miércoles, 8 de abril de 2015

Ronda nocturna

Ronda nocturna. Mijaíl Kuráyev.

Acantilado: Barcelona, 2007. 112 pp. 13 euros.


Por J. Teresa Padilla

Se supone que son los días festivos los que aquellos afortunados que gozan de una vida laboral plena (satisfactoria o no) aprovechan para leer. Como yo no me cuento entre ellos, los días festivos son aquellos en los que apenas puedo leer una página sin ser interrumpida, así que más me vale elegir lecturas breves si pretendo eludir la desesperación. Por eso elegí Ronda nocturna (no confundir con otra Ronda nocturna, la de Sarah Waters, que ni he leído ni creo que lea próximamente, que ya os he comentado lo que me cuesta acercarme a la literatura anglosajona). Pero no terminé de elegir bien. Sí, es breve (una nouvelle, como se dice en la jerga), y ni formal ni materialmente plantea especiales dificultades. Con todo y con eso es una lástima no demorarse todo lo posible en ella. Ronda nocturna tiene un subtítulo: “Nocturno para dos voces con la participación del camarada Polubolótov, sereno a cargo de la seguridad del perímetro exterior”. Sí, es sin duda desproporcionadamente largo (en relación con la extensión de lo que subtitula), pero fundamental, porque nos indica cómo debería leerse todo lo que sigue: como si nos dispusiéramos a escuchar un nocturno.


Dos voces escuchamos, más que leemos, a lo largo del texto. Poco importa, en realidad, si las dos salen o no de la misma boca o a quién pertenecen. Por un lado, tenemos la voz que nos describe, bajo el hechizo de las noches blancas (ésas del verano polar en las que el sol no llega a ponerse por completo), la ciudad de San Petersburgo (o Petrogrado, o Leningrado). El hechizo, la “mortal adoración” que esta voz reconoce desde la primera línea sentir por este tipo de noches, no impide, sin embargo, que la mirada que recorre la ciudad en esos momentos de mágico abandono y suspensión del tiempo no reconozca en su monumental belleza las huellas de siglos de represiones, matanzas y despotismo.

Que la inhumanidad última de la enorme belleza de la ciudad, respladeciente como nunca en este tipo de noches, no le pase en absoluto inadvertida a esta voz es lo que puede llevar a pensar que su propietario tenga que ser necesariamente otro que el de la segunda voz: el maduro ex agente de la policía política (¿el camarada Polubolótov?) que recuerda con añoranza sus actividades en el apogeo del terror estalinista y se las narra a un misterioso y quizás silencioso (o no) interlocutor (¿el camarada Polubolótov?). Sin embargo, este antiguo policía, que asume sus funciones de aquella época sin sombra de remordimiento y como una obligación laboral tan rutinaria y tan trascendente o insignificante como cualquier otra, no se engaña a sí mismo. Ni se siente culpable, ni es un psicópata sádico. Plenamente consciente del dolor y la perdición que rodean a aquellos a los que debe detener, ni se tortura por su causa ni busca exacerbarlos para gozarse en el poder que detenta. En realidad, sabe, porque lo ha visto muchas veces, que cualquiera, en cualquier momento y por la más nimia de las razones, puede terminar en el papel del detenido, incluido él. Es decir, que los papeles en el drama son perfectamente intercambiables. Sabe que la mentira, el mal y el absurdo (ejemplificado tragicómicamente en el caso de los bibliotecarios obligados a correr como pollos sin cabeza tras los libros que se prohíben para retirarlos en el plazo prescrito) constituyen el orden de las cosas. Esta es la esencia del terror, y él, sencillamente, ha sabido adaptarse y sobrevivir.

Sin condenar ni aprobar el sistema, aunque no pueda evitar añorar, arrastrado por la inercia generacional del "cualquier tiempo pasado fue mejor", aquellos "viejos tiempos" en que todo estaba más ordenado (aunque fuera perversamente) y los hombres mejor dispuestos, este antiguo policía se deja arrullar por la belleza de la noche blanca y rememora el terror en su rutinaria y verídica cotidianidad. Estos son los hechos, y hablan por sí mismos. O no. Quizás es más bien lo que callan lo que resuena tras las dos voces en este bellísimo y doloroso nocturno.

Nada conocía de este autor como nada conozco de la actual literatura rusa. Para mi consuelo (tonto, eso sí), compruebo que al parecer mi ignorancia está bastante generalizada y se debe, en parte, al conservadurismo financiero del mercado editorial español. Lo cierto es que parece difícil abrirse paso hasta nosotros cuando lo que se tiene en medio son las imponentes figuras de Dostoyevski o Tolstói. Supongo que es la desventaja de haber vivido una edad de oro tan reciente. Esta novela, por ejemplo, ha tardado casi veinte años en llegarnos, mientras las estanterías dedicadas a la literatura anglosajona de nuestras librerías rebosan de novedades (sí, ya lo sé, mi manía a lo anglosajón). Es una pena, porque al leerla he reconocido también a esos clásicos que ya también son nuestros. Porque, en realidad, y no sé por qué, los entendemos bien. Porque, en resumen, nos gustan los rusos.

¡Ah, se me olvidaba! La cita sobre las mentiras hermosas es de aquí...

No hay comentarios:

Publicar un comentario