lunes, 23 de febrero de 2015

Sobre amores y erotismos (II)




Por J. Teresa Padilla

Vuelvo a la carga, que está en juego, nada más y nada menos, que mi reputación como persona, sexualmente al menos, normal. Normal suena fatal en este contexto. No sé, a ver… ¿Como persona sexuada? No suena mejor, pero no puedo usar el adjetivo activa, que esto lleva mis reflexiones por caminos que no estoy preparada para recorrer, al menos por ahora.

“El sexo está sobrevalorado”. Esto escuché (o leí) que sentenció en algún momento Clint Eastwood. Como soy de las que oye campanas, pero no recuerda nunca dónde, he buscado en Internet cuándo, en qué contexto o si efectivamente Clint Eastwood dijo semejante cosa. No he encontrado testimonio directo de su declaración, pero sí de que la hizo. O sea, que, al final, no sé si lo dijo realmente o sólo es algún tipo de leyenda urbana. Lo que sí he encontrado es esta misma afirmación en otras muchas bocas, incluida la de una famosísima estrella porno española. Así que habría que concluir que está pero que muy sobrevalorado y visto decir esto (o que míster Eastwood tiene un efecto muy parecido en los demás al que tiene en mí –seguid leyendo, que me explico-).

Bueno, el caso es que oí (o leí) la afirmación de Clint Eastwood y recuerdo muy bien que le presté un inmediato asentimiento mental. Un asentimiento irreflexivo, porque tengo que reconocer que hay hombres (poquísimos, gracias a Dios) a los que tiendo a decir siempre sí de manera irreflexiva, y uno de ellos es el susodicho (¡ay, Íñigo! Si hubieras elegido bien, no me lo habrías puesto tan fácil…). Pero, como soy una persona más reflexiva que impulsiva (salvo en estas contadas ocasiones), al final tuve que terminar reconociendo que no sabía muy bien a qué había dado mi conformidad (lo que suele pasar siempre en estos casos).

Aunque no se puede descartar, ni me atrevo a concebir que a este pedazo de hombre se le pasara por la cabeza, al hablar de la sobrevaloración del sexo, que éste fuera, como algunos "hombres" parecen creer, la panacea que resuelve todos los problemas de pareja (sean o no sexuales). A estos mismos "hombres" no se les ocurriría decir que el sexo resuelve también los problemas laborales, económicos o de cualquier otro tipo, lo que me lleva a la conclusión de que se pueden permitir "pensar" eso porque consideran que la vida en pareja consiste, básicamente, en garantizar un suministro regular y constante de sexo. Semejante burrada misógina sólo demuestra que lo que está claramente sobrevalorado aquí es la pertenencia al género humano de estos hombres.

Me imagino que Clint se referiría más bien a que se puede vivir perfectamente bien sin sexo, así sin más, es decir, sin aclarar qué entendía él por sexo (que es lo que me interesa). Porque, por mucho que sienta debilidad por él, no llego al extremo de considerarle un gran filósofo (tampoco le hace falta, la verdad). Como una sigue en la lectura (más bien degustación) de El Quijote, no puedo evitar ponerme sanchopanciana con él y salir por refranes:  a buenas horas mangas verdes que ya te pueden quitar lo “bailao”.

Todo el mundo menos yo parece saber exactamente qué es el sexo y, por tanto, si está o no sobrevalorado y si le gusta más o menos. Me represento a mí misma hablando con mi Clint sobre el tema y preguntándole, al hilo de su afirmación, “¿y qué es el sexo, Clint?”, eso sí, con la más seductora de mis sonrisas (alguna tendré, digo yo), y no puedo evitar ver su rostro de jinete hierático y pálido atravesado por una mueca de estupefacción (ante semejante loca).

Pero, sí, existe una acepción en la que puedo rubricar mi asentimiento inerciático (yo soy así, siempre encuentro la forma de justificar mis primeros impulsos), y que no es otra que aquella a la que llegamos en la primera parte de esta entrada: el sexo como mera actividad física o como prescripción higiénica. No me neguéis que existe un imperativo de este tipo que dice “hay que llevar una vida sexual sana y satisfactoria” y que se encuentra incluido en una lista más amplia que incluye, entre otros, consejos (más bien ya casi órdenes) como “es necesario controlar los niveles de colesterol”, “evitar los alimentos procesados, las grasas saturadas, el alcohol, el tabaco…”, “realizar ejercicio de forma habitual” (no sé si aparte del sexo o con él basta)… Os dije que aborrezco el ejercicio físico y en la lista de mis aborrecimientos podéis incluir, sin temor a equivocaros, todas estas aparentemente sensatas y recomendables máximas saludables. Para mí, todas están en el mismo saco. En mi opinión, una opinión que no estará cualificada pero en la que me reafirmaré mientras me queden fuerzas y razones, la salud es algo en lo que no hay que pensar ni de lo que hay que ocuparse (menos aún preocuparse), salvo que (y la precisión es fundamental) se esté enfermo. Así que, una de dos: o vivimos en una sociedad hipocondríaca obsesionada en conseguir que nuestros cuerpos alcancen la eternidad y nos sobrevivan, o en una enferma que no tiene con el cuerpo y sus necesidades la relación que debiera. Si no, no entiendo la necesidad de tanto consejo. Uno debería comer cuando tiene hambre y, salvo patología psíquica de por medio, el hambre no te lleva a atiborrarte de hamburguesas, refrescos azucarados, bollería industrial o aperitivos. Un día te pide carne o dulces, pero otro legumbres o verduras. El sexo, como el hambre, es un instinto, y parece que se presupone que no somos ya capaces de gestionar ningún instinto de forma equilibrada, natural, instintiva ella misma: que somos incapaces de reconocer el deseo o la necesidad y la satisfacción de los mismos. Que hemos, en resumen, olvidado que somos seres de carne y hueso, tan animales como racionales. O que creemos que nuestra parte animal y puramente física es, o bien una mala bestia que la racional debe mantener bajo control, o bien una eterna durmiente a la que debemos esforzarnos en despertar.

Odio que me digan lo que tengo que hacer. Lo he odiado siempre. Yo creo que por eso fumo y bebo, y fumaré y beberé hasta el fin de mis días aunque tenga que pagar el precio de una muerte más prematura de la que hubiera tenido si no hubiera catado el tabaco y la cerveza (en realidad, sólo el tabaco, que la cerveza es sanísima). Es una estupidez que mi rebeldía y tozudez me impiden corregir. Pero ni aún así fumo hasta que me arde la garganta o me ahoga la tos, ni bebo hasta perder el sentido. Lo hago por placer y hasta donde llega ese placer. De forma que, sea lo que sea (que no lo tengo nada claro), me niego en principio a tener “una vida sexual sana y satisfactoria”. Ahí queda eso. Porque, sí, Clint tiene razón (cómo no se la voy a dar): el sexo está sobrevalorado (como la salud obsesiva) y a veces el más satisfactorio de los sexos es el que no se tiene. Para sexo malo, mejor nada de sexo. Y malo, muy malo, es este sexo por prescripción facultativa gracias al que se forran los productores de lubricantes, las farmacéuticas y, en general, todos los dedicados al negocio afrodisíaco (editoriales y productoras cinematográficas incluidas). Si hay que “montarse la película” para “perder el control” (lo siento, es que no paro de encontrar el dichoso cartel del Grey ese por todas partes) y pensar en improbables e irreales compañeros (o compañeras) de cama para desear una relación sexual, si tenemos, en resumen, que sacudirnos la pereza y obligarnos a despertar ese deseo como el que se obliga a ir regularmente al gimnasio, algo no va bien.

Menos mal que el sexo no es esto. ¿Que por qué estoy tan segura? Porque este sexo no me apetece nada y, a pesar de todo, tengo que confesar, así, en bajito, que el sexo, en general, me parece deseable, muy deseable.

No he avanzado mucho, la verdad, así que me temo que tendrá que haber tercera parte. Porque al final puede que Eastwood no tuviera razón (¡no me lo tengas en cuenta, Clint!). Al final puede que el sexo esté infravalorado. Otro, claro, no éste.



Una cancioncilla, para seguir pensando...

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