miércoles, 4 de febrero de 2015

No doy crédito

Por J. Teresa Padilla

No doy crédito, esa es la verdad. Cada vez me parece entender menos lo que sucede a mi alrededor. En ocasiones (las menos, es cierto) puede resultar divertido: lo que contemplo me parece tan ridículo y absurdo que sentirme ajena a ello halaga mi vanidad. Sin embargo, mucho más a menudo, resulta una sensación angustiosa, como la de encontrarse perdida y completamente desorientada en medio de un bosque extraño que para todos los demás parece ser, sin lugar a dudas, la más evidente y familiar de las realidades cotidianas. Entonces no me siento, ni mucho menos, por encima de lo que me rodea. Entonces me siento rara (¿os lo han llamado alguna vez?, ¿no os ha sonado a “loca”?) e inútil, inadaptada.

Dependiendo mucho de cómo me encuentre en estos casos, de las fuerzas con las que me vea (o sienta), intento responder con una rebeldía quijotesca, enarbolando mi rareza, mi locura, como una bandera, la de mi singularidad. La mayoría de las veces, sin embargo, he de reconocer que lo que hago es procurar anestesiarme mirando para otro lado, preferentemente hacia alguno que ofrezca actividades insulsas, y absorbentes en su automatismo, en las que ocuparme y que me permitan olvidarme de mí misma y de lo que acabo de ver y sentir (dentro y fuera de mí misma). Este olvido de una misma, este dejar de sentirse, restablece, a corto plazo, la integración en el mundo, en su vorágine. Mientras te encuentras inmersa en él, arrastrada sin cesar por su ir y venir, no hallas el mínimo reposo necesario para cobrar conciencia de ti misma. No eres nadie, ni nada, y no tienes ni tiempo ni la ocasión de preguntarte qué es lo que estás realmente haciendo o si deberías hacer otra cosa. Es, en realidad, una forma de desaparecer, de dejarse aturdir por el mundo y su errático movimiento hasta no sentir siquiera este aturdimiento, hasta no sentir, en realidad, nada de nada.

Aunque, mirando a mi alrededor, me parece a veces que hay quien es capaz de mantenerse en esta situación de forma permanente y hasta plácida, me resulta imposible creer que lo consiga. Estoy segura de que, como a mí, le despierta en un momento u otro la sensación de ahogo que esta inmersión completa en la dichosa realidad provoca. Entonces te das cuenta de que tienes que elegir entre sentir (casi siempre para sufrir) o dejar de sentir (y desaparecer en el “paraíso” de la estupidez y la inconsciencia); entre hacer frente a la extrañeza, la soledad, la impotencia o volver a introducir la cabeza en el murmullo adormecedor en que el ruido del mundo se convierte bajo la superficie de sus aguas.

Sí, no entiendo lo que pasa a mi alrededor. Ni lo pequeño (el éxito de determinados programas de televisión, libros, películas…), ni lo mediano (lo que dicen nuestros políticos, lo que opinan los demás sobre ello), ni lo grande (cómo y qué enseñamos a nuestros hijos ni para qué), ni lo enorme.

Hace casi un mes 20 personas murieron en Francia a manos de otras personas. No digo asesinadas porque quizás la muerte de tres de ellas (las que primero mataron) no pueda considerarse un asesinato, al fin y al cabo esta es una designación legal. Cada una de ellas tenía sus vidas (carácter, familia, amigos, profesión, creencias o descreimientos, recuerdos, proyectos, pasiones…). Cada una de ellas era un mundo, un todo. Ya no son nada. Y si es difícil comprender la misma posibilidad, cuanto más el hecho, de la muerte, resulta escandaloso y doloroso que la misma venga impuesta por otros tan mortales como tú, de los que cabría esperar cierta solidaridad dado que todos estamos, al fin y al cabo, inmersos en el mismo absurdo. Es terrorífico (e incomprensible) que alguien irrepetible, una persona concreta, con nombre, apellido, historia y personalidad propia y única decida quitar la vida (lo único que tiene, lo que le permite ser) a otra persona igual de irrepetible, con nombre, apellido, historia y personalidad propia y única. Este es el terror (y el absurdo) esencial, al que se le pueden añadir muchas otras circunstancias (número de víctimas, maneras en que se llevó a cabo, motivos alegados…) que lo hagan más o menos evidente o, mejor dicho (puesto que no es tanto objeto de visión como de afección), sensible. El terror, el escándalo, serán más o menos patentes, pero, manifiestos u ocultos, siempre están ahí y se cifran en esa aniquilación de una persona a manos de otra.

Es difícil dar crédito a esta posibilidad y a su consumación tan habitual. Pero tanto o más difícil que a ella es dárselo a algunas (las más llamativas) de las reacciones ante este escándalo terrorífico e incomprensible. Oímos entonces hablar, por una parte, de un atentado contra los valores de la Ilustración y la Revolución Francesa, contra la libertad de expresión (¿y por qué no de compra también?, al fin y al cabo cuatro de las víctimas estaban en un supermercado), de grandilocuentes declaraciones de guerra al yihadismo adornando a grandes letras las portadas de algunos periodicos; de otra, de la responsabilidad de Occidente o de la legitimidad última de la guerra santa. Al final, nadie (concreto) ha muerto; nadie (concreto) ha matado; las víctimas no son nadie (concreto), los verdugos tampoco. Nadie (concreto) sufre o es responsable del sufrimiento. O un todos que equivale a un ninguno, porque quién se siente encarnación de estos valores, “civilizaciones” o “culturas”, sobre todo cuando se expresan como lo hacen. Yo no, desde luego. Al menos, eso sí, mientras consigo o más bien me atrevo a sacar la cabeza de debajo de la corriente, turbia y casi siempre pestilente, de este mundo absurdo y respirar. Mientras me atrevo a sentir y a pensar, a hacer frente a mi posible responsabilidad, a mi posible condición de víctima. Y, entonces, el vértigo es tal que la tentación de volver a sumergirte te asalta con fuerza. "Ser o no ser", supongo, es la cuestión.

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