lunes, 2 de febrero de 2015

Kaddish por el hijo no nacido

Kaddish por el hijo no nacido. Imre Kertész.

Acantilado: Barcelona, 2001. 152 pp. 10 euros (hay edición de bolsillo por 8 euros).



"Prestad atención, porque lo verdaderamente irracional y lo que con verdad no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien".

Por J. Teresa Padilla

Con Kaddish llegamos al final de la trilogía, tras Sin destino y Fiasco. Tengo que reconocer que tengo auténtica debilidad por esta obra: su oscuridad (tanto formal –la escritura intenta seguir el ritmo de una reflexión viva- como significativa) invita a releerla una y otra vez, y cada vez que lo haces comprendes algo nuevo que no habías llegado a entender antes o tienes que cambiar la forma en que lo habías entendido, reconocer tu error y replantearte tu interpretación. Al fin y al cabo de lo que se trataba desde el principio, desde Sin destino, era de llegar a comprender la propia vida (única forma de hacerla propia) y esta comprensión nunca puede declararse alcanzada, porque, mientras la vida lo es, nada en ella está concluido y resuelto. Sólo la muerte, en todo caso, lo concluiría y resolvería todo. Nunca se alcanza y, sin embargo, no podemos (o debemos, o ambas cosas) renunciar a ella. Así pues, no vamos a encontrar en esta “conclusión” de la trilogía auténticas conclusiones, salvo que podamos considerar una tal que, como vemos, estamos destinados a fracasar en nuestra tarea y, sin embargo, debemos “afanarnos por el fracaso”, porque este fracaso (el saber, fragmentario y a menudo confuso, que obtenemos en él) es la única salida, la única posibilidad de “salvación”.

Esta comprensión, nunca alcanzada totalmente, hace de la liquidación a la que estamos condenados en cualquier caso, nuestra liquidación: una autoliquidación consciente. Por ello la escritura (el medio por el que se consigue) se identifica con la pala que cava nuestra fosa en las nubes, como se repite continuamente a lo largo del texto parafraseando el verso de Fuga de la muerte de Paul Celan. Nada, aparentemente, hay de salvador en ello. Nada, salvo, en todo caso, una cuestión de orgullo (“no quiero ver mi vida sólo como una sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento, sino más bien como una serie de conocimientos en los cuales mi orgullo, al menos mi orgullo, encuentra cierta satisfacción”). Y, sin embargo, puede que no se trate sólo de salvar el orgullo o la dignidad.

Quede, pues, claro que es una novela breve, pero densa y seguramente difícil de leer. Una novela que exige lectores activos, dispuestos a realizar el esfuerzo de emprender ellos mismos, acompañando al autor, el camino de la lucidez.

Al final, como al principio de la trilogía, volvemos a la primera persona, aunque en ningún momento se identifica con el protagonista de las novelas anteriores. Un escritor, una persona que escribe, es decir, que dialoga. En este caso, con el hijo que se negó a tener. El diálogo, la escritura, tienen lugar mucho tiempo después de esta negación (cuando ya es tarde para casi todo, incluido rectificar). Un “no” que fue instintivo (o contrainstintivo), irreflexivo y, sobre todo, doloroso; y, en cuanto doloroso, fuente potencial de saber. No se trata de justificar este no ni de juzgarlo (decidir si fue una equivocación), sino de aclarar su sentido y conseguir que éste arroje alguna luz sobre la vida del narrador. Cada vez más claramente, el sentido de este “no” se le aparece a su protagonista como la constatación y el cumplimiento de su condena, de su destino: la imposibilidad de sobrevivir ejemplificada en la no existencia del hijo como liquidación radical y necesaria de su existencia, y el papel de la escritura (el medio por el que se alcanza esta claridad, esta lucidez) en este proceso de liquidación.

Pero para conseguir entender verdaderamente lo que esto significa me parece que nos falta otro elemento importantísimo en este camino hacia la lucidez continuamente identificada con la autoliquidación consciente; un elemento que, si bien no rectifica ese “no” ni lo que el “no” ilumina, sí lo “enmarca”, por decirlo de alguna manera, en un cuadro más amplio o, cuando menos, con otra luz muy distinta. Este otro elemento es el “señor maestro”. Según el relato que en su momento hizo a su futura mujer (y luego ex mujer), el “señor maestro” fue un prisionero con el que coincidió en la evacuación del campo donde estuvo recluido y que, teniendo la oportunidad de quedarse con la ración que a él le correspondía para el viaje, optó, sin embargo, y aún arriesgándose, inmediatamente, a los golpes y, de forma un poco menos inmediata, a renunciar a una evidente doble posibilidad de supervivencia, por devolvérsela.

Ya mencioné cómo era el carácter doloroso del “no” al hijo lo que convertía este “no” en fuente de saber. Si hay un mensaje claro en esta obra, es éste: que el dolor es la fuente de todo conocimiento decisivo. Porque la vida es dolor; el mundo y su aparente racionalidad, un orden sádico de destrucción y exterminio, y el poder (incluido el del padre), por naturaleza un régimen de terror. Sé que Kertész es un entusiasta lector de Schopenhauer, y en estas frases lo reconocemos. No así en la respuesta vital a esta pesadilla. La respuesta no es la ataraxia, la apatía, el nirvana, ni ninguna otra forma de vivir sin vivir. La vida es dolor y el dolor fuente del saber, y quien huye del dolor vive una vida anónima, inconsciente, ignorante y, en su ignorancia, culpable, responsable en el fondo del dolor de otros, que en todo caso contempla, como todo en la vida, como un mero espectador, como algo con lo que él no tiene nada que ver.

En lugar de esta u otra respuesta “nihilista” aquí se impone justo la contraria: hacer todo lo posible por vivir “de verdad”, por hacer consciente, sentida y comprendida la vida. El medio para conseguirlo es la escritura, la escritura como recuerdo. Como recuerdo del dolor y su saber. Esta es su forma de intentar “reproducir” la vida, de comprender “aquello por lo que la vida se esfuerza” (su conatus, su sentido o destino): reproduciendo y exacerbando su dolor. Y llegar a saber, no simplemente como una cuestión de orgullo, sino porque la alternativa, el no saber, equivale a la elusión de toda responsabilidad sobre la vida y el mundo, a la ignorancia culpable, a la conversión en verdugos. Porque sí, Schopenhauer tenía razón en una cosa: hay un instinto de supervivencia que, en la lógica perversa de esa totalidad absurda, malvada y sádica, pero muy bien organizada (de ahí su apariencia de racionalidad e incluso grandeza), que es el mundo (lógica que los campos llevaron a su culminación), contribuye de forma esencial a su mantenimiento. Aunque sus papeles sean muy diferentes, víctima y verdugo “rinden igualmente servicio” a este “orden mundial”. Schopenhauer, a este respecto, no le quita al razón a H. (Hegel, desde luego, pero puede que algún otro filósofo que empieza por la misma letra), el “magno vidente, filósofo y bufón de todos los Führers, cancilleres y demás usurpadores de títulos”, sólo lo desenmascara.

Pero tenemos, por otro lado, el ejemplo del “señor maestro”. Su acto revela que la aceptación de esa duplicada posibilidad de sobrevivir que constituía la ración del narrador significaba para él la destrucción de su verdadera y única posibilidad de sobrevivir. Es decir que existe otro instinto o forma de supervivencia que no obedece la lógica de la totalidad, del totalitarismo. Uno y otro instinto son, desde la perspectiva de los hechos, igualmente inútiles: la víctima termina liquidada, más tarde o más temprano, por la propia lógica destructiva de la totalidad o por su desobediencia a la misma. Pero la voluntad de supervivencia que encarna el “señor maestro” supone un triunfo sobre la totalidad porque revela la indestructibilidad de algo (una idea, noción, quizás libertad) por lo que la vida también se esfuerza tanto o más que por su propia subsistencia “fáctica”, algo no tan evidente en el que la vida encuentra su verdadera conservación, su sentido.

La esperanza desesperada de llegar a pensar, a comprender esta idea es el contenido de la tarea religiosa (redentora) que asume la escritura. No se trataba sólo, por tanto, de una cuestión de orgullo el intentar ver la vida, no como una mera sucesión de azares, sino de conocimientos. Se trata de revivir (recordar), entender y en cierta forma custodiar la vida tal cual aparece a la luz de esta idea, como una responsabilidad propia, en la que no se es, por principio, inocente y de la que se debe y se quiere rendir cuentas. Porque hay una forma de supervivencia que es voluntad de expiación, de conservación para “todos y para nadie, para aquel que es o no es, porque da lo mismo, para aquel que se avergüenza de nosotros y (quizá) por nosotros”. Es el camino de la comprensión, del saber que, lejos de salvarnos de la muerte, “cava nuestra fosa en las nubes”, nos aniquila (y quizás ésta sea la medida de su autenticidad), pero a cambio, tal vez (por qué renunciar a esta esperanza más allá de toda esperanza), cree así en ellas ese hogar que nunca hemos tenido en la tierra.

Hace un par de años Kertész anunció que dejaba la escritura. No alegó como motivos la edad o su salud. Simplemente que no podía añadir más a lo que ya había dicho. No puedo evitar imaginármelo tal cual describe al narrador de Kaddish al final de la obra, preparado para sumergirse en la muerte con el hato de la vida en las manos levantadas. No sé si realmente podría o no añadir algo más a lo ya dicho. Sí creo que no puede exigírsele más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario