lunes, 2 de marzo de 2015

¡Magia, magia!



Por J. Teresa Padilla

Nada, que no. Parece que no ha habido suerte y los arqueólogos y médicos forenses no han dado con los restos de Cervantes en la cripta del convento madrileño de las Trinitarias, donde siempre se ha supuesto que fue enterrado. Donde se suponía y dábamos por descontado que lo estaba. Y es que, ahora que no lo encuentran por ninguna parte, a lo mejor toca ponerlo en duda. Los científicos suelen ser un poco así: se meten donde no se sabe muy bien quién les ha llamado y, lejos de darnos seguridades y certezas que a saber si necesitábamos, nos dejan con cara de tontos y sin los cimientos que sostenían nuestras, hasta entonces, más o menos razonables sospechas o creencias. Porque, si no dan con él, lo mismo es porque no está y, si no está, quizás no lo ha estado nunca. Toca, pues, poner en duda la sepultura de Cervantes, y, ya puestos, por qué no, su muerte y hasta su misma existencia.

¡Ala!, ya estás echándote al monte como la cabra que en el fondo eres. Pues sí, tenéis razón, soy una cabra que tira con suma facilidad al monte en cuanto le dan pie, y a veces aunque no se lo den. Pero es que el cientificismo (o sea, la tendencia de determinados científicos a sacar los pies de sus respectivos tiestos y creer que tienen la respuesta para todo) me da más pies de los que necesito.

En realidad, puede que éste, precisamente, no fuera el caso, es decir, que ni los arqueólogos ni los forenses estuvieran aplicando sus técnicas a un campo que les fuera ajeno, pero lo que sí es cierto es que la necesidad de sus esfuerzos no estaba nada clara: casi 400 años después de su muerte (a lo mejor ahora tendríamos que decir “presunta”), los indicios racionales que teníamos de que Cervantes estaba allí enterrado nos deberían haber bastado, creo yo. No había en este tema justicia que hacer ni injusticia que reparar, al menos que yo sepa. Pero, claro, ahora que no ha aparecido, los indicios han perdido racionalidad. Se buscaba una certeza científica y a cambio se nos deja una duda muy poco rentable, porque a ver quién es ahora el guía turístico que proclama sin sombra de remordimiento que allí está enterrado el autor del Quijote. A ver qué se hace ahora con la placa que lo indica.

Pues si gracias a los esfuerzos científicos resulta que ahora Madrid, lejos de poder exponer la tibia de Cervantes como Ávila el dedo incorrupto de la Santa, tiene un lugar de interés turístico menos, bien estoy yo en mi derecho de extender la duda que han despertado hasta sus últimas consecuencias.

Porque, ¿quién fue (en el caso de que realmente fuera) Cervantes? Pues sería muchas cosas, como todo el mundo, y entre ellas puede que escritor. Pero fuera lo que fuera (si es que realmente fue) así, en pasado, Cervantes también es algo hoy, ahora, en presente: Cervantes es el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. O eso creemos, deberíamos añadir. Pues no importa, añado de hecho yo, que al que menos importaba era al propio Cervantes, el cual, lejos de reivindicar autoría, se presenta como transcriptor de los textos de otro, Cide Hamete Benengeli, quien, por su parte, tampoco presume de creador, sino de mero cronista. Si Cervantes fue autor-creador o recreador de una crónica u otro personaje más de la novela da igual. Su nombre figura unido al de Don Quijote y, si la duda metódica a la que me ha animado el fracaso en la búsqueda de los restos de Cervantes conduce a algo indubitable, es precisamente esto: la existencia de Don Quijote. Tan real, tan verdadero y tan existente que ha despertado en algunos la necesidad de verificar la existencia pasada, muerte y sepultura del nombre que está asociado a él como su creador. No lo han conseguido, pero no pasa nada. Don Quijote existe y la relación íntima de un tal don Miguel de Cervantes Saavedra con él permite a éste, fuera o no fuera hace cuatro siglos, ser hoy.

La conclusión es evidente: Cervantes le debe su ser (el actual, el único que tiene) al Caballero de la Triste Figura. Como el ingenioso hidalgo no se cansaba de repetir, al final va a ser verdad esa paradoja de que “cada uno es hijo de sus obras”, de que el padre deviene hijo de sus hijos, a los que debe su ser, lo que es.

La existencia de Don Quijote está tan fuera de toda duda que a nadie se le ocurrirá ponerse nunca a buscar su sepultura, ni su partida de nacimiento ni el documento que acredite su defunción. Es una entidad de ficción, dirán algunos. Una ficción tan dotada de realidad que es capaz de contagiar de la misma a su supuesto autor, que por sí mismo ya no posee ninguna. Una ficción realísima, una contradicción. Es una figura inmortal, se suele también decir. A mí inmortal no me parece en absoluto. Lo veo frágil y expuesto en principio como cualquiera de nosotros a la posibilidad de la desaparición, del olvido y la nada. A falta de un adjetivo mejor por el momento, yo más bien diría que la existencia de Don Quijote es mágica. El calificativo es tan ambiguo como para no escandalizar a todos los que tienen clara la existencia de esos dos mundos separados que llamamos realidad y ficción sin por ello renunciar a contradecirles.


Mágico es asistir, como me pasó a mí misma el día de Año Nuevo, a una representación de sus aventuras y desventuras y oír confesar a una sala repleta (y confesar yo misma), todos a una y a voz en grito, lo que Don Quijote nos exigía; a saber, que Dulcinea, a la que nadie ha visto ni verá jamás, la invisible, es sin duda la más hermosa de las mujeres.

Mágico es contemplar en la exposición que la Biblioteca Nacional organiza estos días sobre el coleccionismo cervantino (quijotesco, habría que decir) las copias manuscritas de todos aquellos “locos” que intentaron revivir la magia de su nacimiento transcribiéndolo con los más bellos y variados caracteres y en los soportes más dispares, o la lista de lenguas, vivas, muertas y alguna tan exótica que me resulta imposible de clasificar en ninguno de los dos grupos, a las que habían sido traducidas sus hazañas y desventuras.

Mágico es constatar cómo un personaje, del que su propio autor parece mofarse sin demasiada piedad en la novela, es capaz de salir literalmente de ella y adquirir una realidad propia mucho más poderosa y verdadera, no sólo que la del mundo de ficción en el que fue creado, sino casi que la nuestra.

Para mí que, como buen hijo (o quizá como buen padre), don Quijote ha presumido algún más que probable entuerto y, compadeciéndose de Cervantes, se ha anticipado a los investigadores y llevado con él sus restos. Para mí que los guías turísticos y la placa del convento de las Trinitarias deberían decir: "Aquí se cree que yacía enterrado don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, hasta que éste, un buen día, se lo llevó consigo".

3 comentarios:

  1. Pues sí, Teresa, dónde andará don Miguel. Estoy contigo en que Alonso Quijano, en un brote de cordura, decidió que lo mejor era llevárselo consigo. Buenísimo el final. El próximo, de Sancho Panza.

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    1. Me has leído el pensamiento, que mientras escribía esto me remordía un poco la conciencia no mencionar a Sancho, pero es que hay tanto que decir de él... A lo mejor, igual que a Cervantes lo mantiene en la existencia don Quijote, a éste lo mantiene Sancho. Ahí estoy, reflexionando sobre su papel en esta intriga.

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  2. ¡Menos mal! Parece que han encontrado algo, algunos huesos que pueden atribuirse a Cervantes más allá de toda duda razonable, aunque no más allá de toda duda. Es decir, que después de ponerlo todo patas arriba volvemos a estar como al principio: suponiendo y sólo suponiendo, aunque ahora con la bendición científica, que Cervantes estaba enterrado en las Trinitarias. ¡Qué alegría! Ahora podrán dar de nuevo sepultura a los tres o cuatro huesos que don Quijote se dejó olvidados y hacer una tumba en condiciones.

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