miércoles, 15 de abril de 2015

Milagros lectores


Foto: Florian K.
Por J. Teresa Padilla

El lunes murió el escritor Günter Grass. Lo oí en las noticias y me dejó indiferente. Es difícil sentir realmente una muerte que tiene lugar a los 87 años. Es lo malo de morir de viejo, que no te lloran tanto como si mueres joven. Lo bueno es, obviamente, que no has muerto de joven. Aún así, se supone que la muerte de un escritor, o de un artista en general, nos entristece siempre, aunque sea por motivos estrictamente egoístas, es decir, porque no van a poder ofrecernos nada más, porque con ellos acaba también su obra.

Con todo la muerte de Günter Grass me ha dejado indiferente. No creáis que soy así de insensible siempre. Recuerdo muy bien la tristeza, grácil, como era ella, pero a la vez profunda, que me provocó la muerte, pronto hará un año, de Ana Mª Matute. O la de Carmen Martín Gaite, de la que ya va a hacer la friolera de 15 años. Ninguna de las dos ganó nunca un premio Nobel y no sé, ni en realidad me importa, si fueron mejores escritoras o no que el autor alemán. La verdad es que desconozco cuál es el criterio que permite establecer las jerarquías literarias. Yo me dejo guiar por mi instinto y por la opinión (no sé si ella misma instintiva o no) de otros que me parecen más sabios que yo y en los que confío (a su vez por puro instinto).

Imagen: Alexandrapociello
Con estas dos autoras (y otros muchos hombres y mujeres) he disfrutado y sufrido leyéndolos. Me contaban cosas que entendía (o no entendía, pero conseguían que me intrigaran), que había sentido antes sin apenas darme cuenta o que sentía con ellos por primera vez. O me descubrían realidades de las que probablemente no me habría percatado sin su ayuda jamás. Oía hablar o leía a Ana María y veía a una mujer que había logrado conservar (y transmitir) lo mejor de ella misma a pesar de todo y de todos. Una mujer llena de magia, luz y humildad. Recuerdo a Carmen Martín Gaite en la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro, donde no faltaba ni un solo año, sonriendo a sus lectores, mirándoles a los ojos y firmando con la misma alegría, cariño e interés la novedad de ese año o un modesto libro de bolsillo que apenas le generaría ya ningún beneficio económico. Para mí eran grandes y bellas, ellas y sus obras. Unas maestras.

Maestros y maestras tengo muchos, y por razones muy distintas. Ana María y Carmen lo son de una forma parecida, pero también he logrado esa conexión mágica con otros autores que no se le parecen en nada: Unamuno, Joseph y Henry Roth, Kertész, Dostoyevski, Natalia Ginzburg, Pasternak o hasta el Thomas Mann de Los Buddenbrook. Tolstói (otro de esta lista) describe este milagro que la lectura nos depara a veces en una entrada de sus diarios mejor de lo que yo nunca podría hacerlo:
“Un pasaje prodigioso de Pascal. No pude no emocionarme hasta las lágrimas cuando lo leí y me di cuenta de mi total comunión con este hombre muerto hace cientos de años. ¿Qué otros milagros se pueden desear cuando uno experimenta un milagro como éste?” (Diarios 1895-1910, 3 de agosto de 1910, p. 431s). 
Con Günter Grass no he vivido nunca ese milagro. Hubo un tiempo en que incluso lo intenté. Sin éxito. Y nada de lo que he oído hablar de él o de lo que él decía, y decía muchas cosas y en voz muy alta, me ha motivado lo más mínimo a volverlo a intentar. Supongo que, ahora que ha muerto, debería callarme si no tengo nada bueno que decir de él. Sí, está feo. Y, como lo está, no diré nada de esa antipática manía de muchos hombres de cultura preeminentes de tener una opinión clara y tajante sobre casi todo, de sermonearnos, como esos pastores calvinistas de las películas que tanto miedo dan, sobre nuestros pecados e hipocresías. Entiendo que ya suficientemente duro debe ser para ellos vivir sabiéndose en posesión de la verdad, de una verdad que los demás no siempre saben o quieren reconocer, por ignorancia o cobardía. Lo entiendo, pero...

De acuerdo, no diré nada salvo que prefiero, sin duda, a aquellos que, muy capaces también de ser crueles con los demás, lo son sobre todo con ellos mismos (sí, estoy pensando en alemán, en un contemporáneo de Grass, en Thomas Bernhard). Qué le voy a hacer. A mí me gustan los hombres callados, que no gritan, que “se afanan en fracasar” y que, a veces, son capaces de hacer milagros. Y si encima tienen sentido del humor… Pero, en fin, que me desvío del tema y ya no sé muy bien de qué estoy hablando.

Ahora que ha muerto Günter Grass debería ignorar todo ese ruido que generaba (o se generaba) a su alrededor. Debería darle y darme una penúltima (siempre penúltima) oportunidad. Porque nunca se sabe dónde espera al acecho el milagro, y es una pena perdérselo.

3 comentarios:

  1. Yo, la verdad, es que tampoco he sido nunca "fan" de este hombre. Pero ahora no es políticamente correcto decirlo, ¿no? Siempre tuvo unas ideas, como mínimo, peculiares. Pero en fin, para gustos, los colores, que dicen por ahí.

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    1. Yo, como decía en la entrada, intentaré olvidar que escribió cosas como "Lo que tiene que decirse" o sus comentarios sobre la amenaza que supone la superpoblación mundial (¡qué miedo da oír este tipo de cosas de un alemán!) y volver a intentar leer "El tambor de hojalata", que lleva un montón de años aquí, en una de mis estanterías, esperando... A ver qué pasa.

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  2. "John Updike (...) escribió sobre Günter Grass algo que me parece certero: “He aquí un novelista que se ha vuelto tan público que ya no puede tomarse el trabajo de escribir una novela: tan solo envía comunicados a sus lectores desde la trinchera de su compromiso”. Quizás el talento es más frágil de lo que parece. Un escritor puede malograrse si nadie le hace ningún caso, y también si le hacen demasiado; si descuida lo único que tiene, el tono de su voz, para aceptar convertirse en un portavoz de algo; y si por vanidad, o por simple desidia, se deja subir a un pedestal (...) o cambia su escritorio por una tribuna. Mejor esconderse a tiempo. En la soledad del cuarto de trabajo las palabras brillan con una textura de cosas materiales. En una democracia, el único compromiso inexcusable de un escritor, como el de cualquiera, es el ejercicio común de la ciudadanía". Fragmento de "La sepultura de la gloria", publicado en Babelia, el 25 abril por Antonio Muñoz Molina (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/22/babelia/1429710749_802830.html).

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