un presunto recorte en las horas lectivas dedicadas en el bachillerato humanístico a la asignatura de literatura, recorte que se sumaría a la progresiva reducción del peso que la misma ha tenido dentro de la asignatura de lengua y literatura en los últimos años. Hace tiempo que desistí de conseguir mantenerme informada sobre los planes de estudio en los diferentes grados educativos, pues, para cuando ya estaba a punto de enterarme, entraba en vigor alguna nueva reforma educativa que prometía, esta vez sí, que nuestros niños y jóvenes no hicieran el ridículo en los famosos informes PISA. No puedo juzgar, por tanto, si es cierto o no lo que Carme Riera denuncia, aunque no veo razones para dudar de ella, más cuando observo lo que mis hijos (todavía en primaria o recién empezada la ESO) estudian y leen por prescripción académica.

Así, contemplo a mi hija de diez años devanándose los sesos con el análisis gramatical de las frases: que si esto es un nombre, un adjetivo o un verbo; géneros, números y tiempos de los mismos; preposiciones; conjunciones; la pesadilla de los determinantes (si es que no les han vuelto a cambiar el nombre), que si demostrativos, posesivos… Leer, tienen que leer también: dos libros al mes que deben resumir, pero de una biblioteca “de aula” que han creado ellos mismos aportando cada cual el suyo e intercambiándoselos. Resumiendo, que la biblioteca está constituida por El diario de Greg (volumen 1, 2, 3…), Bat Pat (aquí, allí ,allá), Gerónimo (o Tea) Stilton o, ya en el colmo de la suerte, por Fray Périco y su borrico o El Capitán Calzoncillos. Su hermano, con dos años más, es célebre por su rapidez y ansias lectoras. Él ya ha pasado a Rick Riordan, en sus propias palabras “el mejor escritor de la historia” (el niño es del Madrid, y tiende a este tipo de sentencias triunfalistas). Esto dos niños que tienen una madre de la que poco pueden enorgullecerse salvo de que lee, y lee muchas cosas que no son precisamente los "grandes éxitos" del momento, y en un hogar en el que si algo no falta (aunque nunca puedan sobrar) son libros.
Por ahora he fracasado estrepitosamente en mis tentativas de que lean otro tipo de cosas, y eso que algún profesor (a título completamente personal) se inventó la recompensa, por buen comportamiento, de leerles en clase (más experimentado que yo ni se le ocurrió pedirles que lo hicieran ellos mismos) una adaptación de la Odisea. Que sepáis que estaban encantados y emocionados, lo que demuestra que la buena literatura no es, ni mucho menos, más aburrida que la literatura de masas. Más bien al contrario. Lo que ocurre es que hay, primero, que saber de su existencia y, segundo, admitir la posibilidad de que haya formas de contar las cosas (y cosas que contar) diferentes a las de la literatura de consumo.

Ni Oliver Twist, ni los cuentos de Oscar Wilde, ni Rudyard Kipling, Ana Mª Matute, Jack London (bueno, él sí, que habla de perros) o Michael Ende. Desempolvé mis libros de lectura de la EGB (los famosos “Sendas”, con sus fragmentos escogidos de obras clásicas), y ni siquiera he conseguido que los utilizaran para hacer los odiados dictados caseros (había “palabras y frases muy raras”).

En la lectura pasa como en la comida. Si abusas de lo fácil, se hace más difícil conocer y disfrutar de lo que en principio (sólo en principio) puede resultar menos fácil: si únicamente comes macarrones (o pizza, o hamburguesa), a duras penas (y a veces convirtiéndolo en una obligación penosa) te vas a tomar un buen pisto. Si, por el contrario, descubres la variedad y sabrosura de este tipo de platos “de toda la vida”, los macarrones van a terminar aburriéndote y muy probablemente buscarás sabores nuevos con tanta o más riqueza que la de la cocina de la abuela.Y, además, no es sólo una cuestión de gusto, sino de salud (física y mental).

El objetivo de la enseñanza de la lengua propia debería ser (no sé exactamente cuál se pretende que sea) la adquisición de la destreza de poderse expresar adecuadamente en ella. Y a expresarse correctamente se aprende escuchando y leyendo a los que ya lo hacen (no vale cualquiera) y practicando (hablando y escribiendo uno mismo). La gramática es, desde luego, un complemento teórico que, como cualquier otro saber, no ocupa lugar ni sobra, pero que no lo va a conseguir nunca (sin ir más lejos yo conozco relativamente bien la gramática alemana y a duras penas, y diccionario en mano, podría escribir una carta a Angela Merkel).

Adquirir hábitos lectores está muy bien, y puede que las sagas épico-mitológicas, cómico-gamberras o detectivescas de Rick Riordan, de Greg (o Nikki) y los siempre despiertos roedores ayuden. Pero dudo mucho que sean capaces de ayudarte a conocer y usar mejor tu propia lengua ni tampoco a despertar la curiosidad literaria, esa pasión que te lleva a buscar sabores y texturas nuevas y, puede, incluso a explorar las tuyas propias. No son la literatura que la escuela debería fomentar, ya lo hace el propio mercado, las editoriales especializadas en la producción en masa. La escuela debería mostrar a los niños que el mundo de los libros es mucho más que esto. Que hay otras cosas mucho más ricas, nutritivas y hasta divertidas. De lo contrario se corre el peligro de que, recuerden o no cuando crezcan lo que es un determinante o un adverbio, no puedan decir a otro lo que sientan (o puedan siquiera saberlo, que se piensa y siente en gran medida con palabras) o no sean capaces de leer más que lo que todos leen y luego van a ver convertido en película o serie de televisión.

Menos mal que, a pesar de la ineptitud de los diseñadores de los planes de estudios, de los intereses de las fábricas de libros y multinacionales de lo audiovisual y del poder adictivo de la "literatura" que ellos fomentan, sigue habiendo quien cree en la buena cocina (la de toda la vida y la de nueva creación), la elabora y la hace pública. Ahí está, esperando que la pruebes. Dependiendo de lo aventurero o cómodo que seas, apreciar este nuevo gusto te costará más o menos, pero difícilmente te volverán a saber igual de bien las hamburguesas, eso te lo puedo garantizar. A cambio, te abrirán todo un mundo de infinitas posibilidades, mucho más ricas y saludables. Y, además, conseguirán que te enamores de tu lengua; ésa que la gramática puede que te haya llevado a odiar, ésa en la que sueñas, piensas y sientes; ésa sin la que, no lo dudes, no vas a poder ni soñar, ni pensar ni sentir, así que más nos vale a todos aprenderla bien y no dejarla nunca de aprender. ¡Abajo la cómida rápida! ¡Vivan (por ejemplo) las verduras!

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cinco citas de cine para mayo

Por José María Ruiz del Álamo

Voy de cine, de cine de aquí para allá: allá viendo películas y aquí comentando unas propuestas. Y ya que nos asentamos sobre el último tercio de este mes de mayo, bien cabe hacer cinco propuestas para abrir nuestro corazón al cine, más cuando acabamos de acudir hace unos días a la fiesta del cine: cine de estreno a 2,90 euros. La fiesta del cine es la fiesta del espectador, de ahí que mis propuestas vengan a alargar esa fiesta, ese goce de salir de casa y aventurarse al interior de una sala cinematográfica para ver el séptimo arte en su máximo esplendor.

Estas cinco citas, realmente, no repercuten sobre el cine de estreno, sino que se nutren de la historia del cine, esa historia que bien merece conocerse, que bien debe no olvidarse. Y esa historia uno la encuentra a primeros de mes cuando extiende sobre la mesa, cual puzle de 500 películas, los programas cinematográficos de Filmoteca Española, el Círculo de Bellas Artes, el programa cultural del Instituto Francés, amén del listado de películas que proyectan la Academia de Cine y la Sala Berlanga. Madrid ofrece todo un mundo de cine. Millones de fotogramas vislumbran mis ojos.

Este programa/mes de mayo canaliza el arcoíris que es la historia del cine, una historia programada por ciclos, desde un cine inédito en España (cine indio, cine sueco contemporáneo y Javier Aguirre inédito) hasta el cine de género (la música popular en el cine español) y las retrospectivas (Brian de Palma, Pier Paolo Pasolini). Sí, cine para todos los gustos. Naturalmente, el mes de mayo es “mayavilloso” para ir al cine, y cinco propuestas (hasta diez podrían ser) son las que bien cabe aquí recomendar para que la fiesta del cine siga siendo una hermosa algarabía.
Cinco citas, cinco películas, cinco encuentros con el cine.

La retrospectiva que lleva a cabo Filmoteca Española sobre la filmografía de Brian de Palma nos da la oportunidad de visionar dos películas que delatan en mayor manera su técnica y calidad, como son El precio del poder (1983) y Doble cuerpo (1984). De Palma, cual discípulo avanzado, traspola el clasicismo a las nuevas libertades que traían los años ochenta: es un cine más explícito, más barroco, más desgarrador, más violento, más sexual. Así, De Palma toma como base Scarface, el terror del hampa (1932), de Howard Hawks, y Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, respectivamente.

El precio del poder es una película sobre el mundo de los gánsteres. Es la ascensión y caída, es un itinerario megalómano, 170 minutos que dan para recrearse, sacando a colación una violencia superlativa y poniendo la droga sobre la mesa. Una droga explícita como el gran símbolo del poder y arma de la riqueza. Este recorrido faraónico bien merecía tener al protagonista más grande, al actor más “gánster”: al padrino Al Pacino. Aquí despojado de sofisticación, más racial, más impetuoso, más volcánico, más oscuro, más sucio. Todo masificado. La escoria visualizada en primer plano. Nos encontramos con la mafia latina procedente de Cuba (expresidiarios cubanos que toman “por asalto” Miami); con la corrupción (tanto de la banca como de los políticos) y con una desaforada pasión. La película desemboca en un final excesivo. Aciertos y defectos conllevan estas casi tres horas, mas en ningún caso el espectador quedará indiferente. (Viernes, 22 de mayo, 17.30 horas, en Filmoteca Española).

Doble cuerpo viene a ser todo un juego sobre la indefinición definida, es decir, De Palma se define aquí, explícitamente, como plagiador del maestro Alfred Hitchcock (en mayor medida Vértigo, más tintes de La ventana indiscreta y Crimen perfecto) llevando al límite el sexo en el cine comercial. Ya el título es toda una declaración de intenciones, pues alude a un efecto cinematográfico que bien viene a explicar en la secuencia final de la película y que remite a cómo rodó la escena de la ducha en Vestida para matar; más cuando toda la película gira en torno a la interpretación y al mundo del cine, más cuando la película deriva al voyeurismo y hace protagonista al cine porno, véase el desenfreno de Melanie Griffith. Una película que busca el efectismo y la provocación. Una película que encuentra el placer de contraponer la mirada sobre la sociedad americana. (Sábado, 23 de mayo, 22.00 horas, y jueves, 28 de mayo, 17.30 horas, en Filmoteca Española).

Filmoteca, como todos los meses, invita a los niños (entrada gratis para menores de catorce años) a degustar un clásico de la historia del cine. Así, se podrá ver El último round (1926), de Buster Keaton. Una película pequeña en tanto Keaton no se enfrenta a grandes hechos: no hay 500 novias que le persigan, no hay un huracán, ni batallas de locomotoras o 500 vacas en estampida tras él. Todo su encanto radica en la sencillez, pues a través de pocos elementos logra hilvanar una hermosa historia romántica imposibilitada por su blandenguería: un señorito mimado de ciudad, que no encaja con el mundo rudo del campo, y por amor viene a tomar el nombre de un campeón de boxeo. Keaton se verá enjaulado en el mundo de las doce cuerdas. Posee momentos sutiles. No cabe desdeñar el corto que acompaña a la película, Relaciones con mi mujer (1922), más dada al golpe y tentetieso, muy ligera y bastante divertida. Todo un programa para disfrutar con Buster Keaton, todo un relajante y un buen condimento de carcajadas para los niños. (Sábado, 23 de mayo, 17.30 horas, en Filmoteca Española).

El Círculo de Bellas Artes centra su programación de este mes en la cinematografía de Pasolini de los años setenta, amén del biopic Pasolini, de Abel Ferrara, centrado en los últimos días de vida del cineasta. Si bien mi propuesta, mi recomendación, mi cita es con El Decamerón (1971), inicio de su trilogía sobre la vida (junto a Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches): una película que manifiesta la alegría, el goce, de llevar a cabo el acto sexual, donde la picaresca picardía toma protagonismo, siendo el pueblo (la clase social proletaria), en aquella época medieval, quien vive esta fanfarria del amor desinhibido. La película es todo un acto de libertad, es la fiesta del vivir. (Jueves, 28 de mayo, 22.00 horas, y domingo, 31 de mayo, 17.00 horas, en el Círculo).

Mas, frente a este canto a la libertad, surge el sexo de Saló o los 120 días de Sodoma como arma de sometimiento por parte del poder. Un desencadenamiento de nazismo donde el pueblo queda en estado de esclavitud, una degeneración superlativa en la que el pueblo es concebido como un perro comemierdas. Estamos ante una pornografía política (¿metafórica y actual?). Las imágenes que nos muestra Pasolini no mienten, no se escudan en un fuera de campo. Su pulso es provocativo, busca la reacción del espectador (pueblo) ante la mesa presidida por la corrupción más absoluta. Esas fuerzas vivas que matan, esa ley absoluta y dictatorial que priva de derechos y de la capacidad de pensamiento. La depravación gobierna.

Pasolini se sirve del acto que es génesis primaria de la vida (el acto de amor sexual) para presentarnos la dualidad que es (que puede ser) el hombre. El acto de amor con amor, el acto de “amor” sometido a través del yugo. El sexo concebido como metáfora social.

La quinta y última cita bien se puede encontrar en el documental Canciones de nuestra vida (1975), de Eduardo Manzanos. La película viene a ser un espejo de aquel Érase una vez en Hollywood estadounidense y una contraposición a nuestras Canciones para después de una guerra, de Patino, ya que con la presente se ensalza (quizá de forma desmedida) un cine popular, bien conocido como “españolada”. Una película que hoy se puede ver como estudio social del cine de una época (del país de una época). Así estamos ante una selección de fragmentos de películas, mayormente dados a la copla. Estos fragmentos son presentados por actores de cine y teatro. Bien, démonos a la copla, no han de faltar ni Juanita Reina, ni Antonio Molina. (Viernes, 29 de mayo, 19.00 horas, en Filmoteca Española).

Bien cabe seguir desarrollando la fiesta del cine. He aquí cinco citas, he aquí una invitación a seguir descubriendo la magia del cine.

lunes, 18 de mayo de 2015

El libro de la gramática interna

El libro de la gramática interna. David Grossman.

Tusquets: Barcelona, 2001. 416 pp. 18,50 euros (edición de bolsillo: Debolsillo, 2012. 512 pp. 12,95 euros).


Y juró que incluso cuando fuera adulto y peludo y tuviera la piel dura y tosca como su padre, como le sucedería un día, él se acordaría del niño que era entonces, juró que se lo grabaría bien hondo en el recuerdo, porque quizá había cosas que se olvidarían al crecer, aunque era difícil decir cuáles, pero era evidente que había algo que hacía que todos los adultos se parecieran un poco, no en la cara, claro está, tampoco en el carácter, sino en otra cosa que todos tenían, en una cosa a la que todos pertenecían, a la que incluso obedecían, y cuando Aharon fuera así, mayor como ellos, se susurraría a sí mismo por lo menos una vez al día: “I am pa-ssing, I am fly-ing, I am Aharoning”; y de esa manera se recordaría que seguía siendo un poco un Aharon particular bajo todas esas cosas generales y comunes”.

Por J. Teresa Padilla

Aharon Kleinfeld es un niño de doce años que vive en un barrio obrero de Jerusalén a finales de los años sesenta (la Guerra de los Seis Días planea en el horizonte). Un niño lleno de vida (de imaginación, de espíritu aventurero, de amor a la magia) y de esa peculiar forma de inteligencia que se llama sensibilidad y él atribuye a los poderes extraordinarios del pedacito de cebolla que, junto con otros muchos instrumentos y herramientas imprescindibles para su aventura diaria como espía y mago escapista, lleva siempre consigo. El gerundio que descubre en el inglés de la escuela y del que carece su lengua materna (el hebreo) le permite dar expresión a ese “presente continuo” que es la infancia: conjurarlo para que no desaparezca, se olvide, muera. Porque Aharon, gracias a los poderes que le confiere la peladura de cebolla, intuye muy pronto que el mundo adulto está hecho de servidumbre, uniformidad, mentiras y una extraña somnolencia que lo aproxima a la muerte.

Como obedeciendo a su deseo y al juramento de fidelidad a sí mismo que se ha hecho, su cuerpo deja de crecer. Al menos durante los tres años de la vida de Aharon a los que asistimos en la novela. Esto debería hacerlo todo más fácil, pero no es así. Su firme determinación de no aceptar esa orden del cuerpo, que llegado un determinado momento parece imponer a sus compañeros y amigos no sólo una metamorfosis física, sino también una nueva forma de ser, pensar, sentir y comportarse que los hace irreconocibles y terroríficamente parecidos, consigue detener su desarrollo, mantenerlo bajo su control. Su cuerpo no le da esa orden, pero ni aún así Aharon puede vivir en él. Ni aún así puede dejar de odiarlo. Y su experimento nos enseña que la adolescencia, el paso de la niñez a la edad adulta, no consiste sólo, ni puede que básicamente, en que nuestros cuerpos se vuelvan algo extraño a nosotros mismos que, al final, termine venciendo y cambiándonos para siempre, matando al niño que fuimos. El conflicto, en realidad, se desarrolla en otro lugar, mucho más íntimo, y Aharon, gracias a sus “poderes mágicos” y a la inesperada colaboración de su cuerpo, lo vive (y lo padece) con la intensidad, con la presencia continua y alerta, con la que desea vivir y hasta morir. Y, como suele pasar cuando se opta por la vida, vive un infierno.

A imagen de sus mayores, ve a sus amigos sucumbir a la servidumbre de unos instintos que presuntamente desenmascaran esa ilusión que se llama amor y la reducen a lo que en el fondo es para ellos, un juego grosero y soez; al aburrimiento y la monotonía de las frases y lugares comunes que hacen imposible la aventura; a la obligada tibieza adulta de una amistad con fronteras, límites y reglas hasta entonces desconocidas que no consigue aliviar la soledad y la exaspera todavía más. Su rebelión, su negativa a ingresar en este mundo adulto de muertos vivientes que no creen en nada y se defienden de la amenaza de otras posibilidades con su ridiculización, le aísla y le deja solo, precisamente en el momento en que intuye que el aislamiento y la soledad son el precio que ha de pagar si quiere seguir siendo el que es o llegar a ser él mismo, el precio de conservar y desarrollar un lenguaje propio, su gramática interna.

Foto: Whistling in the Dark
La adolescencia, nos cuenta Grossman en la entrevista que dio con motivo de la publicación en España de su última novela (Gran Cabaret), es un tunel oscuro (esta misma imagen la encontramos en esta obra) del que salimos diferentes (que no otros) y, sobre todo, solos. Asumir esa soledad o huir de ella (y de nosotros mismos) en el gregarismo parece ser la alternativa vital, aunque la primera se confunda muchas veces (o nos quieran hacer creer que se confunde) con la inmadurez y lo patológico.

En fin, El libro de la gramática interna (1991) es una obra que disfrutarás si, y sólo si, tuviste una adolescencia difícil, no superaste nunca esa etapa o, después de intentar durante algún tiempo convertirte en un adulto cabal ("lo mejor es no creer en la magia, asi uno no se decepciona"), decidiste recuperarla o te encontraste de nuevo en ella. En suma: si la recuerdas, si te recuerdas.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Salmo 44

Salmo 44. Danilo Kiš.

Acantilado: Barcelona, 2014. 128 pp. 15 euros.


"Por tu causa somos degollados cada día y somos considerados como ovejas para el matadero.
¡Despierta! ¿Por qué estás dormido, Señor? ¡Desperézate!
¿Por qué escondes tu rostro, olvidándote de nuestra miseria y opresión?
Pues está nuestra alma postrada en el polvo, y nuestro vientre pegado a la tierra.
¡Levántate y ayúdanos! ¡Rescátanos por tu piedad!" (Salmo 44, 23-27).


Por J. Teresa Padilla

Puede que no haya odio más arraigado ni más destructor que el odio a uno mismo, y, entre las múltiples formas de este odio a uno mismo, hay una que destaca sobre las demás por su frecuencia y por sus letales consecuencias, y es el odio a los propios orígenes. Renegamos de aquellos de los que procedemos, aunque ello nos deje huérfanos, con la fantástica esperanza de poder así erigirnos en nuestro propio alfa y omega, en una discontinuidad única en la corriente del tiempo y de la sangre, en una excepción. Nuestro origen deviene entonces "el otro", mucho más otro que cualquier extraño con el que no guardemos relación aparente alguna. El cristianismo, que comparte con "su otro" por excelencia no sólo gran parte de sus textos sagrados, sino al Dios de su propio fundador (un rabí judío de nombre Jesús), es un buen ejemplo de cómo este odio al origen propio lleva a intentar la aniquilación de aquel que hacemos otro, pero termina también por aniquilarnos a nosotros mismos. La civilización erigida sobre este cristianismo que abomina de su origen condujo a Auschwitz y allí, junto a sus víctimas, murió también.

El salmo 44 es una lamentación del abandono de Dios, una lamentación que repitió también el Jesús crucificado, y aunque dé titulo a esta pequeña novela, ella no lo es. La ausencia de Dios es tan radical aquí que ha abierto un abismo desde el cual carece de sentido dirigirse a él, preguntarle por la razón de su abandono o rogarle la salvación. Más que a un lamento, asistimos más bien al testimonio de una fidelidad vivida siempre al borde mismo del desfallecimiento: la de Marija. De fidelidad a una locura “que puede denominarse esperanza” y que se halla en las palabras, en los ojos, en el tacto y en el recuerdo de otros. Una locura que, si se quiere, también puede llamarse “Dios”, aunque para la protagonista éste ya no pueda ser sino “la palabra y la encarnación de su padre” o la presencia ausente del “dios masculino de la acción” (Maks), el brazo ejecutor de su destino, que no es otro que Jakob, su cómplice en la confabulación contra la muerte de la que es prenda y garantía el hijo, Jan.
Y como hilo conductor del testimonio de Marija, la sangre. Esa sangre que siente derramarse por sus piernas con una fuerza y una abundancia irreales; que amenaza con agotarla y prueba, a la vez, su vitalidad; que la planta con firmeza en un presente capaz de acoger pasado y futuro (destino). No es la sangre que derrama la tortura y la muerte. Es la sangre menstrual, la del encuentro amoroso, la del parto; la de los orígenes y la esperanza. Aquella “que es eterna como el agua pero más densa y menos transparente”.

Agua y sangre, dos palabras que se repiten y entrecruzan adquiriendo un poder evocador casi mágico: el agua del "lamento babilónico” de los condenados, susurrada en todas las lenguas europeas e invocada como “la encarnación misma de la vida” de la que se alejan en monstruos humeantes; y la sangre del testimonio, de la fidelidad, de la eternidad, del tiempo que, a diferencia de los trenes, no corre hacia ninguna parte para desaparecer, sino que se condensa en una “masa informe de intemporalidad”, en un instante “en el que convergen las corrientes del pasado, el futuro y del presente”.

Marija, María, la niña madre (dudo mucho que la elección de su nombre sea casual) absolutamente indefensa, sin capacidad ni fuerzas para hacer o decir nada por sí misma, pendiente siempre de esa palabra que la ponga en movimiento, torturada por el remordimiento de tener que echar a un lado a todos esos muertos, que no puede dejar de sentir presentes, para estar atenta a esa señal que la encamine hacia su destino.

El narrador hace lo que ella no puede y articula en palabras, unas palabras llenas de poesía y a la vez sobriedad, “el infierno de confusión mental y caos orgánico” que vive Marija. Y consigue así transmitir lo que ningún libro de historia, ninguna relación de hechos podría: una experiencia auténtica, vivida desde dentro, en carne propia, de una realidad que sólo parece "objetivable" en la recreación literaria, porque sólo la poesía (la literatura) parece capaz de nombrar (en una paráfrasis infinita) aquello para lo que no tenemos nombres comunes, y que suele ser lo que de verdad nos importa, cuando de verdad nos importa algo.

Danilo Kiš. Foto: web Acantilado
La intensidad, el poder expresivo y comunicador es tal, que resulta difícil no sentir que al final, cuando el narrador se aleja de María, la obra desfallece. Seguramente no es una obra perfecta (es la primera de su autor, junto a La Buhardilla, también de 1962). Puede que, en realidad, lo que me suceda es sencillamente que quiero más, que quiero seguir leyendo a Kiš. O las dos cosas. No importa: es un relato, milagroso él mismo (creador), de un milagro que, en medio del horror, se opone a éste sin otra fuerza que su mera existencia; que no triunfa sobre él, pero impide su triunfo. Un relato lleno de esperanza y a la vez de lucidez.

Se nos cuenta que Milena Jesenská, la mujer que Kafka no pudo evitar amar, dijo en Ravensbrück: "Ay, si pudiera estar muerta sin tener que morir". Marija "se resigna, le parece haberse resignado con lo venidero, pero más tarde se da cuenta de que en realidad no se había resignado (...). Pese a los hechos. Pese a todo". Dos formas de expresar que la muerte siempre (se escuchen o no ya los cañones de la liberación) es difícil para el hombre.

Danilo Kiš nació en Subótica (Serbia) en 1935 y murió en París en 1989. Como hizo con Kertész, con Zweig y otros muchos, Acantilado se propuso en 2006 poner a nuestro alcance su obra. Yo no pienso desaprovechar la ocasión de volver a leer a este mago. No me lo puedo (ni quiero) permitir.

lunes, 11 de mayo de 2015

En un rincón de Ávila

Por Marisa Díez

Desde que regresé de mis vacaciones en Candeleda, la pasada Semana Santa, tengo a la jefa detrás de mí para que le escriba un artículo, o algo similar, acerca de mi pueblo adoptivo. No hago más que darle vueltas al asunto y me ocurre lo que al maestro, “busco mirando al cielo inspiración y me quedo colgada en las alturas”. Con la cancioncita resonando continuamente en mi cabeza, no encuentro un planteamiento que me parezca válido y pueda complacer a todo aquel que se vaya a decidir a leer estas líneas. Por mi mente se cruzan un sinfín de ideas que voy desechando, una tras otra, por el temor a que resulten inapropiadas o poco ajustadas a la realidad para el común de los mortales. Me provoca cierto respeto imaginar la interpretación que al leerlo pueda hacer, por ejemplo, mi amigo Santi, candeledano de pura cepa que se pasa los días contando las horas que le faltan para regresar, desde Madrid, a su paraíso particular. O lo que pueda pensar mi cuñado Antonio, que un día decidió emigrar a la capital y desde entonces casi podría asegurar que, en su pensamiento, un día vivido lejos de su pueblo es un día perdido.

viernes, 8 de mayo de 2015

Brainstintastorming

Por Esperanza Goiri

 Si has leído el título, lo primero que habrás pensado es: ¿Qué narices es eso? Si tienes paciencia para seguir leyendo te lo explico enseguida. Brainstintastorming es un palabro que me acabo de inventar, pero que es muy expresivo de lo que sucede una vez al mes, más o menos. Tu siguiente pregunta será: ¿Qué es lo que ocurre mensualmente? Pues que los “tinteros” se reúnen. Y, sí, no hace falta que te lo preguntes, ya te lo aclaro yo:  los “tinteros” somos un grupo de escritores independientes con formación en Periodismo, Humanidades, Diseño y Arte Gráfico. Así, al menos, nos definimos en nuestro blog La vida en su tinta. Lógicamente, para sacar adelante nuestro proyecto nos tenemos que reunir, debatir, sugerir, decidir…, y otro montón de actividades que no tienen cabida en ningún término reconocido por la Real Academia de la Lengua Española. De ahí la necesidad en que me he visto de crear una palabra específica. Como muestra de lo que ocurre en un brainstintastorming cualquiera, paso a contar lo que sucedió en el último.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Chicas mágicas y hombres fatales




Por J. Teresa Padilla

Nuestro particular experto (el sr. Ruiz del Álamo) me tiene dicho por activa y por pasiva que no sé escribir críticas de cine. Y no por la razón más evidente, a saber: que soy una completa ignorante en cuestiones cinematográficas. No, según él soy una pésima reseñadora de películas porque las cuento. Las películas hay que presentarlas, criticarlas o alabarlas, pero nunca contarlas. No me veo capaz de semejante contención. Por eso no voy a hacer una crítica de esta película, aunque desde mi constatada incompetencia para, al menos, la cinematográfica no puedo dejar de recomendarla: es sorprendente, terrorífica a ratos, muy desasosegante. Perfecta para disfrutar de un estupendo mal rato (así de complejo es el género humano, que disfruta sufriendo). Y, además, si quieres, te da qué pensar.

No puedo contarla, aunque después de verla no puedo resistirme a hablar de ella, o a partir de ella. Otros (Gustavo Martín Garzo) también han sucumbido a esta tentación, por algo será. En resumen, que necesito contar algo. Y como esta película no puede ser, pues que sea otra. Otra, eso sí, construida a partir de lo que sí puedo decir de la de Carlos Vermut.

Tenemos tres, o cuatro, quizás hasta cinco personajes imprescindibles para el correcto desarrollo de la trama:
Luis, un profesor de literatura en paro con una hija preadolescente, Alicia, a la que está consumiendo sin remedio la leucemia. La niña ha escrito para sí misma una colorida lista de deseos entre los que se cuenta llegar a su cumpleaños. Huyendo del dolor que la certeza del incumplimiento inevitable de este deseo le causa, su padre se obsesiona con lograr el del inmediatamente anterior: un vestido carísimo inspirado en su personaje favorito de un manga (Magical Girl). Esta huida, sin embargo, le impide reconocer (menos aún cumplir) el auténtico deseo de Alicia y, a su vez, obliga a Alicia a fingir (mentir) que esto es lo que desea para cumplir su auténtico deseo (retener junto a sí a su padre).

Damián, otro profesor, esta vez de matemáticas, que ha pasado diez años en la cárcel por una razón que desconocemos, pero sospechamos guarda una turbia relación con Bárbara, una antigua alumna. Es un hombre maduro, apacible y educado por el que inevitablemente se siente empatía y que sólo parece desear, tras su experiencia carcelaria, llevar una vida tranquila, alejada de sus demonios personales y dedicada a la reconstrucción de rompecabezas, es decir, a desafíos más o menos complejos, pero con una resolución a priori segura. Otro personaje que huye de sí mismo y de lo que siente.

Y Bárbara, claro, la indiscutible protagonista femenina. Una hermética mujer, joven, hermosa e infeliz, casada con un acomodado psiquiatra. Éste último es un personaje sólo aparentemente secundario que parece permanecer ajeno a la trama pero resulta imprescindible para entender el papel de Bárbara en ella. Es a la vez el encargado de convencernos de que Bárbara sufre algún tipo de trastorno mental y el que nos hace dudar de que lo tenga realmente. Representa el poder, el control, el orden. Un poder, un control y un orden que destruyen a Bárbara a la vez que la convencen (a ella y a nosotros) de que son su única posibilidad de supervivencia.

Ya hemos mencionado que los problemas pasados de Damián tenían que ver con Bárbara, y también podemos decir, sin desvelar el argumento, que las consecuencias del encuentro de Bárbara y Luis (que a la postre llevará al de Damián y Luis y al reencuentro de Damián y Bárbara) tampoco serán felices para ninguno (o casi, que puede que Damián espere ver cumplido su más preciado sueño).

Por lo menos en este sentido podemos considerar que el personaje de Bárbara se ajusta a lo que en el cine negro de toda la vida ha sido siempre una "mujer fatal", o sea, la versión cinematográfica de Pandora y de su versión hebrea, Eva: aquella que, por sus ambiciones, intrigas y manipulaciones, aunque muchas veces también por su simple existencia, termina llevando a la ruina a los hombres (varones) que la rodean (aunque, para alivio de la población masculina y advertencia a la femenina, ella también caiga).

Las mujeres fatales no suelen salirse con la suya (de ahí mi solidaridad con ellas), porque siempre hay algún hombre entre los que la rodean más listo. Acabo de decir más listo, y no más fatal que ellas, y al decirlo he caído en la trampa que pretendía denunciar: los hombres son listos (sagaces, astutos e inteligentes), lo de las mujeres es pura fatalidad. Y, sin embargo, estos sujetos que arruinan los "diábolicos planes" de las mujeres fatales no lo suelen hacer, en realidad, desde un plano moral o intelectual más elevado que ellas. Simplemente aprovechan la ocasión que les brinda algún agujero o fallo de la perversa maquinación femenina. Las mujeres fatales no lo son sólo porque lleven la perdición a los hombres que caen en sus redes, sino también a sí mismas. Fatalidad y nada más que fatalidad: para los demás y para ellas.

 "Ten cuidado con lo que deseas", nos indica el cartel de la película. Y es que supuestamente son los deseos de las mujeres fatales los que ponen en marcha la maquinaria de destrucción. Eva quería la sabiduría y tuvo que pagar por ella el precio de quedar condenada al dolor físico y al sometimiento a un ser a todas luces inferior, el pánfilo de Adán, el cual no tenía mayor interés en la sabiduría, pero era demasiado perezoso para discutir con ella y optó por hacerla caso, que era lo más cómodo. Esta es la historia que se nos cuenta en el Génesis (III, 1-24), no me la invento ni exagero un ápice.

En las historias de mujeres fatales están pues, por un lado, los deseos de los hombres, que suelen reducirse al deseo de la propia mujer fatal (de su posesión, nunca de otra cosa que le pudiera resultar más atractivo a la susodicha, como, por ejemplo, su felicidad), y, por otro, los de ella, que son los que terminan complicándolo todo.

Aquí la película se sale del molde tradicional, porque la supuesta mujer fatal, Bárbara, no desea, en realidad, nada de nada. Desde luego, en este aspecto, Damián y ella se parecen, por lo que suponemos que tal aspiración a una vida libre de deseo tiene que ver con la historia pasada que comparten. Por no desear, Bárbara ni siquiera desea ser deseada (condición necesaria del poder que detenta toda mujer fatal que se precie). Vestida siempre con unas camisas de aire inequívocamente masculino, amplias y abotonadas hasta el cuello, sin rastro de maquillaje, Bárbara se oculta. A duras penas se mantiene con vida en una negación evidente de sí misma, de cualquier sentimiento o anhelo. Y parte esencial de esta negación es ese marido sutilmente sádico que amaga abandonos que no tiene intención de culminar con el único fin de reforzar su papel tutelar y recordarle su dependencia. Una pequeña debilidad, la de buscar algo de consuelo en otro ser humano (un deseo de lo más natural e inocente), la conduce, de nuevo, a las puertas de un infierno del que nunca terminó de escapar.

Este pequeño error, este deseo que se le escapa y el miedo a sus consecuencias, se une al "deseo" de Alicia, aquel al que su padre está dispuesto a prestar oídos y cumplir, para detonar la tragedia. También ella sería, por tanto, una mujer fatal, aunque en germen. En realidad, Bárbara y Alicia tienden a confundirse. Para los personajes masculinos de este drama son una y la misma: esa niña caprichosa y tonta que desea vestidos caros o una vida fácil y a la que sólo puede redimir su belleza (bien lo sabe Bárbara) o la compasión. Lo serían para el marido psiquiatra, para el que resulta evidente que todas las mujeres son uno y el mismo caso clínico. Son la misma para Luis, sordo al auténtico deseo de ambas (algo de calor y cercanía, un alivio a su soledad), el cual, en su lugar, se sirve de la adulta caprichosa y tonta que sólo desea salvaguardar su comodidad material para satisfacer el deseo que atribuye a su hija, convirtiéndola así en otra niña igual de caprichosa y tonta. Sólo Damián, que reconoce en Alicia a la niña sin miedo que un día fue Bárbara, comprende su verdadero parecido y obra en consecuencia. Al hacerlo, los que se confunden y terminan identificándose son las figuras tutelares: él mismo y el marido.

Damián, el hombre bueno y tierno al que una mentira de Bárbara convierte en criminal. Todo un clásico. Oír a Bárbara mentir y condenarla como responsable máxima de lo que esta mentira va a desencadenar es todo uno. Ella es la "zorra", la mujer fatal por antonomasia. Y, sin embargo...

Sin embargo, puede que la mentira no lo fuera realmente y, sobre todo, que no sea ella, sino la verdad que oculta la que condene a unos y otros. Bárbara no dice, es cierto, la verdad, pero tampoco miente cuando responsabiliza a Luis de la violencia a la que se ha visto obligada a exponerse. Y el bueno de Damián... Cuando vivía en la mentira estaba dispuesto a sacrificar su vida con tal de ofrecer justicia a Bárbara; cuando descubre la verdad, su disposición al sacrificio se convierte inmediatamente en el ejercicio de una venganza implacable y calculada. Una venganza que no desencadena el hecho de haber sido engañado: si éste hubiera sido el caso, el objeto de la misma hubiera sido exclusivamente la mentirosa, Bárbara. Es la verdad lo que le hace daño, lo que despierta su sed de venganza. El error fatal de Bárbara no fue, por tanto, mentir, sino, de nuevo, buscar ayuda en otro hombre.

¿Qué verdad es ésta? La resurrección en Bárbara, aunque fuera por un instante, de la niña sin miedo que le aterrorizó en el pasado: la que se atreve a desobedecer las normas, a enfrentarse a la figura de autoridad y reivindicarse en la infidelidad. La misma niña que, vestida con el ridículo vestido de Magical girl con el que pretende hacer feliz a su padre, se niega a dejar de mirarle desafiante. Damián sabe por experiencia que a la niña nunca la podrá dominar, pero quizás sí a la mujer adulta. Todo dependerá, claro, de que consiga mantener de nuevo drogada y anestesiada a la chica mágica, a la niña de fuego (¡qué maravillosa canción!) que habita en ella. Ésa cuyo poder mágico es no tener miedo. Una pieza imprescindible del rompecabezas con la que nunca va a poder contar.

¿"Ten cuidado con lo que deseas"? Ten cuidado con desear, más bien. Ten cuidado con la vida. O, mejor, no te cuides: pierde el miedo.

Ahora que acabo de contar "mi" película, dudo si realmente es o no otra. Vedla y me decís.

Magical Girl. Carlos Vermut. España, 2014. 127'

Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España (Zurbano, 3. Madrid)

13 de Mayo a la 19 horas. Entrada libre con invitación.

lunes, 4 de mayo de 2015

Menos épica

"El fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer historia".
Por J. Teresa Padilla

Éste es uno de los pecios, reunidos por Rafael Sánchez Ferlosio en Campo de retamas, que he conocido gracias al blog de Fernando Valls.

A saber cuál es la razón, pero es muy cierto que siempre se terminan encontrando las frases, los artículos, los libros o hasta las canciones que se van necesitando para entender lo que te rodea y entenderse uno mismo. Si se tiene un poco de paciencia, salen a tu encuentro sin necesidad de buscarlos. Sólo por esto merece la pena seguir con vida.

El pecio en cuestión (no conocía esta palabra y me resulta bellísima utilizada como se hace aquí) se une a un artículo de Enrique Vila-Matas que había leído hace unos días y con el que me sucedió algo muy similar. En él su autor consiguió aclararme, siquiera en parte, lo que sentí (pues no había llegado a dar a esta sensación la forma articulada de un pensamiento) cuando contemplé en televisión la escena en que Pablo Iglesias, eurodiputado por Podemos, obsequia al Rey con los DVDs de la serie Juego de Tronos. Era una mezcla confusa de pena, vergüenza y algún otro sentimiento que no terminé de identificar.

Había intentado explicársela a una amiga, que acaba de asisitir a un mitin-fiesta de este partido y parecía bastante seducida por sus propuestas, para justificar ante ella mi escasa o nula atracción por el mismo; una falta de entusiasmo que en ese momento estaba ligada en gran medida a la anterior imagen. No lo conseguí, porque es difícil explicar lo que ni siquiera una tiene muy claro. Así que ya podéis imaginar mi alivio cuando, leyendo a Vila-Matas, pude comprobar que no estaba sola, que a otros tampoco les había resultado indiferente aquella escena. Al fin y al cabo, esto es lo que buscamos cuando leemos (o escuchamos) las opiniones de los demás: la confirmación de que no estamos solos, ni locos, que no vemos gigantes donde sólo hay molinos.
Aunque se lo tome resignada y algo irónicamente, está claro que a Vila-Matas le resulta poco comprensible (o quizás demasiado comprensible y deprimente) que entre toda la belleza y la sabiduría acumulada en siglos de historia literaria y filosófica se haya elegido precisamente esta obra, y encima en su versión televisiva, para invitar a un jefe de estado a considerar otra perspectiva sobre las relaciones de poder o su complejidad. Convertido en imaginario portavoz de un hipotético nuevo partido (Pensamos), sugiere otro regalo: el Enrique IV de Shakespeare, por ejemplo. En todo caso, otro que invitara menos a una acción trepidante y más a la reflexión crítica, al aprendizaje del sano ejercicio de la duda y, por qué no, al respeto y la valoración justa de nuestra herencia, del trabajo de nuestros mayores. Las llamadas a la acción contundente e irreflexiva nos puede llevar a creer en la posibilidad de construir de cero una realidad nueva, lo que no sólo es ingenuo (por haberse demostrado históricamente imposible), sino que exige la destrucción de lo previo.

No conozco Juego de Tronos. Ni la serie ni las novelas. Me temo que es posible que por ello se me escapen las claves de la realidad política en la que vivo, claves que el líder de Podemos ha tenido a bien mostrarnos en una obra que ha titulado Ganar o morir. Todo es, en principio, posible, pero la vida es corta y mi ignorancia demasiado grande como para incluir en un lugar preferente de mis lecturas o visionados pendientes ninguno de estos títulos. Ahí quedan, un puesto antes o después de 50 sombras de Grey. Según mis cálculos, no llegaré nunca a ellas aunque doble la esperanza media de vida que se me puede suponer. No juzgo, por tanto, sus respectivas valías, aunque como toda hija de vecina tenga derecho a mis prejuicios y a dejarme guiar por ellos mientras no me convenzan de lo contrario. Y el género épico, al que por sus títulos (más desgraciado el segundo que el primero) parecen remitir ambas obras, despierta en mí arraigadas suspicacias. Suspicacias que de momento no veo razón para desarraigar, es decir, que encuentro perfectamente justificadas.

Me comentaba mi amiga que en el mitin se había pedido la confianza de los ciudadanos para dos legislaturas (sobrentendí que con mayoría absoluta). Al parecer su proyecto de transformación política y social requiere, como mínimo, este tiempo. No sé si, en cualquier otro caso, se comprometen a conseguir algo. Es lo que tiene necesitar construir de nuevas y plantearse giros copernicanos. Seguramente es culpa de mis nefastos gustos literarios, pero no sólo considero imposible, sino una tentación bastante perversa, la invitación a iniciar una nueva vida, una historia nueva. Conseguir reconciliarme y apropiarme de las mías es a los más que creo poder aspirar sin engañarme a mí misma. La historia de un país la escriben día a día sus ciudadanos quieran o no, en sus pequeños y aparentemente insignificantes gestos, por mucho que luego en los libros de Historia figuren otros nombres propios, normalmente de políticos. Yo asumo esa historia como parte de mi pasado, de mi responsabilidad y hasta de mi culpa. Es el precio que tengo que pagar para poder considerarme libre. Cualquiera que pretenda eximirme de él, convertirme en una víctima inocente de otros poderes, lejos de hacerme un favor o mostrarme empatía, me está privando de mi libertad. Soy libre y, por tanto, asumo la responsabilidad sobre mi vida y hasta sobre el mundo en el que vivo. No delego nada de esto en nadie, ni por ocho años ni por un día.

La vida no es un juego, ni de tronos ni de nada. Menos aún uno con alternativas tan claras como la de ganar o morir. Aunque ganes vas a morir y a veces la muerte puede ser una victoria (y me viene a la mente ahora la de Guido en La vida es bella). Y antes de decidirse a ganar o a poder habría que pensar, tener claro cuál es el precio de la victoria que se nos propone. Porque ese "ganar o morir" suele enmascarar, en la realidad y en las sagas épicas, un “matar o morir”.


Casi prefiero no ver en el obsequio de marras un fondo de perversión moral, sino simplemente de inmadurez intelectual y personal (yo soy menos generosa que Vila-Matas y no voy a presuponer nada a nadie), aunque ya nos enseñó Hannah Arendt que el rostro personal de la maldad suele ser mediocre y decepcionante, y la actualidad de sucesos que un niño, casi como cualquier otro, puede sembrar el caos y la tragedia cuando empieza a confundir la realidad con la ficción épica.

No, no me he saltado la regla no escrita de no hablar aquí de política. No se trata de eso, sino de que preferiría menos épica y más ética o, al menos, estética. Una estética más compleja, ambigua, madura.

Los pecios son los restos de un naufragio. El naufragio de la crítica (que, como la compasión bien entendida, siempre ha de empezar por uno mismo), de la duda esperanzada o de la esperanza incierta, de nosotros mismos... Bueno, mientras queden restos...