miércoles, 29 de abril de 2015

La verdadera historia de Marco y Heidi


Por Marisa Díez

Marco era ya un joven de veinte años cuando aterrizó en Argentina, huyendo del jefe de una banda de mafiosos que le reclamaba el pago de una deuda. Había nacido en un puerto italiano, al pie de la montaña. Durante unos años, en su infancia, intentó sin éxito encontrar a su madre, que se había marchado de casa en busca de un futuro mejor. Al menos, esa fue la versión que a él le contaron. La realidad es que Ana, que así se llamaba la susodicha, había huido en brazos de un apuesto banquero suizo, que le ofreció vivir en un paraíso de los Alpes en lugar de aquella humilde morada en la que pasaba sus aburridos días.

lunes, 27 de abril de 2015

Los confines

Los confines. Andrés Trapiello.

Destino: Barcelona, 2009. 19 euros.


Por J. Teresa Padilla

De Andrés Trapiello dijo Javier Marías, creo que en Negra espalda del tiempo, que era el peor novelista de España. Como imaginaréis semejante afirmación no pudo quedar sin respuesta. En realidad podría haberlo sido, y esta callada hasta quizás se habría interpretado como la más digna demostración de menosprecio, pero si algo parecen compartir Trapiello, Marías y otros escritores españoles que prefiero no involucrar en la polémica es la necesidad de opinar sobre los demás. La respuesta de Andrés Trapiello a Javier Marías hizo honor al rico vocabulario que el primero atesora y que, por lo que sé, ni el señor Marías se ha atrevido a cuestionar: "novelador hebén".

Mirad que me resisto a darle la razón a Marías, con el que apenas comparto equipo favorito de fútbol y sólo he empezado a reconciliarme desde que se rebeló contra las nuevas normas de acentuación de la RAE. Primero, porque meterse en las disputas ajenas es siempre una idea nefasta. Segundo, porque no soy nadie para hacerlo y, de enterarse, ellos serían los primeros en recordármelo (y no seré nadie, pero soy lo único que tengo, así que he de procurar cuidar lo que me queda de autoestima como oro en paño). Y, por último, porque es falso y presuntuoso. Falso porque, como pasa con las desgracias o las alegrías, siempre hay alguien peor o mejor en lo que sea que quien sea. Presuntuoso, porque semejantes afirmaciones sólo puede hacerlas quien da por hecho que conoce a todos los, en este caso, novelistas de España.

No voy a confirmar, por tanto, que Andrés Trapiello sea el peor novelista de España, pero sí tengo que reconocer que Los confines es una novela que deja mucho que desear. Me preguntaréis lo mismo que yo me he preguntado antes de escribir esta reseña: ¿por qué mencionarla siquiera cuando mi propósito era reseñar sólo lecturas que considerara interesantes? Pues porque no estoy segura de si es realmente tan mala como a mí me ha parecido o me ha parecido tan mala por la decepción que supone su lectura tras la de la contraportada, que cualquiera diría ha escrito la abuela del autor. Dice así: “Por encima de sus brillantes logros estéticos, Los confines es una novela sobre la conquista del Paraíso que le fue arrebatado al ser humano, una novela radical y feliz que conmoverá y hará pensar a todos. Una obra que irrumpe como un arroyo de aguas claras en la literatura moderna”.
Comprenderéis que, cuando leí semejante cosa en la biblioteca, no pude dejar de coger la obra en préstamo. Sí, no soy tan lista como me creo y termino dejándome arrastrar al fondo del mar por este tipo de grandilocuentes cantos de sirena. Me vengo arriba y, claro, luego me pego las leches que me pego. Así que no sé si hago pagar a la novela por una decepción de la que sólo yo soy culpable.

Reconocido esto, desde luego puedo decir con total sinceridad que a mí no me ha conmovido absolutamente nada. Por el contrario, sí me ha hecho pensar, aunque no en lo que su autor desearía, sino en que incluso yo podría haber hecho con semejante argumento algo mejor (aunque probablemente mucho peor escrito).

El tema no es otro que el de un amor que termina imponiéndose, o que sus protagonistas se deciden valientemente a vivir, a pesar de todos los obstáculos. Un amor adúltero, eso está claro desde el principio, e incestuoso, como descubrimos en la segunda parte. Con semejante historia se puede escribir una novelucha folletinesca más o menos digna o intentar lo que se nos anuncia en la contraportada: una novela seria que nos conmueva y nos lleve a la reflexión (sobre lo que cuenta, se entiende). Pues ni una cosa ni otra.

Y eso que pensar, sí da qué pensar. Pensar, por ejemplo, por qué se elige como voz narradora a la protagonista femenina de la historia, Claudia, cuando lo que se buscaba era un narrador omnisciente (un ejemplo cualquiera: “Max recordó a Carmen, y sintió que mis palabras le quemaban el alma como si alguien hubiese apagado un cigarrillo en ella, pero no tuvo el valor de negarse…”). Difícil resulta creerse, entender o siquiera concebir una historia de amor en la que uno de los involucrados tiene la ventaja sobrehumana de leer los pensamientos y sentimientos del otro y, por tanto, nos la narra desde dentro y desde fuera a la vez. Mientras la leía no podía dejar de pensar que esto sólo tendría algún sentido si se tratara de la historia de un amor, no sólo adúltero e incestuoso, sino además onanista (y desdoblado). Ya puestos a complicar las cosas, que mejor y más original manera de resolver el embrollo. Pero no. Sólo al final se entiende a qué se debe semejante omnisciencia (no lo digo, no me vayan a culpar de cargarme la trama), aunque, personalmente, tal explicación no consigue mitigar la irritación acumulada por su culpa, más bien lo contrario.

La novela está llena de ideas, no especialmente originales, pero que se nos repiten de forma literal (por si la primera vez no habíamos captado su ingeniosidad). De frases que hemos oído mil veces, aunque no sea en ella: las cosas, como acabamos de leer, queman como cigarrillos, el sexo con Max (el amante-hermano) es “lo más increíble que le ha sucedido nunca” y “quiere saberlo todo” de él (en los diálogos, que como narradora ya lo sabe), la fotografía (pasión extralaboral de Max) es la captación del “instante decisivo”... Vale que no quisiera hacer el amor cuando despierta a Max tras una boda y se mete medio borracha en su cama. Eso pasará continuamente (lo de meterse en las camas de los demás, por muy amigos que sean, con propósitos castos), pero no hubiera estado de más que  nos hubiera contado también lo que sí quería, sobre todo teniendo en cuenta que a esas alturas de la novela los pobres lectores todavía no sabemos que son hermanos y resulta difícil evitar una sonrisa de escepticismo al leer semejante afirmación. De sus románticas conversaciones mejor ni hablo: si despiertan algún deseo es el de escapar aterrorizado o bostezar.

"Los hechos son un aspecto secundario de la realidad". Otra de esas ideas que el autor debe considerar de una belleza o profundidad digna de repetición. Pues cualquiera lo diría, porque si hay en esta novela algo son hechos, idas y venidas, dimes y diretes, intrigas criminales... Hasta el 11-M convertido en un suceso que no da ni frío ni calor. Ni un personaje de carne y hueso que te puedas creer, con el que puedas empatizar.

He leído malas novelas. Y las he leído porque, aunque no podía dejar de reconocer su previsibilidad (en esto consiste, básicamente, la “maldad” de las novelas), me entretenían. Igual que me entretienen las teleseries de crímenes y, en algún momento, hasta los folletines de sobremesa. Esta no es exactamente previsible. Pero resulta sumamente trivial, lo que resulta imperdonable dado el tema elegido. Si la he terminado leyendo ha sido por tozudez, porque necesitaba llegar hasta el final y descubrir si todo este despropósito tenía algún sentido. Alguno tendrá, pero no compensa el tiempo invertido en llegar a él.

Se nos vende la novela como una historia de amor, contra todo pronóstico, feliz, aunque no tenga un final exactamente feliz (o sí, dada la pueril visión que de la muerte -¡vaya, se me ha escapado!- se nos da en ella). A mí, desde luego no me ha hecho nada feliz: me ha dado el domingo. No obstante, no voy a ser tan poco autocrítica como Marías. No sé si Trapiello es el novelista español más inepto (esto es lo único que he leído de él), ni siquiera si ésta es la peor novela española contemporánea (¡pues no me quedan por leer!). Ahora bien, sí puedo decir sin temor a equivocarme que es una novela mala, pero muy muy mala. ¡Y necesito decirlo! (y olvidarla cuanto antes). Os he dado el lunes, perdonadme. ¡Feliz semana!

viernes, 24 de abril de 2015

Low cost, vale, pero qué


Por J. Teresa Padilla

No está en Las Vegas. Ni siquiera forma parte de la maqueta del frustrado Eurovegas. Está en la fachada de un edificio moderno, aunque bastante soso, situado en la capital de España, muy próximo ya a la monumental Toledo, la ciudad del Greco, la capital de Sefarad, esa maravilla de cuestas que en verano más vale visitar a primerísima hora de la mañana. Para mí que, si estuviera en Las Vegas, alguna autoridad hubiera ordenado retirarlo, aunque no conozco bien la legislación americana sobre la compra-venta de personas en general y de chicas dedicadas al espectáculo en particular. Pero no estamos en Las Vegas (gracias a Dios, es un decir, y a que se frustró el proyecto de Eurovegas o Ciudad sin ley, y esto no es un decir). Así que el cartel sigue ahí. No porque seamos más permisivos, no, sino porque debemos expresarnos peor, sobre todo cuando lo hacemos en inglés, idioma que al parecer no dominan ni los que ponen los carteles ni los encargados de quitarlos si violan la ley.

Así que respirad hondo y reprimid vuestra justa indignación. Siempre cabe la posibilidad de que esto no sea (en este caso, diga) lo que parece.
Analicemos la foto y reflexionemos. Bueno, en realidad no es una foto, sino un recorte mínimo de la misma. De todas formas ya os anticipo que completa tampoco aclara mucho más el posible malentendido. Existen varias razones, de diferente peso, por las que no puedo poner la foto entera:

1. Porque la podéis ver aquí, pero ¡QUIETOS! (y perdón por la mayúscula). No pinchéis todavía porque, además de la foto, se da una cierta explicación del enigma (ella misma enigmática) y entonces me fastidiáis el resto de la entrada.

2. Porque, aunque nadie persigue a los que han colgado tamaño cartel, siempre cabe la posibilidad de que la SGAE me persiga a mí por violar los derechos de autor de la misma. En mi descargo he de alegar que sólo he extraído de ella el cartelito en cuestión, que dudo tenga derechos en sí mismo. No creo que por este fragmentito de nada vaya a ser el propio fotógrafo el que me demande. Si se lo está pensando, por favor, tenga antes en cuenta:
    a) Que hemos intentado hacer nuestra propia foto. Hacía tiempo que conocía la existencia del lugar y su cartel gracias a una amiga que pasa por delante de él todos los días laborables camino del trabajo con el comprensible estupor. Mientras calentábamos motores para preparar la cena de Nochevieja tomándonos un vermú (o dos, o tres, no recuerdo bien), quedó acordado que lo intentaría (a mí, la verdad, me pillaba un poco lejos).
    b) Ha sido imposible por varias razones: 
      b.1) La susodicha amiga siempre va con prisas a trabajar. 
      b.2) Aunque no lo fuera, es difícil encontrar sitio en el aparcamiento del lugar en cuestión (o eso dice ella).
      b.3) Es peligroso y probablemente ilegal hacer fotos desde un coche en marcha o detenerse en plena autovía para hacer una foto.

3. Porque no quiero dar indicaciones sobre cómo llegar al sitio (ya lo dejan ellos muy clarito en el resto de la fachada, por si, aún teniéndolo delante, el cliente potencial no sabe cómo acceder, lo que no habla muy bien, todo sea dicho, del coeficiente intelectual de este potencial cliente tipo).

4. Porque me sobra y me basta para mi propósito, que es… Pues hacer un concurso: entre los que adivinen lo que aquí se anuncia vamos a sortear..., qué sé yo: una suscripción al blog, por ejemplo. Sí, ya sé que esto es gratis. Y los besos y abrazos, que bien bonitos son, también ¿o no? Bueno, vale, una suscripción al blog y ser declarado primer "lector del mes".

Como reconozco que puede resultar difícil averiguar a qué se puede referir que no sea a lo que parece referirse, y para asegurarme en lo posible tener un ganador, aunque sea por azar, voy a plantear varias alternativas posibles. Una prueba tipo test en toda regla (y así sigo con esto de los apartados, que me está molando). Las mencionadas alternativas suponen que los participantes tienen el suficiente nivel de inglés como para entender que, sea lo que sea lo que se anuncia, lo hace a buen precio. Vamos, una ganga. Barato, barato. Como todos los exámenes tipo test, éste está pensado para hacer dudar al que cree que sabe y dar una oportunidad al que no tiene ni idea.

Lo que aquí se ofrece low cost (a bajo coste o bien barato) puede ser:

a) Un espectáculo dado por chicas.

b) Como hemos quedado en que no era lo que parecía (puesto que el tráfico de personas es ilegal y no se tiene noticia de que la policía haya realizado redada alguna), no pueden ser las propias chicas que dan el espectáculo las que se venden o alquilan baratas, aunque quizás sí algo que ellas hacen; aparte, claro está, de dar el espectáculo (que sería la opción a). Dar clases de "Pole Dance" o baile de barra, por poner un ejemplo, aunque valdría cualquier otro servicio.

c) Una habitación con pensión completa y vistas (a la carretera o a alguna otra cosa igual o todavía más fascinante) en un hotel que se ha tenido a bien bautizar como “Showgirls” (cada uno llama a sus negocios como le da la gana).

d) La franquicia de un negocio denominado “Showgirls” que a saber en qué consiste.

e) Una habitación con pensión completa y vistas (a la carretera o a alguna otra cosa igual o todavía más fascinante) en un hotel cuyo nombre no es “Showgirls”, pero cuyos propietarios:
    e.1) Se vieron obligados a utilizar el cartel del hotel de la opción c por falta de presupuesto.
    e.2) Decidieron compartir los gastos del mismo con el negocio de franquicias vecino mencionado en la opción d.
    e.3) No pudieron resistirse a la tentación de crear confusión. Porque son de ese tipo de personas a los que les gusta quedarse con el personal y, además, pensaron que podía convertirse en un excelente reclamo: si los conductores de la autovía no tenían un accidente mortal por su culpa, acudirían a su negocio para conseguir que les aclararan lo que allí se ofertaba exactamente.
    e.4) Su inglés era todavía peor que el de la media y, además, una vez pagado, descubrieron que el cartel era demasiado grande para el sitio al que estaba destinado y tuvieron que ponerlo donde únicamente cabía, en la fachada.

Ahora toca elegir. Ya os imagino dudando entre la opción a y la b, leyéndolas y releyéndolas intentando averiguar donde está la trampa. A lo mejor os preguntáis si entre los servicios profesionales aludidos en la opción b pueden incluirse actividades no susceptibles de facturación y aplicación de IVA. Dejad ya de sufrir. La respuesta correcta es... La más tonta, claro, la e. Más concretamente, la e.4 (o algo  parecido a la e.4)

Según el artículo periodístico (sí, ya podéis leerlo y mirar tranquilamente la foto completa), aquí no se ofrece a bajo coste otra cosa que habitaciones en pensión completa. Pero no para el público en general (queda descartada la opción e.3), sino sólo para las mujeres que trabajan en el espectáculo musical de un club que comparte edificio con el hotel. Bueno, la verdad es que no está claro si comparten edificio o es que el club ha decidido habilitar un hotel para sus trabajadoras (o sea, que son la misma cosa). En cualquier caso se trataría de una especie de oferta especial para empleados.

La razón por la que se anuncia en la fachada visible desde la carretera y no en los vestuarios del club o en cualquier otro espacio del mismo destinado a sus trabajadoras, que parecería lo lógico, sólo puede estar en un error de cálculo: el cartel no cabía en otra parte. Porque, según la periodista, el descuento en las habitaciones no supone un descuento similar en el precio de los servicios del club.

Ni en los del club ni en los de ninguna otra actividad que las mujeres que allí trabajan decidan ofrecer, al margen de aquéllas para la que el club las ha contratado, en las habitaciones que la empresa les ofrece low cost (si este fuera el caso, el cartel lo tendrían que haber colgado ellas de las ventanas de sus respectivas habitaciones). La sugerencia de que el club-hotel mismo tenga algo que ver con lo que sus trabajadoras hagan o dejen de hacer fuera de su horario laboral sólo puede deberse a una interpretación malintencionada de la autora del reportaje, pues, aunque los responsables de club y hotel no hayan demostrado ser precisamente unas lumbreras, no parece probable que hayan reconocido abiertamente que puedan estar cometiendo un delito.

Hasta 200 habitaciones piensan habilitar (ya tienen 50 ocupadas de forma casi permanente). Esto es una empresa creadora de puestos de trabajo, sí señor.

Lo sé. No tiene gracia. Y que conste que me lo he intentado tomar a broma, pero... En fin, que los ganadores levanten la mano. ¿No hay ninguno? Ya me lo imaginaba yo...

miércoles, 22 de abril de 2015

"Nada": Laforet-Neville

Por José María Ruiz del Álamo

Nutrir a la narración de narración es un ejercicio que lleva a bien el cine, pues la escritura viene a conjugarse en escritura cinematográfica, de ahí que la adaptación sea, en esencia, una traducción: guión adaptado. Sí, el adjetivo de la literatura trasmuta al nominativo del cine.

La conexión novela-película es bien fecunda. Cómo no recordar el Viaje a la Luna, de Mèliés (donde es fantástica la hilaridad) frente al original manuscrito de Julio Verne (donde marca la seriedad): una libre adaptación con el espíritu de la novela. Tamaña fecundidad ha llevado a la clásica pregunta: ¿es mejor la novela o la película? Luego surgen los lectores que no quieren ver la película, los espectadores que no quieren leer el libro y los productores que compran un libro (generalmente de éxito) y lo adaptan al cine porque piensan que, si lo ha leído mucha gente, será mucha gente la que vaya a ver la película (Cincuenta sombras de Grey), así como los lectores y espectadores que ni quieren leer el libro ni ver la película (Cincuenta sombras de Grey)… Y si bien se puede hacer una reseña de un libro, ¿se podría hacer una crítica de una película sin haber leído el libro? Afirmativa es mi respuesta, pues novela y cine vienen predeterminados por dos lenguajes diferentes, mas el juego comparativo novela-película resulta estimulante.

lunes, 20 de abril de 2015

La verdad en la mentira

Foto: Thomas Bernhard Nachlaßverwaltung
Por J. Teresa Padilla

Pendiente tenía compartir con vosotros un fragmento de Thomas Bernhard sobre la inevitabilidad de la mentira, una reflexión que intercaló en su autobiografía (género problemático donde los haya). El texto en cuestión era éste:
“La verdad, pensaba, sólo la conoce el interesado; si quiere comunicarla, se convierte automáticamente en mentiroso. Todo lo comunicado puede ser sólo falsificación y falseamiento, y por consiguiente sólo se comunican siempre falsificaciones y falseamientos. El deseo de verdad es, como cualquier otro, la vía más rápida para la falsificación y el falseamiento de un estado de cosas. Y escribir sobre una época, un período de la vida, un período de la existencia, da igual a qué distancia en el tiempo se encuentre y da igual si fue larga o breve, es una acumulación de cientos y miles y millones de falsificaciones y falseamientos, que al que los describe y escribe le son familiares todos como verdades y nada más que como verdades. La memoria se atiene exactamente a los acontecimientos y se atiene a la cronología exacta, pero lo que resulta es algo muy distinto de lo que fue realmente. Lo descrito hace comprensible algo que, sin duda, corresponde al deseo de verdad del que lo describe, pero no a la verdad, porque la verdad no es en absoluto comunicable. Describimos una cosa y creemos haberla descrito de conformidad con la verdad y con fidelidad a la verdad, y tenemos que comprobar que no es la verdad. Hacemos comprensible un estado de cosas, y no es nunca, jamás, el estado de cosas que queríamos hacer comprensible, siempre es otro distinto. Tenemos que decir que nunca hemos comunicado nada que fuera la verdad, pero durante toda nuestra vida no hemos renunciado al intento de comunicar la verdad. Queremos decir la verdad, pero no decimos la verdad. Describimos algo verídicamente, pero lo descrito es algo distinto de la verdad. Tendríamos que ver la existencia como el estado de cosas que queremos describir, pero, por mucho que nos esforcemos, no vemos jamás, por medio de lo que hemos descrito, el estado de cosas. Sabiendo esto, hubiéramos debido renunciar hace tiempo a querer describir la verdad y, por consiguiente, renunciar a escribir en general. Como no es posible comunicar y, por consiguiente, mostrar la verdad, nos hemos contentado con querer escribir y describir la verdad, lo mismo que decimos la verdad, aunque sepamos que la verdad no puede decirse jamás. La verdad que conocemos es lógicamente la mentira, la cual, como no podemos evitarla, es la verdad. Lo que aquí se describe es la verdad y, sin embargo, no es la verdad, porque no puede ser la verdad. En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad. Durante toda mi vida he querido siempre decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido ya hace tiempo decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se transporta a través de mí como verdad. Sin duda podemos exigir verdad, pero la sinceridad nos prueba que la verdad no existe. Lo que aquí se describe es la verdad; y no lo es por la sencilla razón de que la verdad sólo es, para nosotros, un deseo piadoso”. (Thomas Bernhard, Relatos autobiográficos (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño), pp. 135ss. Anagrama: Barcelona, 2009).

A lo mejor es verdad, y escribir o hablar es necesariamente mentir. Aunque decir esto nos parezca en principio exagerado, una hipérbole puramente retórica, lo cierto es que lo que hacemos cuando escribimos o hablamos es dar a los “hechos” de los que pretendemos hablar otra forma de ser que les es completamente ajena, la del lenguaje: los “traducimos” a significados para los que buscamos luego una palabra capaz de expresarlos. Si toda traducción (de una lengua a otra) es una interpretación más o menos fiel o aproximada del original, si incluso cuando escuchamos o leemos a otro en nuestra lengua materna tampoco podemos nunca estar seguros de haberle entendido (es decir, no podemos descartar jamás la posibilidad del malentendido), si todo esto es verdad sin salir de ámbito del lenguaje, entonces no resulta nada exagerado decir que es imposible decir o escribir la verdad (los “hechos” tal y como son). Ni siquiera presuponiendo, lo que es mucho presuponer, que conozcamos estas “verdades”o "hechos".
Hablar o escribir es interpretar los hechos: dar una versión entre otras siempre posibles, y quizás más fieles, de ellos; unas versiones que nunca son los hechos mismos, que, desde este punto de vista, son “mentiras”. Y, sin embargo, no podemos renunciar a escribir o, en general, a hablar, a comunicarnos (o más bien a intentarlo).

Nadie puede. Aquí no se trata de pasiones literarias. Necesitamos decirnos las cosas, a otros y hasta a nosotros mismos (pensar es hablar con uno mismo, decía Unamuno). Aún a riesgo de malentendernos por completo, de equivocarnos, de mentirnos. Pero es que los hechos, por sí mismos, no sólo son mudos, sino incomprensibles. No podemos vivir en un mundo de hechos sin nombre, en la pesadilla de un autismo catatónico, ésa es la pura verdad. Supongo que de esta imposibilidad se debe sacar alguna conclusión sobre lo que somos realmente (o sobre lo que no somos: hechos). Necesitamos el lenguaje como el aire, el agua o el alimento: para seguir vivos. Es cierto que con él vino al mundo un “hecho” nuevo y aparentemente perverso, la mentira, pero también es cierto que sólo gracias a él ese mundo adquiere cierto sentido.

El otro día comentaba a Marisa que no había dicho una palabra del amor en la serie de entradas supuestamente dedicadas al amor y el erotismo que di por concluida el viernes. En realidad, no la había dicho porque me parecía evidente que ésta es una de esas palabras que cada uno entendemos a nuestra manera, y eso si somos capaces de aclararnos lo que comprendemos nosotros mismos en ellas. Una de esas palabras con las que nunca logramos hacernos entender y que, por tanto, conducen directa y necesariamente a la mentira, queramos o no. Hablar de amor es, más claramente que hablar sobre otros temas, mentir.

Esto lo veo claro, y sin embargo… Sin embargo, si hubiera tenido que decir algo del amor habría dicho que no sé lo que es, pero sí de lo que me parece que está hecho: de palabras. Puede que el amor no sea, en el fondo, más que las palabras que somos capaces de regalarnos unos a otros, porque no hay amor que sobreviva al silencio.

Habría, parece, que decir entonces que no sólo hablar de amor es mentir, sino que el amor es en sí mismo, ya que está hecho de palabras, la gran mentira. Es posible. Ni el amor ni nosotros mismos podemos vivir en el mundo de los hechos puros: será porque ni él ni nosotros somos hechos. Claro que, entonces, a lo mejor no deberíamos oponer la verdad a la mentira. A lo mejor la verdad sólo puede vivir, como nosotros y como el amor, en ese mundo de ficciones y mentiras que es el lenguaje. A lo mejor ella tampoco es un hecho. A lo mejor sólo hay verdad en la mentira.

viernes, 17 de abril de 2015

Sobre amores y erotismos (III y final)

Por J. Teresa Padilla

Esta es la tercera y última parte (no descarto volver a tratar el tema, pero ya me buscaré títulos nuevos) de una serie que inicié pensando que la incursión en el campo del sexo y el erotismo iba a aumentar los lectores del blog. No ha sido así. Como todo (o casi todo) en esta vida, el hecho tiene un lado bueno y otro malo. El malo es, obviamente, que no he conseguido gracias a estos textos, más festivos que eróticos, ese anhelado éxito, esa afluencia masiva de nuevos visitantes. El bueno es que tampoco he perdido los que ya tenía y he descubierto que a ellos las otras cosas que escribo les parecen hasta más interesantes (no es decir mucho, pero sí suficiente, que una se conforma con poco). En resumen: que sigo con mis pocos lectores. Pocos pero valiosos, pues son relativamente fieles (la fidelidad estricta es un invento abominable que no espero de nadie) y bastante tolerantes. Además tengo a Marisa y a José, que estos sí que me suben las visitas, aunque no la moral ni la autoestima.

Probablemente tendría, por tanto, que considerar este experimento un fracaso. Quizás, aunque no esperéis que me lo tome muy a pecho, que al fracaso estoy más que acostumbrada. Lo que de verdad me fastidia un poquito (sólo un poco) es no llegar a saber la razón: ¿Será que no he escrito eróticamente sobre el erotismo y es erotismo y no cháchara sobre él lo que buscan los interesados en el tema? ¿Será cosa del SEO y mi desconocimiento del mismo? ¿Será cosa, más bien, de mi desconocimiento, no tanto de los misterios del SEO, como de los del propio erotismo? No lo sé, aunque me temo que por aquí deben de ir los tiros. O, ¿qué otra cosa he hecho en las dos partes anteriores que buscar una respuesta a la pregunta sobre lo que es el sexo, entendido como erotismo?
¡Se acabó! ¡Ya está bien de darle vueltas! No pienso torturaros ni torturarme más. ¡Que no se diga que tres entradas de blog no han servido para nada y soy incapaz de llegar nunca a ninguna parte o resultado! He encontrado una definición. Es lo suficientemente ambigua así, en sí misma y sin entrar en detalles, como para poder servir más o menos para todos: unos, los más sesudos, irán al original a buscar lo esencial, es decir, los detalles; otros, los de temperamento más poético, anárquico y/o perezoso, la pueden usar para lanzarse a divagar por su cuenta. También los habrá que no hagan ni una cosa ni otra. Mientras me sigan leyendo, me parece también estupendo.

Una definición ambigua, sugerente y encima de un pensador competente, no como yo. Y, además, francés (si fuera alemán, la definición seguramente sería mucho más fea, no os quepa duda; algo menos que si fuera anglosajón, pero sólo algo menos). No os podéis quejar. Ahí va:
“El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”.
¿Cómo os habéis quedado? Está bien, ¿no?

Así, con esta fórmula (más que propiamente definición), comienza El erotismo, de George Bataille. La vida y la muerte se mezclan en la fórmula, no por afición a las paradojas (afición, por lo demás, absolutamente saludable y que en absoluto necesita justificarse), sino porque el concepto de erotismo, según el autor de la misma, es él mismo paradójico: designa una forma de actividad sexual (originalmente reproductiva) en la que se busca un fin diferente al de la reproducción, y este fin guarda un extraño parecido con la muerte misma. En el erotismo buscamos ser uno con el otro, aniquilar la discontinuidad o el abismo que nos separa del amante, lo que supone nuestra disolución, o sea, algo muy similar a la muerte.

No me pidáis más explicaciones que no las tengo (no he pasado de la introducción). No por pereza o falta de tiempo (bueno, puede que algo, bastante la verdad, sí), sino porque, antes de lanzarse a adquirir nuevos conocimientos sobre cualquier tema, conviene tener más o menos claro lo que uno en principio cree saber. Si no, se puede terminar convencido de algo que a saber si era o no lo que se barruntaba e intentaba aclarar. A mí por lo menos, que tengo poquísima personalidad, me pasa mucho.

Tengo que reconocer que la fórmula me gusta, aunque no creo que me valga para dar expresión a esa idea preconcebida que tengo, aunque no sepa bien dónde. ¿Por qué? Pues, sobre todo, porque el corolario evidente de la misma es que hay una violencia intrínseca al erotismo. Desde luego, esto explicaría muchas cosas. No dudo, incluso, de que sea verdad. Lo que ya no sé es si es toda la verdad.

Que el sexo puede ser una forma de agresión, un instrumento de la violencia y la dominación, no hay mujer en este mundo que no lo sepa. Que incluso este tipo de sexo no deje de tener un componente erótico para el agresor, tengo que admitirlo por más que me resulte poco comprensible. Que la simulación de esta violencia resulte excitante a muchos y dé para varios superventas y éxitos cinematográficos, es evidente. Pero estoy en una edad muy mala y bastante rebelde para entrar a estos trapos. O quizás sea cosa de la biografía erótica de cada cual (¡ostras!, ¡un nuevo género biográfico!, me tengo que acordar de proponerlo en La vida en su tinta). Sea por lo que sea, como se decía en mi barrio, al menos en mis tiempos mozos: paso de este rollo. Como mucho estoy dispuesta a admitir que en el erotismo hay un componente necesario de vulnerabilidad o exposición a una, siempre posible, violencia. Pero de ahí no paso: violencia y libertad me parecen incompatibles y, si algo tengo claro, es que el erotismo debe ser libre.

Obviamente, la vulnerabilidad no es exclusiva de la relación erótica, sino que es esencial a cualquier otra que implique intimidad y, por tanto, exposición al otro o cierto grado de abandono de uno mismo en manos de este otro. No es una característica específica de la relación erótica, pero sí puede que ocurra que en el erotismo esta exposición de uno mismo sea más integral. En la amistad lo que ponemos en manos del otro son nuestros sentimientos, ideas, sueños… La violencia a la que nos arriesgamos se llama traición y el dolor que nos provoca es psíquico. También hay relaciones en las que es el cuerpo y sólo él lo que confiamos a otro, como hacemos en nuestra relación con los médicos. Aquí la intimidad que ofrecemos (y, por tanto, perdemos) es puramente física (y unilateral, habría que añadir). La relación erótica, sin embargo, por muy física que sea, nunca es total y exclusivamente física: nuestro cuerpo no es nunca en ella sentido por nosotros como algo ajeno a nosotros mismos (como sí sucede fácilmente, por ejemplo, cuando nos sometemos a pruebas médicas o visitamos a un fisioterapeuta). O, mejor dicho, cuanto más puramente física es la relación erótica, menos ajeno nos resulta nuestro cuerpo, más nos identificamos con él. Porque, cuanto mayor es la exposición, entrega o carga “psíquica” de la relación erótica, más compleja y, sobre todo, diversa resulta la relación de uno mismo con su cuerpo en ella.

Un buen ejemplo literario de cómo un encuentro sexual puramente físico, que en absoluto contenía elementos afectivos (ni positivos ni negativos), no es nunca puramente físico, lo encontré en Fiasco:
“Cuando por fin pudo cogerla del brazo (…) el sentimiento contenido casi se había enfriado y muerto en ellos, como una extremidad que se ha dormido. (…) Después de entrar y cerrar la puerta, sin embargo, apenas tuvieron tiempo para despojarse de las ropas; no les dio ni para hacer la cama; se desplomaron sobre la multicolor y raída alfombra, se abalanzaron el uno sobre el otro jadeando y gimiendo, como si llevaran siglos, no, milenios esperando el momento, esperando y aguantando, como si, pisoteados y vapuleados, bajo golpes que sacudían sus cuerpos y sus almas, hubieran abrigado secretamente y hasta astutamente la quizás absurda esperanza de que alguna vez, una sola vez, sus tormentos quedarían relegados al olvido por el disfrute, de que todos los suplicios devendrían alguna vez en placer, que los haría gemir como la tortura, pues en toda su vida siempre, siempre, sólo habían aprendido a gemir” (p. 282).
Gracias al cuerpo del otro, nuestro cuerpo y nosotros mismos podemos encontrar consuelo y cierta redención en el sexo, de igual forma que una violación es una agresión muy diferente y más grave que un puñetazo.

Con el fin de averiguar cómo se hace literatura erótica (se me ocurrió que ésta quizás fuera una posible salida laboral, hasta este punto llega a veces mi desesperación), pedí prestado no hace mucho Delta de Venus, de Anaïs Nin. Apenas pude pasar de los dos primeros relatos. La libido siempre es un bien escaso digno de ser protegido y la mía peligraba muy seriamente con esta lectura. No me preocupaba tanto la certeza de que nunca podría convertirme en escritora erótica como la sospecha de ser una puritana rancia e incorregible. Un suspiro de alivio me produjo leer la introducción que a estos relatos, realizados por encargo de un anónimo coleccionista pornógrafo, hizo la propia autora. En ella da respuesta al “concéntrese en el sexo y déjese de poesía” que este cliente le exigía sin cesar.
“Querido coleccionista: le odiamos. El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se hace explícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión maquinal. Se vuelve aburrido. (…) El sexo no prospera en medio de la monotonía. Sin sentimiento, sin invenciones, sin el estado de ánimo apropiado, no hay sorpresas en la cama. El sexo debe mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las variedades del miedo (…). Existen multitud de sentidos menores, que discurren como afluentes de la corriente principal que es el sexo, y que la nutren. Sólo el pálpito al unísono del sexo y el corazón puede producir el éxtasis”.
Gracias, Anaïs. A ti no te van a discutir que sabes de lo que hablas: no, el sexo no tiene nada que ver con el deporte ni los hábitos de vida saludables. De hecho, puede ser muy peligroso para el corazón.

miércoles, 15 de abril de 2015

Milagros lectores


Foto: Florian K.
Por J. Teresa Padilla

El lunes murió el escritor Günter Grass. Lo oí en las noticias y me dejó indiferente. Es difícil sentir realmente una muerte que tiene lugar a los 87 años. Es lo malo de morir de viejo, que no te lloran tanto como si mueres joven. Lo bueno es, obviamente, que no has muerto de joven. Aún así, se supone que la muerte de un escritor, o de un artista en general, nos entristece siempre, aunque sea por motivos estrictamente egoístas, es decir, porque no van a poder ofrecernos nada más, porque con ellos acaba también su obra.

Con todo la muerte de Günter Grass me ha dejado indiferente. No creáis que soy así de insensible siempre. Recuerdo muy bien la tristeza, grácil, como era ella, pero a la vez profunda, que me provocó la muerte, pronto hará un año, de Ana Mª Matute. O la de Carmen Martín Gaite, de la que ya va a hacer la friolera de 15 años. Ninguna de las dos ganó nunca un premio Nobel y no sé, ni en realidad me importa, si fueron mejores escritoras o no que el autor alemán. La verdad es que desconozco cuál es el criterio que permite establecer las jerarquías literarias. Yo me dejo guiar por mi instinto y por la opinión (no sé si ella misma instintiva o no) de otros que me parecen más sabios que yo y en los que confío (a su vez por puro instinto).

Imagen: Alexandrapociello
Con estas dos autoras (y otros muchos hombres y mujeres) he disfrutado y sufrido leyéndolos. Me contaban cosas que entendía (o no entendía, pero conseguían que me intrigaran), que había sentido antes sin apenas darme cuenta o que sentía con ellos por primera vez. O me descubrían realidades de las que probablemente no me habría percatado sin su ayuda jamás. Oía hablar o leía a Ana María y veía a una mujer que había logrado conservar (y transmitir) lo mejor de ella misma a pesar de todo y de todos. Una mujer llena de magia, luz y humildad. Recuerdo a Carmen Martín Gaite en la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro, donde no faltaba ni un solo año, sonriendo a sus lectores, mirándoles a los ojos y firmando con la misma alegría, cariño e interés la novedad de ese año o un modesto libro de bolsillo que apenas le generaría ya ningún beneficio económico. Para mí eran grandes y bellas, ellas y sus obras. Unas maestras.

Maestros y maestras tengo muchos, y por razones muy distintas. Ana María y Carmen lo son de una forma parecida, pero también he logrado esa conexión mágica con otros autores que no se le parecen en nada: Unamuno, Joseph y Henry Roth, Kertész, Dostoyevski, Natalia Ginzburg, Pasternak o hasta el Thomas Mann de Los Buddenbrook. Tolstói (otro de esta lista) describe este milagro que la lectura nos depara a veces en una entrada de sus diarios mejor de lo que yo nunca podría hacerlo:
“Un pasaje prodigioso de Pascal. No pude no emocionarme hasta las lágrimas cuando lo leí y me di cuenta de mi total comunión con este hombre muerto hace cientos de años. ¿Qué otros milagros se pueden desear cuando uno experimenta un milagro como éste?” (Diarios 1895-1910, 3 de agosto de 1910, p. 431s). 
Con Günter Grass no he vivido nunca ese milagro. Hubo un tiempo en que incluso lo intenté. Sin éxito. Y nada de lo que he oído hablar de él o de lo que él decía, y decía muchas cosas y en voz muy alta, me ha motivado lo más mínimo a volverlo a intentar. Supongo que, ahora que ha muerto, debería callarme si no tengo nada bueno que decir de él. Sí, está feo. Y, como lo está, no diré nada de esa antipática manía de muchos hombres de cultura preeminentes de tener una opinión clara y tajante sobre casi todo, de sermonearnos, como esos pastores calvinistas de las películas que tanto miedo dan, sobre nuestros pecados e hipocresías. Entiendo que ya suficientemente duro debe ser para ellos vivir sabiéndose en posesión de la verdad, de una verdad que los demás no siempre saben o quieren reconocer, por ignorancia o cobardía. Lo entiendo, pero...

De acuerdo, no diré nada salvo que prefiero, sin duda, a aquellos que, muy capaces también de ser crueles con los demás, lo son sobre todo con ellos mismos (sí, estoy pensando en alemán, en un contemporáneo de Grass, en Thomas Bernhard). Qué le voy a hacer. A mí me gustan los hombres callados, que no gritan, que “se afanan en fracasar” y que, a veces, son capaces de hacer milagros. Y si encima tienen sentido del humor… Pero, en fin, que me desvío del tema y ya no sé muy bien de qué estoy hablando.

Ahora que ha muerto Günter Grass debería ignorar todo ese ruido que generaba (o se generaba) a su alrededor. Debería darle y darme una penúltima (siempre penúltima) oportunidad. Porque nunca se sabe dónde espera al acecho el milagro, y es una pena perdérselo.

lunes, 13 de abril de 2015

Sobre ser de Madrid o parecerlo (II)

Por Marisa Díez

Los que somos de Madriz, o de Madrí, como es mi caso, no tenemos pueblo. Es decir, que el haber nacido en la ciudad nos ha privado de disponer de ese tipo de escape del que disfrutan todos aquellos que, viviendo o malviviendo en la capital, son oriundos de otro lugar, y siempre tienen la posibilidad de salir corriendo a oxigenarse o a estar en contacto directo con la naturaleza. Los que hemos nacido en este centro geográfico de la península, siempre hemos mirado con cierta envidia a todo aquel que podía gritar de repente, a los cuatro vientos: ¡Me voy al pueblo!

viernes, 10 de abril de 2015

¿Quién se va a querer morir?

Por J. Teresa Padilla

"¿Quién se va a querer morir?". Esta pregunta se hacía, como respuesta a otra que debía haberle hecho el periodista que lo entrevistaba, el que al parecer es el hombre (varón) más viejo de España. Bueno, de esto no me enteré bien, y en realidad no importa, que hay que ver esa manía tan anglosajona (¿o no?) de tener que ser el number one en algo, sea lo que sea. El caso es que este asombrosamente lúcido señor tenía 110 años u otra barbaridad semejante. El motivo por el que aparecía en las noticias no era, sin embargo, que celebrara su cumpleaños, sino que ese día (creo que fue el martes) era el Día Mundial de la Salud. No sé si os habéis fijado, pero casi todos los días es el día mundial de algo (os lo digo por si os faltan temas de conversación o tenéis un blog en el que no sabéis sobre qué escribir).

Ponerse a ofrecer éste y otros ejemplos de longevidad al hilo de que tocaba hablar de salud me pareció, la verdad, que era un poco como aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid. Está claro que para haber llegado a cumplir tal tira de años ha sido necesario que este buen señor no haya padecido nunca una enfermedad mortal a corto o medio plazo, pero no creo que nadie espere que, además de todos esos años, tenga lo que se dice una buena salud. Como mucho supongo que podrá presumir de una mala salud de hierro, como le gustaba a mi padre decir que tenía (aunque en su caso no fuera ni medianamente verdad). Todo el reportaje televisivo se sustentaba sobre la ecuación que identifica salud y vida, ecuación que implícitamente identifica enfermedad y muerte, y que para nada se sostiene. Porque sólo los vivos pueden estar enfermos y porque morir nos vamos a morir todos por sanos que estemos. Esto último parece una obviedad, pero el periodista responsable del reportaje no lo tenía tan claro, porque a continuación introdujo a un investigador que experimentaba en ratones técnicas que retrasaran su envejecimiento. Hay que decir que el científico en cuestión daba la impresión de ser una persona razonable y que en ningún momento sugirió lo que los comentarios periodísticos que rodearon su intervención parecían insinuar: que la vejez pudiera considerarse ella misma una enfermedad y que, por tanto, sólo cabía morir sano de forma violenta o accidental. Morir de viejo sería, al parecer, terminar sucumbiendo a una enfermedad crónica, aunque puede que un día tratable y controlable. No quiero ni pensar en la situación que crearía el cumplimiento de sus optimistas expectativas. Mucho menos quiero seguir tirando de este hilo reflexivo porque me temo que terminaría por tener que concluir que la vida (al menos tal como la conocemos) es ella misma una enfermedad, que nacer es empezar a morir y otras negruras semejantes.
La verdad es que debería grabarme cuando veo las noticias, porque me temo que no paro de hacer todo tipo de guiños y muecas (así tengo la cara, claro). No había aún desarrugado el entrecejo ante lo anterior cuando ya estaba arqueando las cejas ante lo que entendí como un ejemplo ilustrativo de esos hábitos de vida saludables que, junto con los avances médicos, han conseguido aumentar significativamente la esperanza de vida en este país: la vida de nuestro extremeño centenario. Al parecer haber trabajado desde muy pronto en el campo y haber sufrido las penalidades de la guerra y sus secuelas es buenísimo para la salud y la longevidad. Aunque, a lo mejor, no se le estaba poniendo como ejemplo, sino como excepción de lo que un día, gracias a todo lo que sabemos hoy sobre cómo cuidarnos, será casi una regla: llegar con relativa facilidad a superar los cien años. Porque, la verdad, es que poco pueden tener en común los hábitos de vida de este centenario con los míos, sin ir más lejos, que siempre he vivido en una ciudad y no sé por dónde coger un azadón, y digo yo que formaré parte de esa población cuya esperanza de vida ha aumentado considerable en comparación, por ejemplo, con la generación de nuestro ilustre extremeño. En resumen: el mensaje me resultó confuso, y no sé al final si los hábitos que nos prometen tantos años de vida son los suyos o los míos (bueno, concretamente los míos seguro que no).

“No he fumado nunca ni he bebido… Ni esas cosas”, comentó este buen hombre. ¿Qué cosas?, hubiese preguntado yo como un resorte. Segura estoy de que no se refería ni a las drogas ni al rock and roll. Lo que ya no sé es si pensaba en la retahíla de cosas que prohíben los médicos o en la mala vida de sus tiempos mozos, mala vida que me hubiera a mí gustado saber con pelos y señales en qué consistía entonces.

Seguro que no haber fumado, ni bebido, ni a saber qué otras cosas que ha evitado, habrán tenido algo que ver en su larga vida, pero la clave para mí está en el principio: “¿Quién va a querer morirse?”, se pregunta. ¡Si usted supiera!, le hubiera contestado yo. Porque estoy convencida de que este hombre ha vivido todo lo que todavía vive, porque ni ha querido morirse ni se le ha ocurrido que ningún otro lo haya querido de verdad jamás. Menos mal que el periodista le ha dejado hablar. Menos mal que él nos lo ha dejado claro. Amar la vida hasta el punto de que te resulte inconcebible que haya quien no la desee: éste es el auténtico hábito saludable.

miércoles, 8 de abril de 2015

Ronda nocturna

Ronda nocturna. Mijaíl Kuráyev.

Acantilado: Barcelona, 2007. 112 pp. 13 euros.


Por J. Teresa Padilla

Se supone que son los días festivos los que aquellos afortunados que gozan de una vida laboral plena (satisfactoria o no) aprovechan para leer. Como yo no me cuento entre ellos, los días festivos son aquellos en los que apenas puedo leer una página sin ser interrumpida, así que más me vale elegir lecturas breves si pretendo eludir la desesperación. Por eso elegí Ronda nocturna (no confundir con otra Ronda nocturna, la de Sarah Waters, que ni he leído ni creo que lea próximamente, que ya os he comentado lo que me cuesta acercarme a la literatura anglosajona). Pero no terminé de elegir bien. Sí, es breve (una nouvelle, como se dice en la jerga), y ni formal ni materialmente plantea especiales dificultades. Con todo y con eso es una lástima no demorarse todo lo posible en ella. Ronda nocturna tiene un subtítulo: “Nocturno para dos voces con la participación del camarada Polubolótov, sereno a cargo de la seguridad del perímetro exterior”. Sí, es sin duda desproporcionadamente largo (en relación con la extensión de lo que subtitula), pero fundamental, porque nos indica cómo debería leerse todo lo que sigue: como si nos dispusiéramos a escuchar un nocturno.


Dos voces escuchamos, más que leemos, a lo largo del texto. Poco importa, en realidad, si las dos salen o no de la misma boca o a quién pertenecen. Por un lado, tenemos la voz que nos describe, bajo el hechizo de las noches blancas (ésas del verano polar en las que el sol no llega a ponerse por completo), la ciudad de San Petersburgo (o Petrogrado, o Leningrado). El hechizo, la “mortal adoración” que esta voz reconoce desde la primera línea sentir por este tipo de noches, no impide, sin embargo, que la mirada que recorre la ciudad en esos momentos de mágico abandono y suspensión del tiempo no reconozca en su monumental belleza las huellas de siglos de represiones, matanzas y despotismo.

Que la inhumanidad última de la enorme belleza de la ciudad, respladeciente como nunca en este tipo de noches, no le pase en absoluto inadvertida a esta voz es lo que puede llevar a pensar que su propietario tenga que ser necesariamente otro que el de la segunda voz: el maduro ex agente de la policía política (¿el camarada Polubolótov?) que recuerda con añoranza sus actividades en el apogeo del terror estalinista y se las narra a un misterioso y quizás silencioso (o no) interlocutor (¿el camarada Polubolótov?). Sin embargo, este antiguo policía, que asume sus funciones de aquella época sin sombra de remordimiento y como una obligación laboral tan rutinaria y tan trascendente o insignificante como cualquier otra, no se engaña a sí mismo. Ni se siente culpable, ni es un psicópata sádico. Plenamente consciente del dolor y la perdición que rodean a aquellos a los que debe detener, ni se tortura por su causa ni busca exacerbarlos para gozarse en el poder que detenta. En realidad, sabe, porque lo ha visto muchas veces, que cualquiera, en cualquier momento y por la más nimia de las razones, puede terminar en el papel del detenido, incluido él. Es decir, que los papeles en el drama son perfectamente intercambiables. Sabe que la mentira, el mal y el absurdo (ejemplificado tragicómicamente en el caso de los bibliotecarios obligados a correr como pollos sin cabeza tras los libros que se prohíben para retirarlos en el plazo prescrito) constituyen el orden de las cosas. Esta es la esencia del terror, y él, sencillamente, ha sabido adaptarse y sobrevivir.

Sin condenar ni aprobar el sistema, aunque no pueda evitar añorar, arrastrado por la inercia generacional del "cualquier tiempo pasado fue mejor", aquellos "viejos tiempos" en que todo estaba más ordenado (aunque fuera perversamente) y los hombres mejor dispuestos, este antiguo policía se deja arrullar por la belleza de la noche blanca y rememora el terror en su rutinaria y verídica cotidianidad. Estos son los hechos, y hablan por sí mismos. O no. Quizás es más bien lo que callan lo que resuena tras las dos voces en este bellísimo y doloroso nocturno.

Nada conocía de este autor como nada conozco de la actual literatura rusa. Para mi consuelo (tonto, eso sí), compruebo que al parecer mi ignorancia está bastante generalizada y se debe, en parte, al conservadurismo financiero del mercado editorial español. Lo cierto es que parece difícil abrirse paso hasta nosotros cuando lo que se tiene en medio son las imponentes figuras de Dostoyevski o Tolstói. Supongo que es la desventaja de haber vivido una edad de oro tan reciente. Esta novela, por ejemplo, ha tardado casi veinte años en llegarnos, mientras las estanterías dedicadas a la literatura anglosajona de nuestras librerías rebosan de novedades (sí, ya lo sé, mi manía a lo anglosajón). Es una pena, porque al leerla he reconocido también a esos clásicos que ya también son nuestros. Porque, en realidad, y no sé por qué, los entendemos bien. Porque, en resumen, nos gustan los rusos.

¡Ah, se me olvidaba! La cita sobre las mentiras hermosas es de aquí...

lunes, 6 de abril de 2015

Mentiras hermosas

Por J. Teresa Padilla

En el último libro que he leído (uno de estos días, cuando lo repose un poco, os lo reseñaré) he encontrado una frase que me ha inspirado la entrada de hoy.
“La gente es muy rara: basta con que alguien les diga una mentira hermosa y van y la repiten y la repiten sin parar, y no hay Dios que pueda obligarlos a usar la mollera”.
La mentira a la que, en este caso concreto, se refiere el personaje es la de que el canto de los ruiseñores tiene que ver con el amor y no, como al parecer resulta, con la marcación del territorio propio y la desafiante advertencia a posibles invasores. El amor es un concepto tan complejo que cabría discutir si realmente puede considerarse una mentira que el ruiseñor cante, a pesar de todo, por amor. Eso sí, un amor territorial y posesivo. En resumen, que todo depende de que lo que entendamos por amor. Aunque también es cierto que el amor que parece celebrar el canto de los ruiseñores es claramente festivo y nada beligerante. Los ruiseñores aparentan cantar de pura felicidad por estar enamorados, ya no sabemos, ni nos importa mucho, si para que el mundo entero lo sepa o para conquistar a su amada. Así que, al final, puede que sí, que repitamos y repitamos sin parar una mentira.

La mentira está muy mal vista y, en parte, con razón. Hay mentiras torpes (evidentes) por las que nos sentimos insultados. Hay mentiras interesadas que nos causan repugnancia o indignación. Hay mentiras inevitables (por ahí tengo un texto de Thomas Bernhard que tenía –tengo- pensado compartir y comentar en el blog y lo explica muy bien). Hay mentiras irreconocibles de tantas veces como nos las hemos contado. Hay mentiras piadosas que facilitan la convivencia o consuelan a los más débiles de entre nosotros. Y hay, eso no se puede negar, mentiras muy hermosas: desde la existencia de los ángeles de la guarda o la visita anual de los Reyes Magos hasta los “no puedo vivir sin ti” o “me muero por besarte”.
Me diréis que éstas no son mentiras, sino ficciones o hipérboles. Yo diría que estos últimos son nombres que damos justamente a las mentiras que nos parecen hermosas, las mentiras que desearíamos fueran verdades.

Las mentiras son palabras, palabras que expresan algo distinto de lo que es realmente o de lo que cree o sabe el que las dice que es verdaderamente. Mentimos cuando decimos algo distinto a lo que creemos cierto, pero también, en realidad, cuando pretendemos decir lo que sí nos lo parece, pero no lo es. O sea, cuando nos equivocamos. Porque una cosa es cometer un error y otra propagarlo. E, independientemente de la calificación moral que esta expresión y divulgación del error merezcan, la expresión misma no deja de ser una mentira. Porque para que haya mentira, no tiene necesariamente que existir también la pretensión de engañar.

La palabra es el vehículo por excelencia de la mentira, aunque vale cualquier otro capaz de “contarnos” cosas. O, mejor dicho, hechos, que las cosas sólo pueden nombrarse. La literatura, el cine…, quizás hasta las artes plásticas, son mentiras deliberadas que aceptamos a sabiendas de que lo son porque…, ¿las necesitamos? No se me ocurre otra razón, la verdad. Pero, ¿para qué? En realidad, como los hombres de Altamira, seguimos creyendo que al dibujar un ciervo, o a nosotros mismos dándole muerte, aseguramos o aumentamos las posibilidades de éxito de su caza. Ni nosotros ni los hombres de Altamira desconocemos la diferencia entre los hechos y los deseos, y de la misma forma que ellos no se limitaban a pintar a sus presas, sino que fabricaban las armas con las que apresarlas, nosotros disponemos de todo un arsenal científico y técnico que nos promete un conocimiento exacto de los hechos. Pero, aún así, no nos podemos librar de la insensata certeza de que éstos no son ni los únicos ni los hechos que más nos importan. Y necesitamos hablar y que nos hablen de estos otros hechos, porque los sentimos ahí, aunque no nos atrevamos a decir que los conocemos, que los sabemos verdaderos. Sentimos su presencia y otras veces su ausencia, tan presente ésta como aquélla. Y escribimos, o leemos, o escuchamos música o vamos al cine.

Leemos a Teresa de Jesús y nos dejamos arrastrar por la descripción que nos hace de su pasión mística. Casi estamos a punto de comprenderla cuando aparece un psiquiatra que nos ofrece una explicación clínica y patológica del hecho. Que sepáis que Dios es un espejismo y que hace tiempo que se demostró que el amor no es sino química cerebral. Así que es mentira que el ruiseñor cante por amor, no porque lo haga por otro motivo, sino porque el amor no existe. Podemos protestar, pero con el riesgo cierto de mostrarnos públicamente como unos seres irracionales, primitivos y quién sabe si peligrosamente inestables. No soy tan valiente. No protesto en voz alta. Aunque me escaparé, en cuanto pueda, a mi mundo de mentiras hermosas. A lo mejor, hasta nos encontramos allí.
 

viernes, 3 de abril de 2015

Tiempo de pasión

Por J. Teresa Padilla

En la duda estaba de si procedía o no que publicáramos algo hoy, Viernes Santo. Desconozco las buenas prácticas o usos y costumbres de la blogosfera a este respecto y, hasta ahora, nunca en la breve vida de este blog había coincidido el día habitual de publicación con un festivo.

Andaba una con estas dudas cuando cayó en la cuenta de que el Viernes Santo también es conocido y denominado Viernes de Pasión. Y, claro, como una es como es, fue oír (más bien pensar) la palabra “pasión” y decidir que algo había que decir sobre la misma, así, a vuela pluma, como corresponde a un día no laborable (yo me tomo muy en serio y como un “deber laboral” escribir aquí –sí, os oigo, aguantaros un poco la risa-).

Zanjada, pues, la cuestión de si publicábamos o no algo el viernes por la súbita revelación del tema en cuestión y fijado el tono de la publicación, ligero, por el carácter festivo del día, el trabajo duro ya estaba hecho y sólo quedaba escribirlo.

Según el diccionario de la RAE, la pasión es, en primer lugar, la acción de padecer. Ya esta definición se merece un comentario. Mejor dicho, dos. Todavía mejor dicho, dos preguntas, más que comentarios. La primera dirigida a la RAE y a casi todos los demás diccionarios: ¿por qué nos torturan con este tipo de definiciones? Hablar de tortura puede resultar excesivo, o no (depende del carácter de cada cual). Para mí lo es. No sólo porque tengo que ir a la definición del verbo en cuestión (“padecer”), quien sabe si para volver a la de “pasión” para consultar el resto de las acepciones, sino porque luego, además, me quedo preguntándome qué ha de entenderse exactamente por la acción de un verbo. En este caso, ¿lo que se hace cuando se padece? Sí, pero cuidado, que “canción”, por ejemplo, no es la acción del verbo cantar (¿lo será canto? Sí, “acción y efecto de cantar”, dice). Para mí que “canción” también podría definirse como efecto de cantar y, por tanto, sinónimo de esa acepción de “canto”, ¿o no? (sí, también odio las definiciones “acción y efecto de…” que me llevan a estos estados de angustia semántica).

Y al hilo de esta definición, del significado del verbo “padecer” y de la tercera (la segunda es la Pasión de Cristo) acepción de pasión según la RAE ("lo contrario a la acción") surge mi segunda pregunta-comentario, que no sé a quién dirigir, así que la dirijo a todos y ninguno: ¿cómo lo contrario de la acción puede ser a la vez la acción de alguna cosa?

Nada como consultar el diccionario para entrar en un estado de incertidumbre semántica y de perplejidad filosófica. No creáis que mi observación contiene un consejo implícito de que os abstengáis de usarlo. Todo lo contrario. Su consulta nos conduce a un punto de partida socrático donde los haya, y éste es el principio de todo conocimiento auténtico.

Desgraciadamente me temo que no precisamente en mi caso. Con respecto al tema de la pasión, casi considero lo más apropiado no llegar a ninguna conclusión definitiva, sino permanecer y, en todo caso, acrecentar este estado de ignorancia consciente al que el diccionario me lleva. No sé, temo que la claridad sea incompatible con la pasión, que no sé exactamente qué es, pero quiero para mí. ¿Por qué? Porque tiene toda la pinta de ser un concepto contradictorio, absurdo y últimamente imposible. Justo, justo, lo que necesito para querer seguir viviendo.

La pasión, la acción de padecer, de sufrir en lugar de realizar una acción, la acción de no actuar. Luego, obviamente, están todos los significados derivados: afectos, inclinaciones, apetitos, preferencias…, todos ellos “vehementes”, “desordenados” porque vienen marcados por ese matiz de pasividad que nos hace últimamente irresponsables de ellos. Nos sobrevienen, nunca los elegimos. Pueden movernos a acciones y decisiones, pero nunca serán éstas, por su origen pasional, muy de fiar. La pasión puede ser una “gracia” o una “maldición”. Probablemente sea las dos cosas a la vez, dependerá del momento en que la vivamos o de las consecuencias a las que nos arrastre. Porque nos arrastra. Por eso, en los momentos de orgullo, renegamos de ella y nos rebelamos. Aunque llegan otros, los momentos de apatía, en los que la invocamos y añoramos.

No nos bastamos a nosotros mismos para dar sentido a nuestras vidas. No somos ni queremos ser puros “agentes”. También necesitamos de lo extraño, lo que no está en nuestro poder, lo que nos posee. Dejarse llevar por la pasión sin resistencia nos niega, nos reduce a nada. Renunciar, o conseguir la imperturbabilidad de ánimo que nos haga inmunes a ella, también. Parece que la única salida es desear su ataque y enfrentarse a él, aunque sin poder desear tener una victoria completa. Querer una cosa y la contraria a la vez. Sí, a lo mejor eso es vivir. A lo mejor por eso se llama Pasión (con mayúsculas) a la de Cristo: ser Dios y, a la vez, sufrir (y querer) su abandono. A lo mejor para seguir siendo quienes somos tenemos que abandonarnos. Mejor dicho, someternos o sufrir este abandono. Dejar de ser para ser, con la esperanza secreta, quizá, de que nos salven.

Que viváis como se merece y os merecéis este tiempo de pasión.

miércoles, 1 de abril de 2015

La palabra rebelde de Julio Diamante

Por José María Ruiz del Álamo

Mal se cuenta la historia si la mirada no deviene en eje crítico. No cabe ser complaciente, y la historia del cine español formula desasosiegos difíciles de explicar. Por ello no se comprende cómo ha malgastado el talento de cineastas que deberían haber corrido mejor suerte; no se comprende cómo Julio Diamante ha estado treinta y siete años sin hacer cine. Sin hacer cine, mas no por ello Julio Diamante ha dejado de amar al cine.

Y el ciclo que la Academia de Cine ha dedicado durante el mes de marzo a su figura bien nos lo demuestra, ya desde los cortometrajes que filmó como prácticas en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, tres cortometrajes llenos de sapiencia visual. Así Antes del desayuno y El proceso son dos muestras de cine mudo que adaptan un monólogo de Eugene O´Neill y la obra de Franz Kafka, respectivamente. Y con su irrupción en el largometraje en los años sesenta (dentro del denominado Nuevo Cine Español), donde destaca Tiempo de amor (1964), cuyo tema propone el amor como esencia de la vida. Sí, donde no hay libertad el amor resulta difícil, más cuando el escenario resulta opresivo (ese sinsentido de la “moralidad” franquista) y se pone el foco en la mirada femenina. Una película sobresaliente.

Fotograma de La Carmen

En 1975 rueda La Carmen, su séptimo largometraje: una irrupción en el mundo flamenco y en la obra de Merimée, una disección de la españolada desde el cante jondo. Una película donde concitan dos formas de sentir el amor. Así, el amor de Carmen es como el viento, mientras que el de José es como la piedra, el movimiento frente al estatismo.

Diamante vivirá apegado al cine ya fuera como director de la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena durante un período de diecisiete años, ya con su labor literaria, véase el estupendo libro De la idea al film, un repaso a la historia del cine, al lenguaje cinematográfico y a la puesta en escena, en el que ejemplifica casos a través de su obra.

Así se manifiesta Julio Diamante: “El cine desde sus inicios se dividió entre el documento (Lumiére) y el espectáculo (Mèliés), si bien, en el fondo todo film es documento, y todo documento auténticamente cinematográfico es espectáculo”. Y con el documental La memoria rebelde vuelve a las pantallas en 2012. Sí, tras treinta y siete años en los que el arte cinematográfico de Diamante no había visto la luz. Este retorno conlleva un espíritu independiente y una reflexión sobre la historia de España; una memoria, una mirada y una palabra desde la perspectiva del hecho republicano; una rebeldía, porque “es necesario revivir la memoria, ya que durante cuarenta años la historia de España fue escrita casi exclusivamente por los golpistas vencedores, que se encargaron de disfrazar y tergiversar los hechos. Incluso después de la muerte de Franco, plumas y voces simpatizantes han continuado alimentando una visión deformada y deformante de la II República, de la Guerra Civil y de la era franquista. Una visión que es preciso erradicar, ya que envenena el presente y dificulta que la sociedad española pueda alcanzar una auténtica democracia”.



Julio Diamante asistió a las cinco sesiones, llevando a cabo la presentación de las películas y un coloquio (el 26 de marzo) donde analizó La memoria rebelde como “una reflexión coral a través de un amplio número de intervinientes, de ahí que sea una reflexión seria y rigurosa, pues no es una suma de intervenciones, sino que está concebida de una manera dialéctica, cada uno expresa su opinión. Hay opiniones que no suman, sino que entran en contradicción unas con otras, y ello me parece que es lo que da riqueza a la película”.

Julio Diamante queda comprometido con el cine, el cine como espacio de divulgación y ente de reflexión. La memoria rebelde es políticamente incorrecta, ya que viene a poner en solfa la historia de España del siglo pasado. Una historia que hoy nos venden acaramelada como en los libros de enseñanza que afirman que Antonio Machado marchó al extranjero y allí murió, una historia que esconde/elimina el término “exilio”. Y por esta tergiversación no transita Julio Diamante.

“Hay testimonios que me impactaron -manifiesta Julio-, aunque yo no buscaba ese impacto, y concretamente el testimonio de Rafael Azcona, excelente amigo y genial guionista y escritor, que nunca había expresado opiniones políticas y cuya personalidad a mí me parecía muy interesante; así, su intervención es de una espontaneidad y frescura maravillosa, y concretamente hay un momento en que estamos hablando de la posguerra y Rafael viene a decir `por no haber conocido aquella posguerra siniestra y canallesca hubiera preferido, con gusto, renunciar a escribir, el trabajo que he hecho durante toda mi vida´. Esto puesto en boca de Rafael Azcona es verdaderamente impresionante”.

El viaje que hemos llevado a cabo por el cine de Julio Diamante, por la persona de Julio Diamante, nos demuestra que “la industria” del cine español deja escapar el talento, más cuando este talento se define en libertad. Ciertamente es escasa su filmografía, ciertamente así se escribe la historia del cine español.

Gracias, Julio Diamante, por el cine que nos has regalado.