lunes, 20 de abril de 2015

La verdad en la mentira

Foto: Thomas Bernhard Nachlaßverwaltung
Por J. Teresa Padilla

Pendiente tenía compartir con vosotros un fragmento de Thomas Bernhard sobre la inevitabilidad de la mentira, una reflexión que intercaló en su autobiografía (género problemático donde los haya). El texto en cuestión era éste:
“La verdad, pensaba, sólo la conoce el interesado; si quiere comunicarla, se convierte automáticamente en mentiroso. Todo lo comunicado puede ser sólo falsificación y falseamiento, y por consiguiente sólo se comunican siempre falsificaciones y falseamientos. El deseo de verdad es, como cualquier otro, la vía más rápida para la falsificación y el falseamiento de un estado de cosas. Y escribir sobre una época, un período de la vida, un período de la existencia, da igual a qué distancia en el tiempo se encuentre y da igual si fue larga o breve, es una acumulación de cientos y miles y millones de falsificaciones y falseamientos, que al que los describe y escribe le son familiares todos como verdades y nada más que como verdades. La memoria se atiene exactamente a los acontecimientos y se atiene a la cronología exacta, pero lo que resulta es algo muy distinto de lo que fue realmente. Lo descrito hace comprensible algo que, sin duda, corresponde al deseo de verdad del que lo describe, pero no a la verdad, porque la verdad no es en absoluto comunicable. Describimos una cosa y creemos haberla descrito de conformidad con la verdad y con fidelidad a la verdad, y tenemos que comprobar que no es la verdad. Hacemos comprensible un estado de cosas, y no es nunca, jamás, el estado de cosas que queríamos hacer comprensible, siempre es otro distinto. Tenemos que decir que nunca hemos comunicado nada que fuera la verdad, pero durante toda nuestra vida no hemos renunciado al intento de comunicar la verdad. Queremos decir la verdad, pero no decimos la verdad. Describimos algo verídicamente, pero lo descrito es algo distinto de la verdad. Tendríamos que ver la existencia como el estado de cosas que queremos describir, pero, por mucho que nos esforcemos, no vemos jamás, por medio de lo que hemos descrito, el estado de cosas. Sabiendo esto, hubiéramos debido renunciar hace tiempo a querer describir la verdad y, por consiguiente, renunciar a escribir en general. Como no es posible comunicar y, por consiguiente, mostrar la verdad, nos hemos contentado con querer escribir y describir la verdad, lo mismo que decimos la verdad, aunque sepamos que la verdad no puede decirse jamás. La verdad que conocemos es lógicamente la mentira, la cual, como no podemos evitarla, es la verdad. Lo que aquí se describe es la verdad y, sin embargo, no es la verdad, porque no puede ser la verdad. En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad. Durante toda mi vida he querido siempre decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido ya hace tiempo decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se transporta a través de mí como verdad. Sin duda podemos exigir verdad, pero la sinceridad nos prueba que la verdad no existe. Lo que aquí se describe es la verdad; y no lo es por la sencilla razón de que la verdad sólo es, para nosotros, un deseo piadoso”. (Thomas Bernhard, Relatos autobiográficos (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño), pp. 135ss. Anagrama: Barcelona, 2009).

A lo mejor es verdad, y escribir o hablar es necesariamente mentir. Aunque decir esto nos parezca en principio exagerado, una hipérbole puramente retórica, lo cierto es que lo que hacemos cuando escribimos o hablamos es dar a los “hechos” de los que pretendemos hablar otra forma de ser que les es completamente ajena, la del lenguaje: los “traducimos” a significados para los que buscamos luego una palabra capaz de expresarlos. Si toda traducción (de una lengua a otra) es una interpretación más o menos fiel o aproximada del original, si incluso cuando escuchamos o leemos a otro en nuestra lengua materna tampoco podemos nunca estar seguros de haberle entendido (es decir, no podemos descartar jamás la posibilidad del malentendido), si todo esto es verdad sin salir de ámbito del lenguaje, entonces no resulta nada exagerado decir que es imposible decir o escribir la verdad (los “hechos” tal y como son). Ni siquiera presuponiendo, lo que es mucho presuponer, que conozcamos estas “verdades”o "hechos".
Hablar o escribir es interpretar los hechos: dar una versión entre otras siempre posibles, y quizás más fieles, de ellos; unas versiones que nunca son los hechos mismos, que, desde este punto de vista, son “mentiras”. Y, sin embargo, no podemos renunciar a escribir o, en general, a hablar, a comunicarnos (o más bien a intentarlo).

Nadie puede. Aquí no se trata de pasiones literarias. Necesitamos decirnos las cosas, a otros y hasta a nosotros mismos (pensar es hablar con uno mismo, decía Unamuno). Aún a riesgo de malentendernos por completo, de equivocarnos, de mentirnos. Pero es que los hechos, por sí mismos, no sólo son mudos, sino incomprensibles. No podemos vivir en un mundo de hechos sin nombre, en la pesadilla de un autismo catatónico, ésa es la pura verdad. Supongo que de esta imposibilidad se debe sacar alguna conclusión sobre lo que somos realmente (o sobre lo que no somos: hechos). Necesitamos el lenguaje como el aire, el agua o el alimento: para seguir vivos. Es cierto que con él vino al mundo un “hecho” nuevo y aparentemente perverso, la mentira, pero también es cierto que sólo gracias a él ese mundo adquiere cierto sentido.

El otro día comentaba a Marisa que no había dicho una palabra del amor en la serie de entradas supuestamente dedicadas al amor y el erotismo que di por concluida el viernes. En realidad, no la había dicho porque me parecía evidente que ésta es una de esas palabras que cada uno entendemos a nuestra manera, y eso si somos capaces de aclararnos lo que comprendemos nosotros mismos en ellas. Una de esas palabras con las que nunca logramos hacernos entender y que, por tanto, conducen directa y necesariamente a la mentira, queramos o no. Hablar de amor es, más claramente que hablar sobre otros temas, mentir.

Esto lo veo claro, y sin embargo… Sin embargo, si hubiera tenido que decir algo del amor habría dicho que no sé lo que es, pero sí de lo que me parece que está hecho: de palabras. Puede que el amor no sea, en el fondo, más que las palabras que somos capaces de regalarnos unos a otros, porque no hay amor que sobreviva al silencio.

Habría, parece, que decir entonces que no sólo hablar de amor es mentir, sino que el amor es en sí mismo, ya que está hecho de palabras, la gran mentira. Es posible. Ni el amor ni nosotros mismos podemos vivir en el mundo de los hechos puros: será porque ni él ni nosotros somos hechos. Claro que, entonces, a lo mejor no deberíamos oponer la verdad a la mentira. A lo mejor la verdad sólo puede vivir, como nosotros y como el amor, en ese mundo de ficciones y mentiras que es el lenguaje. A lo mejor ella tampoco es un hecho. A lo mejor sólo hay verdad en la mentira.

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