lunes, 30 de marzo de 2015

Teresa de Jesús: esposa, escritora y madre

Por J. Teresa Padilla

La Santa es mucha santa. El sábado se cumplieron 500 años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús y en Ávila lo han celebrado por todo lo alto. Yo no soy abulense, aunque gran parte de mi entorno procede de esta zona y la conozco y he visitado muy a menudo. Siempre me ha sorprendido un poco la ostentosa veneración que profesan por ella. Por todas partes puedes encontrarla, da nombre a multitud de instituciones, locales de todo tipo, dulces…, y hasta en muchos de esos pequeños e innumerables pueblecitos diseminados por toda la provincia se reivindica su paso o su estancia (de ella misma o de su familia) en alguna construcción, ahora probablemente ruina y antiguamente edificio principal o “palacio”.

Santa Teresa es una figura fascinante, lo que no creo es que los que tanto la veneran lo entiendan también así o, mejor dicho, la veneren en lo que tiene de fascinante. Me da la sensación de que el orgullo evidente que muestran por la Santa se debe, única y exclusivamente, a su origen, al lugar de su nacimiento, y a lo que históricamente ha llegado a ser. Ella ha sido reconocida por la Iglesia como santa y doctora, y por la historia de la literatura como una de los más importantes creadores en lengua castellana. Es, desde luego, una personalidad de cuya común pertenencia a una misma tierra se puede presumir. Ahora, claro. O desde hace tiempo. Pero no antes de todos estos reconocimientos externos y oficiales.

Tengo la impresión de que, desgraciadamente, el orgullo teresiano se limita a los títulos que esta sorprendente mujer obtuvo después de muerta. Y que los mismos que tanto se vanaglorian por ser paisanos suyos, probablemente la hubieran ignorado o despreciado de haber sido contemporáneos suyos. O la ignorarían y despreciarían si hubiera tenido peor suerte histórica. Pero a mí me parece que su grandeza sólo es visible si nos olvidamos de todos esos títulos y nos esforzarnos por imaginarla tal y como fue.

Escultura de Santa Teresa junto a la muralla de Ávila
Una mujer, en el siglo XVI, que no puede presumir, como hacía hasta el analfabeto Sancho Panza, de al menos ser cristiana vieja, y que vive su fe como una relación con Dios absolutamente personal. Una relación íntima entre ella (en cuerpo y alma en el sentido más literal de la expresión) y Dios que, por su propia naturaleza, no aceptaba mediación alguna. Una relación de esposa y esposo amantes, llena de sufrimiento por la distancia y ausencia y de gozo ante su cercanía y presencia, que ella describía con total sinceridad y haciendo uso de un lenguaje de rico y plástico erotismo. Una relación que no sólo no interfería, sino que daba sentido a cualquier otra actividad cotidiana, porque no se reducía a ninguna actividad contemplativa y porque el gozo, tan espiritual como físico, del encuentro con él necesitaba y exigía ser compartido.

Una mujer que, en consecuencia, fue capaz de crear una comunidad de mujeres que constituía, a efectos prácticos, una isla de libertad para ellas, en la que era posible que se desarrollaran íntegramente como mujeres (amantes, hermanas y madres), de forma autónoma, relativamente libres de la tutela masculina, de padres y esposos, de autoridades civiles y religiosas. El sentido de su clausura no era separarlas del mundo o hacer el sacrificio de la libertad individual. Las mujeres no tenían libertad individual a la que renunciar en aquella época. La clausura era, precisamente, la única forma (al menos aprobada socialmente) de procurarles la libertad necesaria para poder gozar del amor de Dios y traer al mundo sus frutos.

Teresa de Jesús terminó siendo declarada santa y doctora, pero igualmente podría haber acabado juzgada y condenada por la Inquisición. Supongo que, si éste hubiera sido el caso, ni habría dulces con su nombre ni tanto orgullo no disimulado entre sus paisanos. Pero ella es admirable por sí misma, independientemente de títulos y honores. Fue capaz de romper sus ataduras. Las más materiales y también esas sutiles que Juana mencionó el otro día y nos esclavizan más íntimamente y, por tanto, con más fuerza. Ella no sintió ni miedo ni culpa ni vergüenza en buscar su felicidad y describir sus encuentros amorosos con Dios tal y como los vivía. En compartirlos con sus hermanas y hermanos y en convertirlos en obras de servicio para el resto de los hijos de ese mismo Dios. Y encima en un castellano cercano, rico y "sabroso" donde los haya que estoy segura de que escandalizaría a muchos de los que la veneran sin conocerla.

Más conocimiento y menos fasto y veneración ciega me gustaría que buscara la conmemoración del quinto centenario del nacimiento de Teresa de Jesús. Ya sé que es una ingenuidad, que los turistas piden otras cosas. Bueno, pues yo me lo voy a proponer a mí misma: leerla más y conocerla mejor. Porque Teresa de Jesús es grande. Muy, muy grande.

viernes, 27 de marzo de 2015

La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche)

La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche). Stefan Zweig.

Acantilado: Barcelona, 1999. 336 pp. 19 euros.


Por J. Teresa Padilla

Esta semana ha sido el cumpleaños de Juana, que hemos celebrado como se merece en este blog, y, por raro que resulte a los que me conocen un poco, estoy preparada para hacer la reseña de uno de sus autores preferidos. Eso, al menos, confesó cuando comentó la que hice de La extraña. Además, sé de buena tinta que anda interesada en las diversas modalidades y formatos del relato biográfico. Por todo esto, y sin que sirva de precedente, creo que acierto si le regalo mi particular lectura de este título concreto entre la amplia obra de este prolífico escritor austríaco. Supongo que ella, que es muy exigente, hubiera preferido la de alguna María (Estuardo o Antonieta), pero una da de sí lo que da y, dejando aparte que no hubiera llegado a tiempo, yo soy más de escritores que de reinas.

La lucha contra el demonio es un ensayo biográfico, aunque no pretende narrar la historia de una vida (o, en este caso, de tres). Al final de estos ensayos sobre Hölderlin, Kleist y Nietzsche, el propio Zweig los describe como una exposición de la vida de estos autores como tragedia espiritual y no como historia. Se trata, pues, de biografías intelectuales, espirituales o artísticas: lo que nos narran es, en realidad, la evolución o la vida, no de estos tres autores, sino de su obra. Eso sí, lo hacen de una manera plástica, ella misma literaria, y presentándonos siempre al ser humano vivo que hay detrás de esa obra. Pero, aún así, este ser humano y su propia historia sólo interesan en la medida en que arrojan luz y sirven para entender o ilustrar su legado intelectual o literario. Es un texto, pues, “biográfico” en un sentido peculiar y casi accesorio. Claro que también puede calificarse de “ensayo” en este mismo sentido. El término "tragedia espiritual" no sólo puede aplicarse a la perspectiva desde la que Zweig contempla la vida de estos autores, sino también a su propio texto, que bien puede leerse él mismo como una obra trágica, porque es, sobre todo, literaria.

Conforme a este carácter literario, no podemos esperar de los ensayos incluidos en este título profundidad (en un sentido teórico). Son, en el mejor sentido de la palabra, obras de divulgación. Simplificadores resultarán, seguramente, para aquellos que ya tengan un conocimiento previo suficiente de la obra de estos autores. Estimulantes y clarificadores para los que no, o no el suficiente. Sobre todo porque contagian al lector la pasión y el amor que el propio autor demuestra por la literatura en general y, en este caso, los autores de los que aquí habla.
Stefan Zweig (aprox. 1912)

En realidad, lo que hace Zweig con Hölderlin, Kleist y Nietzsche es una caricatura: elige un rasgo que, para él, comparten y ejemplifican de maneras diversas. Este rasgo es el carácter “demoniaco”, en el sentido griego del término, de su actividad creadora. Los tres, cada uno a su manera, se enfrentan con este “demonio” y los resultados de esta lucha se reflejan en su obra hasta que, de una manera u otra, sucumben a él y tienen un final trágico.

Zweig se sirve de la analogía, más que para subrayar el rasgo común a los tres, para destacar precisamente la diferente forma en que sufren esta “posesión” demoniaca. El íntimo parentesco se logra, más bien, contrastándolos con otras grandes figuras literarias: Schiller y, sobre todo, Goethe.

Así, Hölderlin aparece llevando hasta el límite y el extremo la negación de lo accidental y de lo concreto que representaba Schiller, dando así lugar a una poesía que es pura forma, huida de la realidad o, mejor aún, nostalgia de los orígenes. Una poesía que termina siendo oracular o pítica cuando su autor queda reducido a la nada de la locura. Olvidado de sí mismo, devenido en un tal Scardanelli, Hölderlin seguirá creando poesía durante 40 años.

Heinrich von Kleist es, quizás, el más desconocido de los tres. Hermético e inquieto, su obra (y vida) es a la vez ejemplo de sus intentos por liberarse de su demonio como de su entrega a él. Si Hölderlin, por su búsqueda de la pureza extrema, se apartaba del mundo y la realidad y no mostraba interés alguno por el ser humano como tal, Kleist, en su obra dramática, se aleja de todo lo cotidiano y busca lo excesivo, lo anárquico, lo pasional en el hombre. Obra dramática que contrasta con la novelística, de una objetividad extrema. Este contraste ejemplifica el conflicto vital de este autor entre su demonio interior y su rigidez y autodisciplina prusiana. Sólo al final, en su última obra (El príncipe de Homburg), perdida la esperanza, resignado a su destino (a la victoria del demonio) y preparado para morir, alcanza el equilibrio y la perfección.

El Nietzsche que nos presenta Zweig no es el filósofo, ni puede serlo. Lo que se nos cuenta aquí es su vida como una tragedia de posesión demoniaca y, si la obra de un literato puede interpretarse en algún caso como producto de una “posesión”, resulta casi contradictorio hacerlo con la de un pensador. El filósofo busca la verdad pero, sobre todo, la autonomía, la libertad de su búsqueda. Aquí, sin embargo, Nietzsche es, como Hölderlin y Kleist, víctima y esclavo de su demonio. A diferencia de los esposos fieles (Kant –por el que Zweig no puede disimular su especial antipatía- o Fichte), Nietzsche es, según Zweig, un don Juan de la verdad. Y lo es por temperamento, no por reflexión. Está sometido a una pasión de la que no puede hacerse dueño, aunque en este caso sea la pasión por la verdad. Vemos cómo esta pasión le atormenta, cómo lucha con ella y cómo poco a poco esta lucha, a la vez que le aleja de la filosofía y le lleva al arte (a la búsqueda de la ligereza, de la gracia capaz de redimir de la pesadez y oscuridad a la propia verdad), le destruye.

Lo de menos es si se está o no de acuerdo con la visión que Zweig nos ofrece de estos tres autores. Lo importante es que su visión (correcta o no) proyecta tanto entusiasmo y admiración por ellos que resulta imposible no sentir la tentación de leer y conocer directamente las obras de las que habla. Como pasa cuando se leen sus otras "trilogías" (Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi y Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski).Y ¿no se trata sólo de esto, al fin y al cabo?

miércoles, 25 de marzo de 2015

En lo mejor de la vida

Por J. Teresa Padilla

Existe un tópico, falso, como casi todos, y de profunda raigambre patriarcal, que dice que los hombres (entiéndase varones) llegan a la plenitud o madurez intelectual a partir de los cuarenta o cincuenta años, mientras que de la otra mitad, más o menos, del género humano (entiéndase mujeres) no se sabe o, por lo menos, no se dice nada. No se sabe o dice nada en cuanto al momento intelectual que viven cuando llegan a esta edad, pues lo que sí se dice, dependiendo un poco del grado de educación de quien lo diga, es que “se les ha pasado el arroz”, “envejecen mucho antes y peor que los hombres” (entiéndase varones), “tienen más difícil rehacer sus vidas” (en el caso de que tuvieran intención de iniciar una nueva vida, se sobrentiende que acompañadas, a esa edad), y un largo etcétera de lindezas por el estilo.

Lo que tienen los tópicos es que, aunque sean casi siempre falsos, no por ello carecen de justificación (entiéndase base en la que apoyarse). Y la base en que se apoyan estos que mencionaba es la idea, el prejuicio o la suposición de que la mujer es un ser humano sometido a su biología, cuando no puramente biológico, mientras que el hombre (entiéndase varón) tiene una vida intelectual propia e independiente de los imperativos y azares puramente físicos. Lo que para éste es accidental y carece de importancia a la hora de explicar sus acciones y decisiones, para ella es esencial y determinante. El dualismo cuerpo-alma no se aplica, en modo alguno, de la misma forma a unos y otras. El ser humano por antonomasia (el que tiene un alma, o como quiera llamarse, racional independiente del cuerpo y sus pasiones) es el varón y, por ello, el nombre masculino (hombre) asume el neutro y sirve para designar a toda la especie.

La madurez es un periodo largo y prometedor en los varones, pero, al parecer, en las mujeres es como la primavera madrileña: o no existe o queda reducida a un breve periodo de imprevisible inestabilidad. Claro que, para seguir desarrollando el tópico y todos sus afluentes, aunque el periodo sea breve, la inestabilidad es un rasgo común de todas las edades femeninas; ya sabéis: la donna è mobile. Antes de los cincuenta porque está sometida a los cambios hormonales de la menstruación o, en su caso, de la gestación, y después porque no lo está o no va a estarlo en breve. En fin, que no hay salida. Hagamos lo que hagamos nunca vamos a conseguir hacernos dueñas plenamente responsables de nuestras vidas, decisiones y, menos aún, reacciones. Por carecer, hasta carecemos de un temperamento o carácter propiamente dicho (personal e independiente del sexo). Lo nuestro es siempre una cuestión hormonal.

Lo malo de todo esto no es, sin embargo, que lo digan y crean ellos (entiéndase los varones). Yo creo que, en lo que respecta al grado de conocimiento que de las mujeres tienen los hombres (varones, claro), las mujeres de todas las épocas, lugares y civilizaciones han tenido una opinión saludablemente pobre. Lo malo es que ellos lo dicen o creen porque forma parte del esqueleto ideológico de nuestro mundo. Es decir, que lo malo es que nosotras también nos lo creemos y hasta lo hemos dicho bastante a menudo. Y lo ya no malo, sino peor, es que lo que se dice tanto, se termina creyendo y lo que se cree termina haciéndose realidad. ¿El resultado? Pues que hasta hace muy bien poco una mujer de cuarenta y tantos o cincuenta años era una “señora mayor”. Las más coquetas se arreglaban, teñían sistemáticamente sus canas y mentían sobre su edad (recuerdo que una de mis tías consiguió, incluso, que en su DNI constara un año de nacimiento absolutamente ficticio cuya falsedad no había tercer grado capaz de conseguir que confesara). Las demás se abandonaban, como corresponde a la llegada de un momento de la vida del que no cabe esperar ya nada bueno (excepción hecha, quizá, de los nietos), sólo seguir envejeciendo y morir. Obviamente entre estos dos extremos cabían también múltiples formas de vida intermedias. Lo que ya no creo que existiera es ninguna que opinara que estaba en la “plenitud de la vida”.

Allá en la prehistoria, hace veinte años o incluso más (de casi todo hace ya este tiempo), estudié con Celia Amorós en su época en la Complutense y formé parte de las alumnas que inauguraron su “Seminario Permanente de Ilustración y Feminismo”. Debo reconocer que entonces era bastante escéptica sobre la utilidad del desenmascaramiento de la ideología patriarcal en el pensamiento occidental al que ella nos animaba con una pasión admirable. Creía que el mejor camino para luchar contra el androcentrismo era la acción y no la reflexión: hacerse con esos centros y no tanto desvelarlos. Me equivocaba, claro, como lo demuestran, por ejemplo, las famosas declaraciones de la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica Oriol, sobre la contratación de mujeres y la legislación que pretende protegerlas. Me equivocaba, sobre todo, porque las excepciones a la regla se pueden siempre admitir sin cuestionar la validez de la misma, y me imagino que algunas de estas mujeres de éxito se sentirán halagadas por ser consideradas y poder considerarse precisamente eso: excepciones (entiéndase mujeres excepcionales).

No, me equivocaba; el trabajo teórico de pensadoras como Celia Amorós era necesario y ha llegado a tener consecuencias reales. Una de ellas que pueda afirmar con total sinceridad e íntima satisfacción que no sólo yo, sino otras muchas mujeres que conozco, hemos llegado a la madurez intelectual y vital. Y eso a pesar de no poder considerarnos “mujeres de éxito”. Puede que no estemos tan elásticas y tersas como a los veinte años (ellos, entiéndase los varones, tampoco lo están), pero nuestros cuerpos nos siguen respondiendo razonablemente bien y nuestras mentes trabajan mejor que nunca. Por fin tenemos el suficiente conocimiento acumulado como para saber lo que queremos y lo que no, lo que somos y lo que no, lo que nos falta por conocer o sentir y lo que no se merece ningún esfuerzo por nuestra parte. Habrá quien ya no nos mire, seguro. Pues él se lo pierde. Habrá quien nos tema. Pues probablemente con motivo. Seguro que también hay algún valiente que se atreva a mirarnos y sonreírnos, aunque es lo de menos, que entre nosotras ya lo hacemos.

Hoy, justo hoy, nuestra Juana cumple cincuenta tacos, así, uno detrás de otro. Iba a regalarle una excursión a Burrolandia porque adora a estos equinos (yo creo que por eso me tiene cariño a mí también), pero es imposible llegar en transporte público y andamos tiesas en lo que respecta al privado. Sin descartar que con el buen tiempo intentemos el trayecto aunque sea a pie, la celebración seguramente se quedará en una juerga cervecera (lo que os advierto que no nos defrauda lo más mínimo). Muchos proyectos tenemos, mucho que decir y escribir. En resumen: mucha vida, que el cura que ha de darnos la extremaunción no es todavía monaguillo. Felicidades, tocaya.


lunes, 23 de marzo de 2015

Sobre ser de Madrid o parecerlo

Por Marisa Díez

 En este blog no se discute de política. Es una consigna que respetamos a rajatabla. Lo hacemos como un mecanismo de defensa para mantener lo más intacta posible nuestra salud mental, ya de por sí bastante deteriorada por las circunstancias extremas que estamos atravesando en el terreno laboral. No escribimos de política, por mucho que a diario una multitud de titulares nos pudieran despertar infinitas ideas para disertar sobre la capacidad de aquellos que se dedican a esto de la cosa pública. No hablamos de ladrones, ni de oportunistas o demagogos que cada día nos bombardean con sus mensajes a través de los medios de comunicación. Pero a veces escuchas algún comentario que te produce tal sonrojo, que sales corriendo en busca de tu ordenador para teclear cuatro palabras en las que descargar tu enfado o estupefacción ante lo que acabas de escuchar o leer.

Algo de esto ha debido de pasarme hoy cuando, en mi paseo por la prensa diaria, me he topado con un titular que decía algo así como: “Yo voy a ser la alcaldesa de España”. Alucinada me he quedado, no por la afirmación en sí, ya que se trataba supuestamente de un simple lapsus, sino porque, intentando ir más allá de lo que una expresión como aquella quería decir, me he puesto a pensar sobre el sentido de la frase. O sea, que el gobierno de España ya no va a existir, será todo un gran ayuntamiento, con lo cual acabaremos de una vez, y por las bravas, con el peligro de tanto nacionalismo que nos ataca por varios frentes. Peligro según ellos y según quien lo exprese. Pero yo, que por una cuestión de casualidad temporal, y por supuesto no elegida, soy madrileña, ahora, y de una tacada, me voy a liberar de los prejuicios que me han asaltado siempre por haber nacido en la capital de eso que llaman España.

Yo soy de Madrid porque mi madre me parió aquí; está claro que no tuve ningún poder de decisión en aquel acontecimiento, algo, por otra parte, absolutamente circunstancial. Por eso nunca he entendido los nacionalismos, luchar y defender a ultranza algo que ni siquiera has elegido, sino que te ha venido dado desde fuera. Yo protejo, por ejemplo, a mi familia, aunque tampoco la he escogido, pero está situada en otro orden y nivel en absoluto comparable. O defiendo a mis amigos, que esos sí forman parte de mi vida porque así lo he querido. O mi casa, que es mía y mi esfuerzo me costó hacerme con ella sin arruinarme más de lo imprescindible. O, en fin, mis discos, mis libros, mis fotos o incluso mis recuerdos, aunque no sean tangibles. Pero, ¿defender un territorio como algo personal? Y mira que he tratado siempre de justificarme o casi pedir perdón por haber nacido en Madrid, para superar el recelo que despertamos los del foro cuando tenemos que identificarnos en cualquier lugar al que viajamos. Los madrileños nos pasamos la vida intentando pasar desapercibidos o quitándonos la presión que nos produce haber nacido en el centro político del Estado, sin haberlo elegido ni sentirnos mayoritariamente orgullosos de serlo.

Foto: Nacho Gil (Callejeando Madrid)
Yo soy gata y me gusta mi ciudad, con sus muchos pros y sus bastantes contras. Asumo como propio el desapego histórico que hemos sentido siempre por ella. Los madrileños somos de aquí porque aquí vivimos, como todos los que habitan esta gran urbe. Pero es que igual de madrileña que yo es mi vecina del segundo, que nació en Ecuador. O mi amiga que nació en Galicia. O la de Segovia. Y por supuesto, mi madre, gracias a la cual llevo dentro mi sangre soriana.

Yo soy de Madriz y por eso no sé pronunciar su d final, ni he sido nunca capaz de aclararme sobre ese martirio de la lengua castellana que se llama leísmo, o laísmo, no lo sé bien. Por eso me cuesta enlazar la s final de una palabra con el comienzo de la siguiente, dando lugar a ese sonido tan espeluznante, tipo eggque, del que no hemos sido conscientes hasta que nos lo han descrito hasta la caricatura.

Porque soy de Madrid, no me importa nada de dónde venga aquel que se sienta a mi lado en el metro; a lo sumo me puede producir curiosidad y poco más. Por eso no me gusta que, en mi nombre o el de mis paisanos, utilicen mi ciudad para seguir abanderando ese centralismo contra el que tanto hemos luchado. Yo soy de Madriz, y que me dejen en paz con sus consignas y sus luchas de poder. Me da igual que el ayuntamiento esté en Cibeles o en la plaza de la Villa. Lo que quiero es dejar de escuchar esa frasecita tantas veces repetida cuando sales de sus límites, tipo “de Madrid tenías que ser…” Que levante el dedo el madrileño que, alguna vez en su vida, no haya tenido que lidiar con un comentario similar. Yo soy de Madrid y me aguanto. O me alegro, según el día. De aquí, de Madriz. Y punto.


viernes, 20 de marzo de 2015

Las historias de Marta y Fernando

Las historias de Marta y Fernando. Gustavo Martín Garzo.

Destino: Barcelona, 1999. 288 pp. 15,25 euros.


Por J. Teresa Padilla

Por fin me decidí a visitar la otra sucursal que os comenté en Librerías de ocasión que existía de la librería Ábaco, la de Raimundo Fernández de Villaverde. Algo más caótica y menos acogedora me pareció que la de Alvárez de Castro, aunque puede que influyera el propio entorno urbano, mucho más hostil y ruidoso. En cualquier caso, como tanto de una como de otra resulta francamente imposible salir con las manos vacías, pues salí con un libro: Las historias de Marta y Fernando.

Según el ex libris, en algún momento de la primavera de 1999 el ejemplar perteneció a una tal Marta, de la que ignoro si tenía también algún Fernando en su vida. Estoy empezando a cogerle el gusto a adquirir libros que ya han tenido anteriores propietarios. Lo que empezó como un imperativo puramente económico está convirtiéndose en ocasión para construcciones imaginativas. Porque, al ver ese ex libris, empecé a imaginar otra historia: la de Marta (la lectora) y los posibles motivos, primero, de su compra del libro (o, mejor aún, de su recepción como un regalo, lo que, además, me daba pie a introducir otro personaje que prometía ser esencial) y, luego, de su venta. Y al adquirirlo yo misma, empecé a sentirme como alguien que recoge lo que, a saber por qué, pero vale la pena averiguarlo, ha sido rechazado y abandonado. En suma, que los libros de segunda mano ofrecen dos historias por mucho menos del precio de una: la historia escrita y editada y la del propio libro, que puedes reconstruir a partir de las pistas que te vayan dejando anteriores propietarios.

Por si necesitaba algún aliciente más para animarme a reconstruir este segundo relato oculto en el que el protagonista es el ejemplar de la novela que adquirí, Las historias de Marta y Fernando pretende mostrarnos una relación amorosa, o sea, que es una novela de amor o, para evitar entender por esto una novela romántica, sobre el amor. Algo peculiar, es cierto, pues no sigue un hilo cronológico estricto, sino que nos enteramos de cómo se inicia y se desarrolla a través de la narración de escenas sueltas y temporalmente desordenadas de la vida en común de esta pareja en la que se intercalan, además, dos capítulos en los que, primero Fernando, y luego Marta hablan de ella en primera persona.

Foto: Rastrojo (vía Wikimedia Commons)
Con esta novela Gustavo Martín Garzo ganó en 1999 el premio Nadal. Entonces declaró que lo que había intentado en ella era hacer un experimento: comprobar si era posible hacer literatura de una historia de amor feliz o, en general, de la felicidad. Obviamente este experimento presupone un concepto de literatura que no incluye en su seno la de género, en este caso la denominada novela romántica, en la que, por lo que sé, suelen abundar este tipo de finales felices. Me parece que, de momento, no estoy preparada para esta reflexión ni para intentar aclarar este concepto de literatura. Sólo puedo evaluar, a la vista de mi lectura de la obra, el resultado del experimento.

Célebre es la frase con la que Tolstói da inicio a su Ana Kareninna: “Todas las familias felices se parecen unas a otras”, demasiado para constituir un tema interesante, pero “cada familia desdichada lo es a su manera”. Mi no menos admirado Kertész afirmó también en su Kaddish que “la felicidad es tal vez algo demasiado simple para escribir sobre ella”. Supongo que el experimento de Martín Garzo buscaba comprobar si este lugar común era realmente cierto: si la felicidad es, como piensa Kertész, muda o puede hablar (y enseñarnos algo, habría quizá que añadir). Tengo la impresión, no obstante, de que se trata de un experimento fallido.

La historia o las historias de esta pareja se desarrollan en Valladolid durante la Transición. Marta pertenece a la burguesía típica de la capital de provincia y Fernando es un “intelectual” procedente del medio rural. Él es músico y militante comunista y ella profesora ocasional de lengua y literatura. Viven modestamente, aunque no hacen ascos a la ayuda del padre burgués. Supongo que la elección del lugar, la época y la posición social e ideológica de los protagonistas se debe a que son los mejor conocidos por el autor. Sin embargo, desde mi perspectiva (la de una generación posterior), esta caracterización resulta no sólo antipática, sino innecesaria. Ni el comunismo de Fernando ni la diferente extracción social de la pareja añaden nada a la historia (o historias). Podrían, pero no es así, y, por tanto, resultan una distracción.

Marta y Fernando se conocen, se enamoran, este amor se prolonga en el tiempo y disfrutan de una vida sexual plenamente satisfactoria para ambas partes. Esta es la felicidad que se trata de averiguar si es o no novelable: la beatitud vivida en la contemplación del cuerpo del otro amado como origen y destino de todo “lo suave y lo bueno”.

Os decía que me da la impresión de que no, de que, aunque del hecho de que esta novela no lo consiga no se puede inferir que ninguna pueda, en Las historias de Marta y Fernando la felicidad sólo se vuelve narrable al destacar, como siempre, sobre un fondo más oscuro e infinitamente más interesante de insatisfacción, temor, alienación… Y ese fondo oscuro lo proporciona Marta, no Fernando. Sólo ella duda de su amor, de su felicidad, del cumplimiento de sus deseos. Sólo ella parece darse cuenta de la contradicción que se encierra en el amor entendido como deseo del otro y, por tanto, disolución de uno mismo. Una contradicción que hace imposible y probablemente indeseable la consumación del propio amor. “El sexo es lo que tenemos y el amor es lo que nos falta”, llega a pensar en un momento dado. Mientras, Fernando se limita a asistir como un espectador paciente y a menudo desconcertado a las manifestaciones externas de los conflictos íntimos de Marta.

Al final, el tema de esta novela no parece ser tanto la felicidad amorosa, como la diferente forma en que los hombres y las mujeres la entienden y viven. Abundan las generalizaciones a todo el sexo femenino de los conflictos afectivos que Marta sufre, y da la sensación de que, en el caso de los hombres, la única sombra capaz de nublar su felicidad o satisfacción en este ámbito de la vida es la que procede del errático e incomprensible comportamiento de las mujeres que aman. A saber si la generalización es válida o no.

El fracaso del experimento no implica necesariamente el fracaso de la novela, pero sí puede afectar al resultado final. Me sobran cosas (las ligadas, sobre todo, al momento histórico en que se desarrolla) y me faltan otras. Mejor dicho, otra: me falta conocer más y mejor a Marta, entender el origen de su tristeza última en esta historia de amor a la que no le falta objetivamente nada para ser feliz y envidiable. Y viene a mi memoria otra novela de Martín Garzo que leí hace mucho tiempo y de la que apenas recuerdo ahora nada salvo una sensación general de belleza y profundidad que Las historias de Marta y Fernando no provocan: La vida nueva. Con todo y con eso, y aunque esta novela no sea el mejor ejemplo de la fluidez y belleza de la prosa de este autor, siempre es un placer leer su castellano, ése que parecen tener patentado en Valladolid. No ha sido una mala compra, para nada. Al final, me ha ofrecido tres historias por mucho menos del precio de una (aunque dos deba reconstruirlas yo): la de Marta y Fernando, la de Marta (así, ella sola) y la de mi ejemplar de Las historias de Marta y Fernando, abandonado por otra Marta en una librería de segunda mano…

miércoles, 18 de marzo de 2015

Dando vida a los sueños

Por J. Teresa Padilla

Ya os hablé en otra entrada de La vida en su tinta, ese proyecto descabellado en el que unos tenemos más fe que otros, pero en el que todos los que finalmente nos hemos involucrado hemos decidido poner toda la carne en el asador. Porque, más que descabellado, el proyecto es quijotesco: salir al mundo decididos a ser quienes queremos ser. Sobre todo porque la alternativa es ser lo que otros nos dicen que somos y, aunque hay de todo, no se nos suele hacer justicia. En realidad, lo mismo da que unos tiremos más para Quijotes y otros para Sanchos. Al final, los dos cabalgan juntos y la historia demuestra que, en ocasiones, son los Sanchos los que tienen que terminar recordando a los Alonsos Quijanos quiénes verdaderamente son.

En aquella reunión inaugural, por así decirlo, allá por el mes de enero, acordamos ir escribiendo una biografía por nuestra cuenta que sirviera de prueba documental de nuestras capacidades. Esperanza se lanzó a iniciarla y, aunque en principio los demás debíamos continuarla, nadie se atrevió en la reunión de febrero a cogerle el relevo: aquél era el inicio de una biografía novelada y la presentación de un personaje que sólo su creadora podía desarrollar. Así que dejamos a Covadonga, que tal era la protagonista, en manos de Esperanza y decidimos escribir cada uno un determinado número de páginas de nuestro propio relato biográfico, real o ficticio. Éstos eran los deberes que teníamos que llevar hechos a la reunión de marzo, y así fue, que entre las cosas que somos se encuentra, sin lugar a dudas, ser personas de fiar. El de Juana podría denominarse una biografía epistolar, pues la vida de su protagonista se va revelando a través de la correspondencia que mantiene con un amigo de juventud. Marisa, como Esperanza, se decantó por la novelada y nos presentó a un personaje femenino perfectamente creíble del que nos quedamos con las ganas de saber más. Yo me decidí por las memorias, aprovechando así esta ocasión para rehacer las que mi padre me dejó apuntadas. José, por su parte, y como suele ser habitual en él, nos sorprendió con un género biográfico de su propia creación al que todavía no hemos puesto un nombre definitivo, aunque se propusieron varios adjetivos: esperpéntica, experimental, alternativa, surrealista… Ni lo intentéis, que no vais a poder haceros una idea aproximada.

No sé si de La vida en su tinta saldrá lo que pretendemos que salga. Tengo que reconocer que pertenezco al grupo de los Sanchos y que a veces dudo de la cordura de mi señor. En este caso, señoras, pues son Esperanza y, sobre todo, Juana, las que me llevan con su fe a poner en cuestión mi propia percepción de la realidad y concebir la posibilidad de ser yo la que sufra un posible encantamiento. Sí, reconozco que dudo. Pero después de leer los textos de mis compañeros (pues haciendo honor a nuestro título de “redactores-correctores” todos nos revisamos a todos), lo que me parece más increíble y absurdo es nuestra propia realidad actual. Si es posible que, haciendo lo que somos capaces de hacer y haciéndolo como lo hacemos, estemos donde estamos, mucho más posible y hasta razonable es el éxito de La vida en su tinta. Sea como lo que en principio pretende ser (un servicio de redacción biográfica para particulares), sea como otra cosa (una plataforma de autoedición y distribución, por ejemplo).


En cualquier caso, el pasado miércoles dejamos nuestro rinconcito y nuestros botellines de cerveza vacíos con nuevos deberes: continuar nuestros proyectos y redactar una pequeña muestra del resto de los géneros biográficos todavía no cubiertos (a mí me tocó un anecdotario) con el fin de mostrar a los posibles clientes las diferentes posibilidades que ofrece el relato biográfico; estrategias para buscar a estos potenciales clientes; ideas para mejorar el propio sitio web y difundirlo… Y una nueva cita, para el día 8 del mes que viene. Aún no sabemos si en este rincón público que hemos encontrado con wifi y en el que podemos hacer trampas y acompañar la cerveza o el vino (ya ves, Esperanza, que no te olvido) con algún aperitivo sólido introducido de extranjis, o en la terraza de Juana, que tiene plantas y promete unas fotos estupendas.

No. No nos rendimos. Aquí seguimos, quitándonos unos a otros las telarañas y convenciéndonos de que tenemos razones de sobra para confiar en nosotros mismos. A ver si en la próxima cita estamos realmente todos (nos faltó Íñigo) y conseguimos, por fin, una foto de equipo como Dios manda para la página de La vida en su tinta. A ver si, entretanto, hemos tenido suerte y tenemos que compaginar este proyecto con otros trabajos remunerados. A ver si nos vemos. Sí, si nos seguimos viendo.

lunes, 16 de marzo de 2015

Un hombre bueno



Por Marisa Díez

Le recuerdo a menudo sentado en su sillón de orejas, siempre con un libro entre las manos. Sus gafas de vista cansada apoyadas en la punta de la nariz. De vez en cuando levantaba la cabeza para hablar con quien quisiera escucharle, porque él charlaba mucho, cada día más. Y entonces podías admirar sus ojos azules, que con los años se tornaron, si cabe, aún más expresivos. A pesar de haber superado los setenta, no había perdido el pelo, de un blanco puro, impoluto. Exactamente el mismo tono que había mantenido su madre hasta que murió.

Gruesas arrugas cruzaban su frente y su rostro. Las primeras, decía, eran consecuencia del tiempo que dedicaba a pensar y cavilar sobre el sentido de la vida. De las segundas el motivo era algo más elemental: simples señales de su carácter extremadamente risueño. En definitiva, las marcas de una existencia trabajada a destajo durante años.

Lucía siempre un tono de piel envidiable, consecuencia de los largos paseos a los que se entregaba cada mañana. Nunca abandonó esa actividad, que además de procurarle beneficios a su tensión arterial y a sus niveles de colesterol, le permitía cultivar las relaciones sociales y poner en práctica aquello que más le gustaba: relatar sus chascarrillos a todo aquel que estuviera dispuesto a prestarle atención.

Le encantaba gastar bromas, continua y sistemáticamente. Por cualquier motivo. No le importaba la situación. Y soltaba esa carcajada desmesurada, aparatosa, que hacía volver la cabeza a quien pasara por su lado. Con la edad perdió por completo el sentido de la mesura. Todo en él era excesivo. Todo, excepto su físico. De natural delgado, al llegar a la edad de la jubilación fue acumulando algún kilo de más, lo que en absoluto le producía preocupación ni sonrojo. Antes al contrario, se jactaba de haber conseguido por fin disimular en parte su escuálida figura.

El contacto con los libros le proporcionaba un cúmulo de conocimientos que fue incrementando a lo largo de su vida, de tal forma que al llegar a la vejez, disponía de un bagaje cultural que para sí quisieran aquellos que habían perdido años de su vida en escuelas o universidades. Y, si algo desconocía o dudaba, acudía sin reparo a lo que él llamaba “el tumbaburros”, palabro que inventó para denominar el común diccionario de la época.

Mención aparte ocuparía el capítulo de sus ideas, que defendía de forma vehemente, debido siempre a su carácter extrovertido. Pero, sobre todo, porque le hubiese gustado recuperar los largos años en los que se vio obligado a mantenerlas en silencio.

En definitiva, y como diría Machado retratándose a sí mismo, un hombre, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Básicamente, así era mi padre.


viernes, 13 de marzo de 2015

Julio Diamante en la Academia de Cine

Ciclo: Julio Diamante.

Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España (Calle Zurbano, 3).

A partir del  lunes 16 a las 19 horas. Entrada libre (con invitación -máximo dos por persona- que puede recogerse a las 10 o las 17 horas el mismo día de la proyección).


Foto: Frikifilms

Por José María Ruiz del Álamo

El compromiso con el cine, el compromiso con la vida, es la base sobre la que se asienta Julio Diamante. Diamante vive en la libertad de la cultura, lo cual es toda una subversión para la cúpula dirigente, ya en tiempos de dictadura, ya en tiempos de…

A partir del día 16 de marzo, la Academia de Cine rinde homenaje a Julio Diamante con la proyección de cinco largometrajes y tres cortometrajes. Un ciclo que viene a mostrarnos una personalidad no bien conocida por el público español, si bien estamos ante uno de los mayores cineastas con que cuenta hoy la cultura española.

Porque Julio Diamante es cultura; un intelecto que dejó sus estudios de Medicina para aventurarse en el hecho cinematográfico. Ventura tal le llevó a pasar los veranos en territorios francófonos en aquella década de los años cincuenta. Allí trabajaba y veía cine; veía mucho cine, sobre todo el cine que no llegaba a España por la censura, y al regresar a España traía la maleta llena de libros (libros de cine, los más; libros censurados, los más).

A su amor por el cine cabe añadir su pasión hacia el jazz y el flamenco: ya en 1952-53 fue un pionero al introducir en RNE un programa sobre la música afroamericana. Formó parte de las celebérrimas Conversaciones de Salamanca, creó el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes y fue expulsado de la Escuela de Cinematografía tras ser detenido y enviado a la cárcel de Carabanchel en 1956 (unos cuantos años después fue readmitido).

El cine de Diamante viene a mirar a la ciudadanía, a los avatares que nos formulan cómo sobrellevar la vida. Esa mirada nítida al español medio provoca no poco encono en la jerarquía, agravado éste ante las buenas críticas que reciben sus películas.

Diamante sabe de qué está hecho el percal del sistema político que regenta España y por ello busca caminar sobre la cuerda floja. Así tomó una novela de un literato bien considerado por el régimen (Wenceslao Fernández Flórez), mas dándole una lectura muy libre. El libro es una colección de anécdotas sin mayor trascendencia, claro que la escritura de Diamante inventa un personaje y le hace protagonista: un hombre anciano que ha vivido la Gran Guerra del 14 y, naturalmente, la Guerra Civil del 36, de ahí el desaliento amargado que denota al pronunciar “luego vino esa guerra aún peor”. Ubicada en la España neutral del año 14, venía a tratar las disputas entre los francófilos y los germanófilos, pues Los que no fuimos a la guerra (1962), que así se titula la película, es una mirada impertinente a los desastres de la guerra. La impertinencia estaba llena de crítica y eso sí que soliviantó; tanto que le aplicaron cortes de censura a troche y moche, tantos que, entre ellos, le hicieron cambiar el título, llegándose a estrenar, a sugerencia del propio Diamante, como Cuando estalló la paz, que, bien mirado, es un título bastante más incisivo, dado que se iban a cumplir los “25 años de paz”. Pese a todo, la película estuvo congelada por la censura durante más de tres años.

La copia que hoy podemos ver de Los que no fuimos a la guerra (o Cuando estalló la paz) se la debemos a una labor detectivesca del propio Julio Diamante, que inició una búsqueda de aquellas escenas y secuencias cortadas y a partir de esa localización vino a hacer un remontaje que hoy es pieza codiciada de filmotecas. Ya se dice que el cine es un arma cuando se lleva a cabo con libertad. A Julio le cercenaron esa libertad.

No se plegó, no. Alzó el vuelo y vino a describir la realidad en su siguiente película: Tiempo de amor (1964). El amor como esencia de vida; mas, si no hay libertad, el amor resulta difícil. Diamante retomaba la lectura del neorrealismo para ubicarnos en la cotidianidad de los personajes y de esas situaciones del todo punto reconocibles. La película se dividía en tres sketchs. El primero muestra cómo una relación sentimental muy larga no puede mantenerse sin su lógica y paralela dimensión física: un noviazgo casto resulta imposible. El segundo narra la ilusión de las chicas jóvenes por hacer una buena boda: es una historia de seducción. El tercero dibuja la subsistencia y supervivencia de las pobres personas. La gran baza de la película es cómo plantea el amor, ya que lo define con una crudeza impensable para aquellos años: sexo fuera del matrimonio, un intento de violación y la desavenencia conyugal. Algo impensable en la “feliz” España de Franco.

La tesitura social también se manifiesta en El arte de vivir (1965), en la que asistimos a la modificación del pensamiento, a cómo las personas han de ir renunciando para integrarse en la vida, a cómo la sociedad absorbe al individuo de modo que va abandonando su voluntad de lucha a la par que va consiguiendo cierta estabilidad social. Es el proceso de transformación de un hombre en otro. Cabe reseñar la mirada que lanza a la situación de la mujer en la España de aquellos años. Diamante transmite pulso narrativo. Estamos ante un cine tremendamente político, tremendamente comprometido.

Un compromiso que no ha abandonado, como bien se puede ver en La memoria rebelde (2012), un documental que hace patente la fuerza que supone no olvidar, más cuando la historia se ha escrito tergiversada por la mano de los golpistas vencedores. A través de una reflexión oral transmitida por diferentes personalidades, recorremos la República del 31, la Guerra Civil, el franquismo y la democracia. La película busca un conocimiento de ese largo y esencial período de la vida en España.

El cine de Julio Diamante nos invita a debatir, a reflexionar. No es un cine complaciente. Es un cine culto y adulto. Merece mucho la pena acudir a la Academia de Cine para contemplar una de las páginas más notables del cine español.

miércoles, 11 de marzo de 2015

¡Por fin torrijas!

Foto: Tamorlan

Ingredientes: 

1 barra de pan (para torrijas o normal, pero duro). 

1 litro de leche entera (o 1 litro de vino, o ¾ de leche y ¼ de vino). 

3 cucharadas de azúcar (más el que se use para espolvorearlas al final o para hacer el almíbar). 

2 o 3 ramas de canela. 

Bastante aceite (de oliva o girasol). 

Para el almíbar: 

½ litro de agua. 

125 g de azúcar. 

1 peladura de limón y lo que se quiera (vino, miel…). 


Por J. Teresa Padilla

Hoy tomo yo el relevo al señor Ruiz en esto de cocinar porque me acabo de dar cuenta de que tenemos esta sección de Cocina como amor y poesía la mar de abandonada y cualquiera da con él en estos días tan primaverales con lo que le gusta pasear de cine en cine. Mi receta no tendrá tanta poesía, ni mucho menos acompañamiento jazzístico, que ni la poesía ni el jazz son lo mío. Eso sí, amor tengo para dar y tomar (otra cosa es que encuentre de quién tomarlo y esté de humor para darlo).

Ya queda menos para Semana Santa y ya iba siendo hora de que nos pusiéramos a hacer torrijas. Sí, las de las pastelerías tienen una pinta estupenda, pero salen por un ojo de la cara y, en realidad, no están mucho más ricas que las que podamos hacer nosotros. A las mías nadie les ha puesto pegas y eso que se junta una servidora, que no está especialmente dotada para la cocina, con un público muy exigente y más que dispuesto a dar una opinión sincera y, preferiblemente, negativa de mis resultados culinarios. Conclusión: es sorprendentemente fácil hacer torrijas. Y para nada caro.

Entonces, ¿por qué sólo las hacemos y comemos en Cuaresma? Pues porque somos animales de costumbres. ¿Y de dónde viene la costumbre? Pues no he logrado averiguarlo, y no he terminado de entender qué puede tener que ver que se coma menos carne con que sobre más pan, única explicación que he encontrado por ahí. En cualquier caso, como en mi casa no hay forma de que sobre pan ni ninguna otra cosa comestible que entre por la puerta, lo haga en la cantidad que lo haga, pues uso el famoso pan para torrijas o pan bombón. Un eurito cuesta la barra (poco más que el pan normal).

Una vez tenemos el pan, hay que cortarlo. Yo no sigo exactamente las marcas de la barra, sino que tiendo a la oblicuidad. Así salen de diferentes tamaños y no dudas luego en comerte alguna de las más chiquitinas entre horas, así, sin venir mucho a cuento. El grosor, de un dedo o dedo y medio (todo depende del tamaño del dedo). No sé… ¿Dos centímetros?

Luego ponemos a calentar la leche (un litro por barra más o menos) con tres o cuatro cucharadas de azúcar (o más, si sois golosos y/o no vais a bañarlas al final con almíbar) y un par de ramitas de canela. Que la leche sea entera, por favor, que la torrija light no existe y no tiene sentido buscarla. Eso sin contar con el hecho de que elaborarlas nosotros mismos implicará un gasto calórico que de algún modo habrá de compensarse, digo yo.

Ojo: eso sí las queréis hacer de leche. También pueden hacerse de vino, solo o con leche. Debo reconocer que así no las he preparado nunca, entre otros motivos porque ni había caído en esta posibilidad, pero de este año no pasa. En este caso hay que poner a calentar, en lugar de la leche, un litro de vino (blanco o tinto, dulce o no, un poco al gusto de cada cual, aunque deberemos ajustar la cantidad de azúcar al dulzor final que busquemos). Si optamos por el camino del medio, o sea, el vino con leche, a la leche ya calentada con el azúcar y la canela (y una vez retirada ésta), le añadiremos una copita del vino que más nos guste. Yo voy a probar este año las de vino puro, porque no me van las medias tintas y porque, con un poco de suerte, no gustan tanto a mis hijos y toco a alguna más, que me suelen dejar sólo las de los bordes del pan.

Llegamos ahora a un momento delicado. Por lo menos subjetivamente delicado: encontrar una fuente lo suficientemente amplia como para disponer las rebanadas de pan horizontalmente (por supuesto) sin tener que montarlas unas encima de las otras. Esto último siempre es una mala idea, porque las rebanadas de abajo quedarán demasiado empapadas y las de arriba demasiado secas. Amplia y lo bastante plana para que todas las rebanadas se empapen por igual sin que se derrame la leche que no sea inmediatamente absorbida. En realidad, si hay alguna verdadera dificultad en la elaboración de las torrijas se reduce a encontrar la susodicha fuente. Una vez hallada (en mi caso una gigantesca que se empeñó mi madre que comprara por si alguna vez asaba, supongo, un cordero entero, lo que nunca ha sido el caso) y dispuestas las rebanadas sobre la misma, toca verter sobre ellas la leche (o el vino, o el vino con leche). Se dejan un buen rato, hasta que absorban todo el líquido y sean fácilmente manejables, porque ahora toca pasarlas por el huevo, más exactamente por los huevos (dos o tres, más bien tres).

Antes de eso hay que acordarse de poner a calentar el aceite en que vamos a freírlas, no vayamos a tener que quedarnos como unos tontos con la torrija chorreando huevo en la mano mientras éste se calienta. Hay quien usa aceite de oliva y quien prefiere, por tener menos sabor, el de girasol. Como esta partida es la que encarece más las torrijas, vale la pena probar con este último. En mi opinión salen igual de ricas, claro que yo no soy muy sibarita.

Toca freírlas, con cuidadito de no salpicar, y por los dos lados. Tardan exactamente un momentito de nada por cada lado. A continuación se ponen sobre papel de cocina que absorba el exceso de aceite.

Por último, se espolvorean con azúcar, azúcar y canela o con almíbar. Lo del almíbar es un mundo, porque hay miles de formas de hacerlo: la base es la misma siempre (agua con azúcar cocida unos diez minutos con una peladura de limón que hay que dejar enfríar), pero a ella se le puede añadir miel, vino…

Y nada más. A dejar que se enfríen y a disfrutarlas, que la Semana Santa dura un suspiro.

lunes, 9 de marzo de 2015

Para Eulalia

Por J. Teresa Padilla

Todos los días hay miles de personas muriendo o luchando por sus vidas. Si te pones a pensar que esos miles no son un número, un colectivo, sino un individuo tras otro; si logras verlos de uno en uno, sientes horror. Cada día mueren muchísimas personas, con mayor o menor dolor, suyo y de las personas a las que importan. Casi añado, dejándome arrastrar por los tópicos, “con mayor o menor dignidad”, pero sinceramente no sé qué significa esto y hay temas en relación con los cuales las frases hechas no son sólo lugares comunes trillados y aburridos. Son ofensivas.

La muerte da miedo y sentir temor cuando la vemos cerca no nos quita ni un ápice de dignidad. Sólo acrecienta el dolor. Y únicamente aquellos que han perdido cualquier apego por la vida o la desprecian pueden presumir de mirarla de frente sin temor. Pero nadie debería aspirar a morir así, maldiciendo en el fondo lo que dejan o a quienes dejan.

Estos días una ancianita a la que quiero se enfrenta a los que quizás sean sus últimos días. Por lo que sé, con dolor y temor. Hace ya tiempo la oí comentar lo difícil que era morirse. No sé si quería decir que es difícil renunciar a la vida aun cuando ésta, con sus enfermedades e incapacitaciones, se haga cada vez más penosa de sobrellevar, o si lo que quería decir es que nuestro cuerpo se aferra a ella hasta el último instante convirtiéndose en una carga que a duras penas podemos ya arrostrar. O sea, que no sé si se refería a que siempre queremos seguir viviendo incluso cuando nuestros cuerpos apenas nos sostienen, o si eran más bien los cuerpos los que no se rendían aunque nosotros ya no quisiéramos vivir. Puede que ambas cosas. Puede que no podamos distinguir entre nuestros cuerpos y nosotros mismos, que seamos nuestros cuerpos. No lo sé, porque la verdad es que en el dolor físico y en la proximidad de la muerte me da la sensación de que se distancian, se separan, se enfrentan como enemigos.

El caso es que hace tiempo la oí lamentarse de lo difícil que resulta morir y, como no sé en qué sentido lo dijo, tampoco sé si desearle ahora que logre vencer por esta vez a la muerte (una victoria provisional que sólo retrasará algo más la definitiva, que nos espera a todos y cuyo ganador conocemos de antemano) o que la misma ponga de una vez fin a su dolor y comprensible temor.

Y así, sin ganas de escribir y sufriendo por ella, encontré un poema. Un poema que comparto con todos vosotros hoy. Porque esto sí que se lo puedo desear sin dudas, a ella y a todos nosotros. Porque, cuando lo leí, descubrí que, en realidad, era esto lo que deseaba, lo que no se puede dejar de desear. Porque me dio luz, una luz que me gustaría llegara a ella, a Eulalia. Ese es el milagro que se espera de la oración, y este poema es una oración, la que hoy quiero rezar por ella.
¡Oh Muerte, casta Muerte, madre de la vida,
Unamuno por R. Casas

ten piedad de nosotros!
¡Ven con paso pausado y silenciosa
escoltada del sueño
y en tus brazos aduérmenos!;
ten piedad de nosotros, santa Muerte,
¡oh madre de la vida!,
¡a los que han de venir múlleles lecho!
¡Abre los ojos, Muerte!
¡Mira a quien dejas!,
¡mira a quien llevas!
Caen como espigas bajo tu hoz los hombres,
unos en verde
y otros ya desgranados;
siega en sazón, ¡oh, Madre!,
siega en sazón de muerte.

¡Oh Muerte, Muerte, tú, la cernedora,
la del trágico bieldo,
mira lo que haces!
Con tus ojos vacíos, ¿dónde miras?
¿Qué ves con esas sombras?
Tus ojos de tinieblas, santa Muerte,
ven lo que al hombre ciega.
¡Ver la verdad sólo a ti es dado, Muerte!
¡Ver al sol de los soles,
a la infinita lumbre!
¡Hágase, pues, tu voluntad, oh Muerte!

Pero ven silenciosa y no nos mires,
que tu mirada aterra,
mirada de vacío,
¡mirada de tinieblas...!
Cuando nos lleves, Muerte,
vuelve atrás la cabeza,
¡no nos mires, por Dios, oh, no nos mires,
por Dios, por nuestro Dios, Dios tuyo, Muerte!
Apriétanos a oscuras a tu seno
mas sin mirarnos;
¡tu seno es dulce, tu mirada horrible!

¡Engáñanos, oh Muerte!
Aparta de nosotros esos ojos,
tus ojos de tinieblas,
esos que han visto la verdad desnuda
-sólo el vacío puede verla pura-,
¡engáñanos, oh Muerte!,
¡engáñanos, piadosa!
Ten piedad de nosotros,
¡oh Muerte, santa Muerte, madre de la vida!
Miguel de Unamuno. "Poesías sueltas, LIX (1910)". (En: Poesía completa, 4. Alianza: Madrid, 1989, pp. 109s.)


viernes, 6 de marzo de 2015

La campana

La campana. Iris Murdoch.

Alianza: Madrid, 2002. 392 pp. Descatalogado.


Por J. Teresa Padilla

Algo de miedo me da, la verdad, hacer esta reseña. Porque he de confesar que mis relaciones con la literatura anglosajona son, cuando menos, distantes. Muy distantes y anticuadas. A quienes más y con mayor placer he leído son las hermanas Brontë (no me preguntéis cuál es cuál, que soy incapaz de distinguirlas), Jane Austen (a la que alternativamente confundo, bien con las Brontë, bien con uno de sus personajes, Jane Eyre) y, ocasionalmente, y a él por lo menos no lo confundo con nadie, Dickens. A Virginia Woolf la conozco más por sus Diarios que por sus novelas, que, excepción hecha de Flush y alguna otra, nunca he terminado de leer o he leído con demasiada dificultad. De Lawrence Durrell leí Justine hace un par de años y, aunque tomé alguna nota, no terminó de convencerme hasta el punto de seguirle leyendo, así que el único Durrell que pulula por casa es su socarrón hermano Gerald, del que es incondicional mi hijo. Doris Lessing, no me preguntéis por qué, me resultó antipática. Sólo otra campana, La campana de cristal de Sylvia Plath, logró despertar esa fascinación que busco sentir cuando abro un libro. Mi admiración por Henry Roth no cuenta, porque a él ni siquiera le considero un autor anglosajón. Obra o autor más o menos, creo que esto es todo, amigos.

Ésta es, por tanto, la primera vez que leo a Iris Murdoch. Como casi siempre, por casualidad: husmeo en la biblioteca buscando algún tesoro oculto, aunque sólo sea para mí. Y, aunque en principio suelo evitar a los anglosajones por los motivos ya expuestos, seguí por una vez, y sin que sirva de precedente, la recomendación de un amigo.

La campana empieza de una forma brillante, o a mí me lo parece:
“Dora Greenfield dejó a su marido porque le tenía miedo. A los seis meses decidió volver con él por la misma razón”.
Y enseguida se especifica el origen de este miedo:
“A Dora le invadía un sentimiento de culpabilidad, y con la culpabilidad se presentó el temor”.
Podría parecer que así se inicia la historia de una esposa atormentada o de un matrimonio desgarradoramente infeliz. Pero sólo porque no conocéis aún a Dora. Su matrimonio es, desde luego, infeliz, pero su carácter la hace inmune a una tortura íntima o un desgarramiento mínimamente profundos o duraderos. Se trata, sencillamente, de uno de esos matrimonios (más habituales, incluso hoy, de lo que pensamos) en los que el hombre decide casarse con una mujer que considera inferior a él de la que, por tanto, espera sumisión, agradecimiento y admiración. Desde su perspectiva, le ha hecho un favor. Dora no es, efectivamente, una mujer especialmente inteligente, pero, para desgracia de Paul, su marido, está llena de vida y de amor a la vida. De forma que, aunque se siente culpable por haber decepcionado a su particular Pigmalión, no puede sino optar por la única alternativa que el propio Paul, considerando la ineptitud de su esposa, contempla a la sumisión: la burla (desde la perspectiva de Paul), o sea, la infidelidad.

La verdad es que resulta sorprendente la flema con la que Paul asume ésta (siendo, además, un hombre bastante celoso, como, por otra parte, es siempre este tipo de hombre cuando teme perder el objeto de su dominio) y la poca culpabilidad que siente Dora a este respecto. Y para ninguno de los dos parece tener el amor nada que ver. Las infidelidades de Dora son para su marido la forma que este ser, a todas luces inferior a él, tiene de rebelarse contra su superioridad y la sumisión natural que de ella se deriva, y la culpabilidad de Dora se limita al reconocimiento de que no puede llegar a ser aquello en lo que se supone que debería haberse convertido en virtud de un matrimonio tan “envidiable”. El sexo con otros responde, exclusivamente, a su incapacidad para dejar de estar viva, incapacidad, de la que, naturalmente, resulta muy difícil considerarse culpable. La única historia de “amor” que protagonizan estos dos personajes es la suya: un amor que, en el caso de Paul, está lleno de desprecio (un desprecio por Dora derivado del desprecio que siente por sí mismo, concretamente por lo que le une a ella: la sensualidad y la necesidad de un referente inferior para poder sentirse mejor de lo que es) y, en el de Dora, de una mezcla confusa de compasión, egoísmo, narcisismo e inseguridad en sí misma.

Pero ni Dora, ni Paul, ni su matrimonio son los protagonistas de la novela, aunque sirvan de hilo conductor. El regreso de Dora con su marido la conduce a Imber Court, una propiedad rural que alberga un convento de monjas anglicanas de clausura (no tenía ni idea de que existieran) y en la que se está intentando constituir y consolidar una comunidad seglar paralela al convento con un objetivo espiritual (el perfeccionamiento moral y el desarrollo personal) y otro más práctico (la autosuficiencia económica). A esta peculiar comunidad, en la que las ceremonias religiosas y las labores agrícolas se mezclan a partes iguales, llega nuestra urbana Dora para encontrarse con su marido, que no se encuentra allí como miembro de la misma, sino realizando tareas de investigación. Ni que decir tiene que Dora es tan ajena a este mundo como lo era a la vida de su marido y a su condición de esposa. Pero aquí el foco de interés de la narración, sin olvidarla nunca, se dirige al resto de los personajes, a los miembros de la comunidad. Sobre todo a Michael Meade (propietario de Imber Court), que terminará adquiriendo la condición de verdadero protagonista, a Catherine y Nick Fawley, dos hermanos mellizos que parecen, sólo parecen, estar en las antípodas desde el punto de vista espiritual, y a Toby, un joven vital e ingenuo que llega a la comunidad a la vez que Dora de la mano de James Tayper Pace (un cuasi profesional de las comunidades religiosas laicas que encabeza, junto a Michael, la que aquí se intenta constituir).

Decía que Michael termina convirtiéndose en el protagonista de la novela porque él es el que vive de una forma más lúcida aquello de lo que ella pretende hablar: si la persecución de la beatitud (del perfeccionamiento moral) exige la renuncia al deseo, si este es idéntico al amor o va unido a él de forma inseparable…

Iris Murdoch tiene fama de ser una novelista de “ideas” muy capaz, sin embargo, de dar vida a personajes creíbles para que las encarnen. Michael es uno de ellos. Y Dora, a la que se termina por coger un sincero cariño a pesar de su superficialidad. Hasta se consigue compadecer al mezquino de Paul. Tengo que reconocer que estuve a punto de sucumbir en la prolija descripción del entorno natural, terrestre y acuático, de Imber Court, aunque supongo que esto se debe a que mi falta de inteligencia espacial me exige, para no perderme, prestar una atención agotadora a este tipo de detalles. Pero la superación de este escollo personal valió la pena. Me gustan las novelas con "ideas" (es decir, las novelas en las que autor y lector buscan aprender algo). Me gustan los personajes creíbles. Al final, la he disfrutado. Creo que seguiré leyendo a Iris Murdoch. Más cuando quienes la conocen bien no cuentan La campana entre sus mejores obras. Quién sabe, quizá consiga drenar un poco esta laguna mía (más bien océano) con la literatura anglosajona.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Cualquier tiempo pasado

Por Marisa Díez

 A veces el pasado se decide a dar una vuelta por tu vida sin previo aviso, en forma de encuentro casual o de visita inesperada. En ocasiones puede ocurrir que tú misma salgas a su encuentro, decidiéndote, por ejemplo, a visitar de nuevo uno de aquellos garitos que solías frecuentar en tu época de estudiante, lejana en el tiempo pero no en tu memoria. Algo de esto debía de pasar por mi cabeza cuando hace unos días me arriesgué por fin a descubrir lo que se escondía detrás de la fachada de un bar legendario y que marcó una época en mi juventud: las Cuevas de Sésamo, en el centro de Madrid.

Fue franquear la entrada y empezar a removerse en mi interior una cascada de sensaciones difíciles de explicar. El local conserva su aspecto original, o al menos el que yo recordaba, sin grandes variaciones. Dos pequeñas salas, con sus mesas y sus taburetes de antaño, diría que los mismos manteles rojos y, por supuesto, el piano, que me evocó de manera inmediata aquella canción de Ana Belén, o de Billy Joel en su versión original para ser exactos.


Con su música de fondo y su obligada jarra de sangría –la especialidad del local, que yo recordaba de un sabor mucho más genuino en aquellos años ochenta- me abandoné a la lectura de las citas literarias que adornan sus muros de piedra y que han permanecido inmutables al paso del tiempo. Las Cuevas de Sésamo conservan su sabor añejo y provinciano. Podría asegurar que los camareros son los mismos desde hace generaciones y que el hombre del piano no ha variado en lo esencial su repertorio en todos estos años. Sólo vislumbré algún cambio en el personal que se divertía en las mesas cercanas. Gente muy joven –o a mí me lo pareció, pero es que yo a veces me obsesiono con la edad- y muchos turistas empeñados en saborear encantados aquel brebaje al que llaman sangría.

Salí de allí con una sensación agridulce. Últimamente, no sé por qué, me asaltan a menudo personas o sucesos del pasado que ponen en jaque mi frágil equilibrio emocional. Personas que creías ya amortizadas en el tiempo y que aparecen en tu mundo de repente y sin avisar. Aquellos que un día fueron importantes en tu vida y que, poco a poco, sin que te llegaras a explicar nunca la razón, fueron alejándose de tu camino. Hasta que, de improviso, encuentras un mensaje en tu Facebook de aquel amigo que hace tiempo se marchó a recorrer mundo y al que perdiste la pista sin tener ninguna esperanza de volverle a recuperar. O tu teléfono suena de repente para escuchar de nuevo la voz de aquella persona que nunca olvidaste, a quien, a fin de cuentas, la vida no trató del todo bien y vuelve a ti en busca de aquella complicidad de la que siempre disfrutasteis.

Y, por alguna razón que no aciertas del todo a comprender, sientes que el tiempo no ha pasado tan deprisa como creías. Que, a fin de cuentas, eres capaz de volver a hacer un hueco en tu día a día para toda aquella gente que te hace sentir importante, necesaria, especial, mágica. Y te decides, como fue mi caso, a crear uno de esos odiosos grupos de whatsapp en el que integrar a todos esos amigos que un día fueron tan indispensables para ti, que te convirtieron, más o menos, y con pequeñas variaciones inevitables de la edad, en la clase de personaje que eres hoy. Y por ello le pones un nombre verdaderamente lleno de mala baba, tipo “viejas glorias” o similar.

A todos mis amigos, incluidos por supuesto los de mi nuevo grupo de whatsapp, les invito a tomar un par de jarritas de sangría en las Cuevas de Sésamo. Quizá, entre trago y trago, seamos capaces de explicarnos qué pasó con nuestras vidas, cómo fue lo de no olvidarnos, y por qué, de repente, el pasado nos empuja una vez más a seguir tirando hacia adelante.


Las Cuevas de Sésamo están en la calle Príncipe, número 7, muy cerca de la Plaza de Santa Ana, en Madrid.

lunes, 2 de marzo de 2015

¡Magia, magia!



Por J. Teresa Padilla

Nada, que no. Parece que no ha habido suerte y los arqueólogos y médicos forenses no han dado con los restos de Cervantes en la cripta del convento madrileño de las Trinitarias, donde siempre se ha supuesto que fue enterrado. Donde se suponía y dábamos por descontado que lo estaba. Y es que, ahora que no lo encuentran por ninguna parte, a lo mejor toca ponerlo en duda. Los científicos suelen ser un poco así: se meten donde no se sabe muy bien quién les ha llamado y, lejos de darnos seguridades y certezas que a saber si necesitábamos, nos dejan con cara de tontos y sin los cimientos que sostenían nuestras, hasta entonces, más o menos razonables sospechas o creencias. Porque, si no dan con él, lo mismo es porque no está y, si no está, quizás no lo ha estado nunca. Toca, pues, poner en duda la sepultura de Cervantes, y, ya puestos, por qué no, su muerte y hasta su misma existencia.

¡Ala!, ya estás echándote al monte como la cabra que en el fondo eres. Pues sí, tenéis razón, soy una cabra que tira con suma facilidad al monte en cuanto le dan pie, y a veces aunque no se lo den. Pero es que el cientificismo (o sea, la tendencia de determinados científicos a sacar los pies de sus respectivos tiestos y creer que tienen la respuesta para todo) me da más pies de los que necesito.

En realidad, puede que éste, precisamente, no fuera el caso, es decir, que ni los arqueólogos ni los forenses estuvieran aplicando sus técnicas a un campo que les fuera ajeno, pero lo que sí es cierto es que la necesidad de sus esfuerzos no estaba nada clara: casi 400 años después de su muerte (a lo mejor ahora tendríamos que decir “presunta”), los indicios racionales que teníamos de que Cervantes estaba allí enterrado nos deberían haber bastado, creo yo. No había en este tema justicia que hacer ni injusticia que reparar, al menos que yo sepa. Pero, claro, ahora que no ha aparecido, los indicios han perdido racionalidad. Se buscaba una certeza científica y a cambio se nos deja una duda muy poco rentable, porque a ver quién es ahora el guía turístico que proclama sin sombra de remordimiento que allí está enterrado el autor del Quijote. A ver qué se hace ahora con la placa que lo indica.

Pues si gracias a los esfuerzos científicos resulta que ahora Madrid, lejos de poder exponer la tibia de Cervantes como Ávila el dedo incorrupto de la Santa, tiene un lugar de interés turístico menos, bien estoy yo en mi derecho de extender la duda que han despertado hasta sus últimas consecuencias.

Porque, ¿quién fue (en el caso de que realmente fuera) Cervantes? Pues sería muchas cosas, como todo el mundo, y entre ellas puede que escritor. Pero fuera lo que fuera (si es que realmente fue) así, en pasado, Cervantes también es algo hoy, ahora, en presente: Cervantes es el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. O eso creemos, deberíamos añadir. Pues no importa, añado de hecho yo, que al que menos importaba era al propio Cervantes, el cual, lejos de reivindicar autoría, se presenta como transcriptor de los textos de otro, Cide Hamete Benengeli, quien, por su parte, tampoco presume de creador, sino de mero cronista. Si Cervantes fue autor-creador o recreador de una crónica u otro personaje más de la novela da igual. Su nombre figura unido al de Don Quijote y, si la duda metódica a la que me ha animado el fracaso en la búsqueda de los restos de Cervantes conduce a algo indubitable, es precisamente esto: la existencia de Don Quijote. Tan real, tan verdadero y tan existente que ha despertado en algunos la necesidad de verificar la existencia pasada, muerte y sepultura del nombre que está asociado a él como su creador. No lo han conseguido, pero no pasa nada. Don Quijote existe y la relación íntima de un tal don Miguel de Cervantes Saavedra con él permite a éste, fuera o no fuera hace cuatro siglos, ser hoy.

La conclusión es evidente: Cervantes le debe su ser (el actual, el único que tiene) al Caballero de la Triste Figura. Como el ingenioso hidalgo no se cansaba de repetir, al final va a ser verdad esa paradoja de que “cada uno es hijo de sus obras”, de que el padre deviene hijo de sus hijos, a los que debe su ser, lo que es.

La existencia de Don Quijote está tan fuera de toda duda que a nadie se le ocurrirá ponerse nunca a buscar su sepultura, ni su partida de nacimiento ni el documento que acredite su defunción. Es una entidad de ficción, dirán algunos. Una ficción tan dotada de realidad que es capaz de contagiar de la misma a su supuesto autor, que por sí mismo ya no posee ninguna. Una ficción realísima, una contradicción. Es una figura inmortal, se suele también decir. A mí inmortal no me parece en absoluto. Lo veo frágil y expuesto en principio como cualquiera de nosotros a la posibilidad de la desaparición, del olvido y la nada. A falta de un adjetivo mejor por el momento, yo más bien diría que la existencia de Don Quijote es mágica. El calificativo es tan ambiguo como para no escandalizar a todos los que tienen clara la existencia de esos dos mundos separados que llamamos realidad y ficción sin por ello renunciar a contradecirles.


Mágico es asistir, como me pasó a mí misma el día de Año Nuevo, a una representación de sus aventuras y desventuras y oír confesar a una sala repleta (y confesar yo misma), todos a una y a voz en grito, lo que Don Quijote nos exigía; a saber, que Dulcinea, a la que nadie ha visto ni verá jamás, la invisible, es sin duda la más hermosa de las mujeres.

Mágico es contemplar en la exposición que la Biblioteca Nacional organiza estos días sobre el coleccionismo cervantino (quijotesco, habría que decir) las copias manuscritas de todos aquellos “locos” que intentaron revivir la magia de su nacimiento transcribiéndolo con los más bellos y variados caracteres y en los soportes más dispares, o la lista de lenguas, vivas, muertas y alguna tan exótica que me resulta imposible de clasificar en ninguno de los dos grupos, a las que habían sido traducidas sus hazañas y desventuras.

Mágico es constatar cómo un personaje, del que su propio autor parece mofarse sin demasiada piedad en la novela, es capaz de salir literalmente de ella y adquirir una realidad propia mucho más poderosa y verdadera, no sólo que la del mundo de ficción en el que fue creado, sino casi que la nuestra.

Para mí que, como buen hijo (o quizá como buen padre), don Quijote ha presumido algún más que probable entuerto y, compadeciéndose de Cervantes, se ha anticipado a los investigadores y llevado con él sus restos. Para mí que los guías turísticos y la placa del convento de las Trinitarias deberían decir: "Aquí se cree que yacía enterrado don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, hasta que éste, un buen día, se lo llevó consigo".