viernes, 27 de febrero de 2015

Otros cines, otras películas



Por José María Ruiz del Álamo

Madrid invita a caminar, rompe en arcoíris a la vista, subyuga al paladar con suave tacto, al cual uno no debe hacerse el sordo. Si bien (o mal) hay una algarabía desbordante que busca hipnotizarnos para hacernos caer en el remolino, de ahí que uno no se demude por subirse a ese carro.

El hipnotismo cinematográfico este mes de febrero ha venido dado y marcado por la otorgación de premios (de Goya a Óscar). Es un mes en que sube la recaudación y en que las películas (tanto las nominadas como las premiadas) alargan su vida en la cartelera. Dichosas aquellas películas cuya vida llega al mes. Muchas, pero muchas películas, apenas llegan a las dos semanas y tras esas dos semanas desaparecen totalmente de los cines. El hoy del cine solo es cine de estreno, y este cine viene devenido por la recaudación (el vil metal). Estamos ante el cine materialista; un cine que podría denominarse de comida rápida.

Mis pasos por Madrid no se pierden en estas avenidas, prefieren las bocacalles. Pasos que buscan alejarse de focos para encontrar una mayor libertad en la mirada. Parajes donde no resuenan las alharacas, cuya tonada desprende dulzor para el paladar del cinéfilo. En Madrid viven otros cines, otras pantallas que nos enseñan (muestran) la cultura del cine, el ejercicio de ver cine como arte.

Hoy, hoy día que se publica esta entrada en el blog, es el último viernes del mes, el último viernes de febrero. Ya el domingo es marzo. Y con marzo nuevas perspectivas cinéfilas deparan esos otros cines a los que me asomo. A ellos me asomo con ilusión, con placer. Ya llevo unos días buscando en Internet su programación (no, todavía no lo han subido); busco ese adelantarme a la programación (anda, ya han subido la programación de éste, mas no de aquél). Ya estoy deseando tener la programación en papel…

Sí, otros cines hay en Madrid. Como pilar básico de ellos se encuentra Filmoteca Española, con su encantador cine Doré. Cuatro películas diarias asoman a sus pantallas, en las que no se mira la fecha cronológica (cine mudo sueco se verá), se recuerda (homenajea) a figuras cinematográficas recientemente fallecidas (véase a Bernadette Lafont o a Alain Resnais, figuras claves del cine francés), se efectúa una retrospectiva (al director italiano Elio Petri) o se repasa la cinematografía de un país (Japón este mes). Así se presenta el mes de marzo en Filmoteca Española.

Siguiendo los pasos de Filmoteca Española hallamos el Cinestudio del Círculo de Bellas Artes. Tres proyecciones diarias alberga su sala. Hubo un tiempo en que se oyó que el Círculo de Bellas Artes iba a echar el cierre a su cine, cosas del presupuesto. No llegó a tal punto la cosa, si bien (si mal) hoy vemos que tres días de la semana permanece cerrado. Los recortes, nuevamente el vil metal, han llevado a esta situación. Podríamos decir que nos encontramos ante la segunda filmoteca que se ubica en Madrid. Y este mes de marzo, nuevos ciclos asoman. Ya está ahí la programación en Internet, ahora he de caminar a Banco de España: quiero palpar su programa.

Y ese programa del Círculo vendrá a fundirse con el programa de Filmoteca Española. Tengo que trazar el “planing” de visionados, más cuando este mes de marzo llega a las pantallas del primero la obra de Francesco Rosi. Hay un buen diálogo entre la Filmoteca y el Círculo: Elio Petri y Francesco Rosi, cineastas de mirada política, cineastas de tendencia comunista. El diálogo está servido, solo cabe citar títulos de su filmografía: ahí están La clase obrera va al paraíso, de Petri, y Las manos sobre la ciudad, de Rosi. El cine es arte y el arte es cine nos viene a decir el ciclo Los límites del arte: cuatro películas de exposición. Y, en último término (en esta primera mirada de bienvenida), oteo la obra de Yorgos Lanthimos, la mirada de la crisis griega. Su polémica obra abre ventanas al mundo, cine comercial con mirada pornográfica, pues Canino es toda una bofetada al mundo civilizado.

Los pasos también se dirigen hacia la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, pues en su labor de difusión del cine español viene a iluminar al espectador, a acercarle la buena cultura cinematográfica española. Así, el espectador español viene a trabar amistad con el cine español, un diálogo de simbiosis. Bien cabe ver este mes el ciclo dedicado a Julio Diamante: una oportunidad para dialogar con su cine, una oportunidad para dialogar con Julio Diamante en persona. Así, el espectador extranjero tiene una oportunidad de conocer en mayor media la cultura cinematográfica española. Un cine de puertas abiertas.

Y esta labor que hace la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas Española bien tiene reflejo en distintos institutos, ya sea el Instituto Francés o el Instituto Alemán, instituciones que vienen a dar a conocer su cultura a través del cine como elemento de reunión y difusión. Añádase la Casa de América o la Casa Árabe. Ver cine de muchas de estas latitudes bien difícil es en la cartelera comercial.

De vez en cuando, solo de vez en cuando, mis pasos vienen a alcanzar el territorio de los colegios mayores, en los que el movimiento cultural estudiantil pone su mirada en el hecho cinematográfico. Obras para un cine-fórum, obras para el debate.

La agenda cinéfila se va concretando. La historia del cine se nos abre. El romanticismo de acudir a sacar una entrada fluye. El deseo por ver (visionar) una película hace que burbujee el corazón. Quizá está brotando el amor, el amor del espectador por el cine. Y estos parajes por los que transitar conllevan un precio reducido, cuando no gratis, nada baladí en estos tiempos de resistencia.

Bien ha quedado apuntado que el cine es arte, por supuesto que sí. Bien lo atestiguan los museos, lo mismo el Reina Sofía, lo mismo el Thyssen o el Caixa Fórum, quienes, con frecuencia, programan ciclos cinematográficos, por sí mismos o como acompañamiento, complemento, refuerzo a las exposiciones que muestran.

Un último lugar al que abocarse, en Madrid, sería la Sala Berlanga, un cine propiedad de la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles). Este mes de marzo abre con el ciclo Maestros ocultos, toda una semana para enfocar el cine como arte, como impronta de “pensamiento mágico y filosofía alternativa”. El cine abre comunicación entre Buñuel y Guerín: la osada religión de Simón del desierto resuena junto a la creación del argumento por el espectador en Tren de sombras. Los dioses hacen magia, más cuando la percepción nos la brinda Jodorowsky con La danza de la realidad junto al muy sui géneris Fernando Arrabal y su cinegrafía en Arrabal, cineasta pánico.

“Caminar sin descansar, toda senda es un edén. Para ti sale y brilla el sol”, la brisa abre ventanas y depara aromas que relajan las pupilas del cinéfilo (abanico de colores). Madrid acoge otros cines, cines que discurren tangencialmente. No es mercado, son propuestas culturales. Es una forma diferente de ver cine, de sentir el cine. Yo, naturalmente, quiero caminar. Me gusta caminar.

miércoles, 25 de febrero de 2015

El doble

El doble. Fiódor Dostoyevski.

Alianza: Madrid, 2011. 240 pp. 9,95 euros.


Por J. Teresa Padilla

¿Por qué reseñar hoy esta novela de Dostoyevski? Podría, sin duda, alegar unas cuantas razones serias y profundas, pero os estaría mintiendo. En realidad, la elección de esta obra tiene dos motivos y ambos son estrictamente anecdóticos y biográficos.

El primero es que el domingo, cuando paseaba a mi perra por la mañana todavía algo somnolienta, alguien me paró en la calle para decirme que era “mi primo Javier”, dicho lo cual me plantó dos besos, “uno por mejilla” (como en la canción de Sabina). Me dejé hacer, como quien dice, primero porque, como ya os he dicho, todavía no estaba despierta del todo y, segundo, porque no está la vida como para ir rechazando besos así como así de buena mañana. Sin embargo, me creí en la obligación de sacarle de su error y decirle que no, que no era mi primo (por lo menos en primer grado y fruto de uniones legítimas, que son los que controlo). Escéptico aún me dijo el apellido que debería de tener y compartir con él (es curioso, pero ahora que me acuerdo en ningún momento dijo mi supuesto nombre, puede que ni lo supiera, ¡menudo primo!), y sólo cuando le confirmé que no era el mío aceptó resignado su equivocación y la justificó: tiene en el mismo barrio una prima igualita a mí. Total, que tengo una doble. Me pasan tan pocas cosas emociantes que, en cuanto subí a casa, relaté el suceso a mis hijos (como han salido a mí, les pareció interesantísimo) para así advertirles de la existencia de esta doble y de la posibilidad de que cualquier día se encontraran con alguien igual que yo que se negara a reconocerlos (ganas me dan de hacerme pasar por ella a ver qué pasa).

El tema de la doble trajo a mi mente esta novela de Dostoyevski que leí hace un millón de años, como casi todo lo que he leído de él. Y es que Dostoyevski y yo llevamos un tiempo, bastante largo ya, distanciados. No lo sé, pero me pareció que estaba siendo injusta con él y que había llegado el momento de intentar la reconciliación. Porque, para que lo sepáis, Fiódor fue mi primer amor literario.

Yo no leía de niña. A pesar de que en mi casa había bastantes libros para nuestro nivel social, nunca me tentaron. Ni ellos ni los libros que leían los otros niños de mi entorno (Mortadelo, Astérix, Los cinco, los clásicos ilustrados de Bruguera…). Hasta que un día mi padre apareció con una edición de Crimen y castigo que había comprado muy barata en alguna parte. Lo abrí, sólo por la inercia que tenía de curiosear cualquier novedad que entrara por la puerta, y apenas lo volví a cerrar hasta que no terminé de leerlo. Desde entonces siempre pedía que me regalaran libros. Libros concretos. Sobre todo de Dostoyevski. Tenía unos doce o trece años, calculo yo.

A Dostoyevski lo he leído y releído varias veces a lo largo de mi vida, y creo que hubo una época en que me supe de memoria frases enteras de Crimen y castigo e incluso de Los hermanos Karamazov. No sé muy bien lo que pasó, como casi siempre pasa en las historias de amor cuando acaban. Supongo que conocería a otros (y otras) cuya inteligencia o sensibilidad, o ambas cosas, terminarían por seducirme más que las suyas y le abandoné. Sí. En cuestiones literarias soy terriblemente infiel, como debe ser. Pero lo que no se puede cambiar es que él me abrió la puerta de la literatura y se merece más que nadie una reseña mía. Esta es la segunda razón de la entrada de hoy. Como veis, la primera era bastante tonta y la segunda es sentimental, o sea, todavía más tonta.

Pero vamos con El doble, que va a resultar lo único inteligente de esta entrada. Y eso que en esta novela se nos invita a asistir a una pesadilla. La que vive durante unos días un gris funcionario, Yakov Goliadkin. Una pesadilla dentro de otra pesadilla, la vida misma del protagonista, que desde el principio se nos presenta como un ser a todas luces enfermo, incapaz de comunicarse con franqueza, desconfiado, mezquino.

Sin que sepamos el motivo, Goliadkin se prepara con gran boato y despilfarro para asistir a una fiesta en la que no se le permite la entrada: la fiesta que celebraba Olsufi Ivanovich, su superior y antiguo benefactor, por el cumpleaños de su hija, Klara. Aún así logra colarse, aunque su anómalo comportamiento una vez dentro le condena a una expulsión vergonzosa. Tras ella recorre fuera de sí las calles de San Petersburgo huyendo de sus presuntos “enemigos” con “el aspecto de un hombre que quería escaparse y esconderse de sí mismo”, el peor de todos ellos. Y como en una pesadilla, su mayor temor (el de ser alcanzado por sí mismo) se cumple: otro señor Goliadkin, absolutamente idéntico a él, se instala, primero, en su casa y luego en su oficina.

Bueno, absolutamente idéntico no: tan miserable como el primero, el segundo señor Goliadkin tiene más éxito. En realidad, da la sensación de que representa todo aquello que Goliadkin I quisiera en el fondo ser y que tan en contradicción está con quien él cree que es. Aunque, claro, el que él cree ser no se parece en nada ni al que quiere ser ni al que es en realidad: él cree ser un hombre sincero, recto y leal.

Un personaje (o dos, o tres, según se mire) de pesadilla en una realidad social tan disfuncional como él. Y, sin embargo, la novela nos muestra cómo el verdadero enemigo no es ésta, sino que se encuentra en nosotros mismos: en nuestra mezquindad moral. Ella es la que ha llevado a Goliadkin a creerse mejor de lo que es, a descargar la responsabilidad de su vida sobre los otros, a sentirse perseguido y maltratado, a no desear sino el éxito y el reconocimiento de aquellos a los que en el fondo desprecia... Ella, con su egoísmo y cobardía inherentes, le conduce a la marginación social y, lo que es peor, a la locura.

Mientras releía esta novela no podía dejar de pensar en que Goliadkin es el negativo de lo que mucho tiempo después sería el príncipe Myshkin, el protagonista de El idiota. También él es objeto de mofa social, un marginado, incluso un loco. Pero su locura es otra, expansiva, luminosa y creadora como la del personaje que sirvió de modelo a su creación, don Quijote. No sé. A lo mejor ha llegado el momento de volver a leer El idiota también. A lo mejor tengo que volver a Dostoyevski.

lunes, 23 de febrero de 2015

Sobre amores y erotismos (II)




Por J. Teresa Padilla

Vuelvo a la carga, que está en juego, nada más y nada menos, que mi reputación como persona, sexualmente al menos, normal. Normal suena fatal en este contexto. No sé, a ver… ¿Como persona sexuada? No suena mejor, pero no puedo usar el adjetivo activa, que esto lleva mis reflexiones por caminos que no estoy preparada para recorrer, al menos por ahora.

“El sexo está sobrevalorado”. Esto escuché (o leí) que sentenció en algún momento Clint Eastwood. Como soy de las que oye campanas, pero no recuerda nunca dónde, he buscado en Internet cuándo, en qué contexto o si efectivamente Clint Eastwood dijo semejante cosa. No he encontrado testimonio directo de su declaración, pero sí de que la hizo. O sea, que, al final, no sé si lo dijo realmente o sólo es algún tipo de leyenda urbana. Lo que sí he encontrado es esta misma afirmación en otras muchas bocas, incluida la de una famosísima estrella porno española. Así que habría que concluir que está pero que muy sobrevalorado y visto decir esto (o que míster Eastwood tiene un efecto muy parecido en los demás al que tiene en mí –seguid leyendo, que me explico-).

Bueno, el caso es que oí (o leí) la afirmación de Clint Eastwood y recuerdo muy bien que le presté un inmediato asentimiento mental. Un asentimiento irreflexivo, porque tengo que reconocer que hay hombres (poquísimos, gracias a Dios) a los que tiendo a decir siempre sí de manera irreflexiva, y uno de ellos es el susodicho (¡ay, Íñigo! Si hubieras elegido bien, no me lo habrías puesto tan fácil…). Pero, como soy una persona más reflexiva que impulsiva (salvo en estas contadas ocasiones), al final tuve que terminar reconociendo que no sabía muy bien a qué había dado mi conformidad (lo que suele pasar siempre en estos casos).

Aunque no se puede descartar, ni me atrevo a concebir que a este pedazo de hombre se le pasara por la cabeza, al hablar de la sobrevaloración del sexo, que éste fuera, como algunos "hombres" parecen creer, la panacea que resuelve todos los problemas de pareja (sean o no sexuales). A estos mismos "hombres" no se les ocurriría decir que el sexo resuelve también los problemas laborales, económicos o de cualquier otro tipo, lo que me lleva a la conclusión de que se pueden permitir "pensar" eso porque consideran que la vida en pareja consiste, básicamente, en garantizar un suministro regular y constante de sexo. Semejante burrada misógina sólo demuestra que lo que está claramente sobrevalorado aquí es la pertenencia al género humano de estos hombres.

Me imagino que Clint se referiría más bien a que se puede vivir perfectamente bien sin sexo, así sin más, es decir, sin aclarar qué entendía él por sexo (que es lo que me interesa). Porque, por mucho que sienta debilidad por él, no llego al extremo de considerarle un gran filósofo (tampoco le hace falta, la verdad). Como una sigue en la lectura (más bien degustación) de El Quijote, no puedo evitar ponerme sanchopanciana con él y salir por refranes:  a buenas horas mangas verdes que ya te pueden quitar lo “bailao”.

Todo el mundo menos yo parece saber exactamente qué es el sexo y, por tanto, si está o no sobrevalorado y si le gusta más o menos. Me represento a mí misma hablando con mi Clint sobre el tema y preguntándole, al hilo de su afirmación, “¿y qué es el sexo, Clint?”, eso sí, con la más seductora de mis sonrisas (alguna tendré, digo yo), y no puedo evitar ver su rostro de jinete hierático y pálido atravesado por una mueca de estupefacción (ante semejante loca).

Pero, sí, existe una acepción en la que puedo rubricar mi asentimiento inerciático (yo soy así, siempre encuentro la forma de justificar mis primeros impulsos), y que no es otra que aquella a la que llegamos en la primera parte de esta entrada: el sexo como mera actividad física o como prescripción higiénica. No me neguéis que existe un imperativo de este tipo que dice “hay que llevar una vida sexual sana y satisfactoria” y que se encuentra incluido en una lista más amplia que incluye, entre otros, consejos (más bien ya casi órdenes) como “es necesario controlar los niveles de colesterol”, “evitar los alimentos procesados, las grasas saturadas, el alcohol, el tabaco…”, “realizar ejercicio de forma habitual” (no sé si aparte del sexo o con él basta)… Os dije que aborrezco el ejercicio físico y en la lista de mis aborrecimientos podéis incluir, sin temor a equivocaros, todas estas aparentemente sensatas y recomendables máximas saludables. Para mí, todas están en el mismo saco. En mi opinión, una opinión que no estará cualificada pero en la que me reafirmaré mientras me queden fuerzas y razones, la salud es algo en lo que no hay que pensar ni de lo que hay que ocuparse (menos aún preocuparse), salvo que (y la precisión es fundamental) se esté enfermo. Así que, una de dos: o vivimos en una sociedad hipocondríaca obsesionada en conseguir que nuestros cuerpos alcancen la eternidad y nos sobrevivan, o en una enferma que no tiene con el cuerpo y sus necesidades la relación que debiera. Si no, no entiendo la necesidad de tanto consejo. Uno debería comer cuando tiene hambre y, salvo patología psíquica de por medio, el hambre no te lleva a atiborrarte de hamburguesas, refrescos azucarados, bollería industrial o aperitivos. Un día te pide carne o dulces, pero otro legumbres o verduras. El sexo, como el hambre, es un instinto, y parece que se presupone que no somos ya capaces de gestionar ningún instinto de forma equilibrada, natural, instintiva ella misma: que somos incapaces de reconocer el deseo o la necesidad y la satisfacción de los mismos. Que hemos, en resumen, olvidado que somos seres de carne y hueso, tan animales como racionales. O que creemos que nuestra parte animal y puramente física es, o bien una mala bestia que la racional debe mantener bajo control, o bien una eterna durmiente a la que debemos esforzarnos en despertar.

Odio que me digan lo que tengo que hacer. Lo he odiado siempre. Yo creo que por eso fumo y bebo, y fumaré y beberé hasta el fin de mis días aunque tenga que pagar el precio de una muerte más prematura de la que hubiera tenido si no hubiera catado el tabaco y la cerveza (en realidad, sólo el tabaco, que la cerveza es sanísima). Es una estupidez que mi rebeldía y tozudez me impiden corregir. Pero ni aún así fumo hasta que me arde la garganta o me ahoga la tos, ni bebo hasta perder el sentido. Lo hago por placer y hasta donde llega ese placer. De forma que, sea lo que sea (que no lo tengo nada claro), me niego en principio a tener “una vida sexual sana y satisfactoria”. Ahí queda eso. Porque, sí, Clint tiene razón (cómo no se la voy a dar): el sexo está sobrevalorado (como la salud obsesiva) y a veces el más satisfactorio de los sexos es el que no se tiene. Para sexo malo, mejor nada de sexo. Y malo, muy malo, es este sexo por prescripción facultativa gracias al que se forran los productores de lubricantes, las farmacéuticas y, en general, todos los dedicados al negocio afrodisíaco (editoriales y productoras cinematográficas incluidas). Si hay que “montarse la película” para “perder el control” (lo siento, es que no paro de encontrar el dichoso cartel del Grey ese por todas partes) y pensar en improbables e irreales compañeros (o compañeras) de cama para desear una relación sexual, si tenemos, en resumen, que sacudirnos la pereza y obligarnos a despertar ese deseo como el que se obliga a ir regularmente al gimnasio, algo no va bien.

Menos mal que el sexo no es esto. ¿Que por qué estoy tan segura? Porque este sexo no me apetece nada y, a pesar de todo, tengo que confesar, así, en bajito, que el sexo, en general, me parece deseable, muy deseable.

No he avanzado mucho, la verdad, así que me temo que tendrá que haber tercera parte. Porque al final puede que Eastwood no tuviera razón (¡no me lo tengas en cuenta, Clint!). Al final puede que el sexo esté infravalorado. Otro, claro, no éste.



Una cancioncilla, para seguir pensando...

viernes, 20 de febrero de 2015

Mi bruja madre

Por Marisa Díez

 Hace unos días acompañé a mi madre a una de sus revisiones periódicas para evaluar su tensión arterial y su diabetes. Aparte de sus múltiples achaques, se puede decir que se encontraba bien, lo cual es mucho afirmar si tenemos en cuenta que ella se empeña en informarme diariamente de que le duele todo, “desde la cabeza a los pies, todos los huesos de mi cuerpo”. No es que yo lo dude, que no lo hago; estoy segura de que no exagera. Lo único que me cuesta admitir es que hace unos años jamás se quejaba de nada; es más, si se encontraba mal, o no, era algo que tenías que adivinar, porque de ella jamás salía ni un mínimo ¡ay! Claro, que algo tendrán que ver los ochenta y seis años que está a punto de cumplir…

Después de haber superado sus controles rutinarios, la enfermera decidió realizarle una especie de test para intentar adivinar, más o menos, su estado mental. En otras palabras, quería descartar cualquier tipo de demencia. Y allá que se lanzó, en una batería de preguntas de memoria, cuentas aritméticas, expresión plástica y ortografía. Vamos, un examen en toda regla al que yo no pude por menos que apostillar en alguna ocasión algo así como “es que eso lo hubiese fallado incluso yo, que tengo cuarenta años menos…”. Porque, vamos, hacerte contar para atrás, de tres en tres, a partir de treinta, ¡no me fastidies! A ver quién es el guapo que no se equivoca. Yo, desde luego, seguro, que soy de letras.

El caso es que superó el test de forma notable, su enfermera se quedó muy contenta y yo también. Pero ella no. Ella se quedó preocupadísima porque no había sido capaz de asegurar que estábamos en el año 2015. Empezó a dudar, se puso nerviosa, me miraba a mí en busca de ayuda, miraba a la enfermera… En fin, el momento tuvo su lado cómico. Pero a mi madre no le hizo ni pizca de gracia. Y yo desde entonces estoy intentando explicarme las razones de su enfado.

Hace tiempo que mi madre vive mucho más en el pasado que en el momento actual. Sé que esta circunstancia no es en absoluto extraña, y que sus recuerdos lejanos son infinitamente más nítidos que los cercanos en el tiempo. Sabemos que el deterioro de la memoria reciente es progresivo y que está dentro de la normalidad. Pero a mí me hizo pensar y a partir de ese día le estoy dando vueltas. ¿Es porque no escucha o porque, simplemente, no quiere escuchar? Para qué, si, total, ella ya lo tiene todo aprendido. Sí, puede ser que la explicación sea así de simple.

Y sin embargo a mí me sigue haciendo falta escucharla cada día. Necesito sus consejos, no sé si más que antes, pero seguro que no menos. Y habitualmente me sorprenden sus conclusiones y sus sentencias, a las que yo no sería capaz de llegar, por mucho que me considere una persona informada y leída en determinados temas.

Mi madre sólo se queja de sus dolores de huesos, su artrosis, sus lumbalgias, su falta absoluta de sueño, sus calambres… Se queja una vez todos los días y ya está. Te lo ha contado y luego se siente mejor y sigue con sus quehaceres. Ella va a la compra, limpia, cocina, lee, se entretiene con sus sopas de letras y dos veces por semana acude sin falta a sus clases de taichí. Algunos días incluso se lía la manta a la cabeza y se marcha con sus amigas a tomar un descafeinado con churros. Y tan feliz. Bueno, en ocasiones también se queja de que no ve a sus nietos todo lo que le gustaría. No sé si se siente más abuela que madre, o viceversa, según el día.

Las madres… Una amiga está en un momento difícil con la suya, porque tiene que tomar la decisión de ingresarla en una residencia y esta circunstancia es algo que le cuesta sobremanera aceptar. Supongo que le asaltan cada día un montón de dudas y culpabilidades que no sabe cómo afrontar. Yo no estoy en su lugar, pero puedo entenderla. A menudo me enfrento a preguntas a las que no encuentro respuesta o me imagino situaciones que, en el caso de ocurrir, me costaría mucho resolver.

Siempre me ha fascinado el mundo de los mayores. A veces me intrigan sus reacciones. Me abruma su saber estar en los sucesos imprevistos. Su fortaleza ante la adversidad, su resignación ante las pérdidas que han ido sufriendo a lo largo de su vida. Por eso me indigna el abandono al que algunos les someten. Ojalá fuésemos capaces de devolverles parte de lo que nos dieron, en lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria…

Mi madre no aparenta, ni de lejos, los años que tiene. El otro día le calcularon que tendría “alrededor de setenta”. Bueno, quizá exageraron un poco, pero ella se enorgullece al decir su edad porque sabe que a continuación la halagarán con una frase similar a aquella. Es que mi madre siempre fue una auténtica bruja. Por eso yo, de mayor, quiero ser como ella.


miércoles, 18 de febrero de 2015

La extraña

La extraña. Sándor Márai.

Salamandra: Barcelona, 2008. 160 pp. 14,50 euros.


Por J. Teresa Padilla

Quizás os suene este escritor húngaro, Sándor Márai. A principios del 2000 una novela suya, El último encuentro, tuvo un sorprendente éxito de ventas. Sorprendente, cuando menos, dado que hablamos de un autor nacido con el siglo XX y de una novela escrita en los años treinta. Este éxito propició la traducción de otras muchas de sus obras, inéditas hasta entonces en castellano, incluidas sus interesantísimas memorias (Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!) y parte de sus diarios. También dio lugar a alguna crítica negativa y puede que no del todo justa.

Sándor Márai fue un autor prolífico y popular en su época. De prosa elegante y fácil lectura. Un escritor profesional que no siempre se enorgullecía de lo que publicaba. Quizás por esto estaba destinado a caer, tarde o temprano, en el olvido. Incluso Stefan Zweig, un contemporáneo con un éxito incomparablemente mayor, pero tan cercano en muchos aspectos, sufrió su particular travesía en este desierto, corregida entre nosotros, de nuevo y como en tantos otros casos, por la editorial Acantilado.

La extraña es una novela pequeña, pero ejemplar tanto del estilo de este escritor húngaro como de su “tema”. Porque, en el fondo, todas las novelas de Márai hablan de lo mismo: de la decadencia y progresiva desaparición de su “clase”, de su “cultura”, de su civilización, de su Europa. Como de momento no se ha alumbrado una nueva cultura, civilización ni Europa, sino que seguimos asistiendo al velatorio de lo que Márai vio morir, “su tema” no nos es ajeno. A diferencia de Zweig, mucho más luminoso, Márai es un escritor crepuscular, a medio camino entre el brillante y ordenado escritor alemán y el caótico y genial Joseph Roth, esa cara y cruz de la literatura centroeuropea de entreguerras cuya correspondencia, recientemente publicada, nos muestra en su enorme distancia y en su íntima comunidad de destino.

Como Zweig, Márai es un escritor burgués, sereno. Como Roth, a veces se asoma al abismo. El protagonista de La extraña es Viktor Askenasi, el huésped solitario de "El Argentina", un modesto hotel en la costa del Adriático. Profesor de lenguas clásicas, de mediana edad, miope y víctima de una dolencia misteriosa que agrava el encuentro vertiginoso, pero aparentemente insignificante y fallido, con “la desconocida”, otra huésped del hotel.

A partir de este encuentro, sin embargo, vamos conociendo al personaje y los motivos por los que se encuentra solo en este hotel. La trama es convencional (un matrimonio, una hija, un adulterio, una amante), pero Askenasi, aunque enseguida reconoce que sólo puede fracasar, se rebela contra la convención que regula incluso la violación de la misma. Reivindica su adulterio como consecuencia de una búsqueda: la de una respuesta. Una respuesta a un vacío, a una falta; algo que no puede concretar, pero que tiene la sensación angustiosa de haber olvidado. La respuesta a una pregunta que ni siquiera sabe formular con precisión. Ni el estudio, ni la vida ordenada según las reglas establecidas, ni el matrimonio. Nada en su vida de buen burgués le ha dado la respuesta ni le ha ayudado a precisar la pregunta. Tal vez en la transgresión… Una transgresión que, sin embargo, no es decidida, sino que sobreviene como una posibilidad de respuesta. Una posibilidad que propone el cuerpo (sus deseos, su sensibilidad) como posible órgano de conocimiento.

Y, aunque pronto se da cuenta de que tampoco encontrará con su amante esa respuesta, no puede dejar de sentir que con esta primera transgresión ha iniciado por fin un viaje sin retorno en la dirección correcta. Un viaje hacia aquello capaz de llenar su vacío, hacia la satisfacción del deseo de ese algo cuyo nombre busca, cuya palabra persigue. Un viaje sin destino conocido.

Pero la aventura es dolorosa. El dolor se confunde con el deseo. El vacío duele y hace incomprensible lo hasta entonces conocido y familiar permitiendo sólo un vislumbre de sentido en lo desconocido, lo extraño. Y en busca de ese indicio de una posible respuesta, Askenasi llama finalmente a la puerta de la desconocida del hotel. Quizás, piensa, a pesar de todos los fracasos anteriores, el cuerpo esté en posesión del secreto, el cuerpo sepa.

Hasta aquí debo llegar. Porque si bien la novela puede leerse como una reflexión sobre el deseo y el sexo, la búsqueda que ocultan, el poder liberador e iluminador de la transgresión, los lazos entre el erotismo y la muerte (imposible resulta no recordar a Sade y no anticipar a Bataille), también es una novela burguesa de un escritor burgués. Una novela con intriga, que puede leerse “convencionalmente”.

En sus memorias, en ¡Tierra, tierra!, Márai se atrevió a nombrar qué es lo que falta, esa ausencia dolorosa, esa enfermedad misteriosa que padece Askenasi y, como él, el resto de los integrantes de esa sociedad, esa cultura y esa civilización a cuya muerte asiste el autor: falta lo humano, ese ideal sin el cual Europa, su mundo (¿y el nuestro?) no son más que un cadáver. Askenasi cree haberlo encontrado, aunque, a lo mejor, sólo por un instante, por "un momento bellísimo, inolvidable… Como cualquier momento en el que uno miente con un alivio total y con absoluta sinceridad, a sí mismo o a otra persona". Leedla si podéis. No será una obra maestra, ni tan siquiera una gran novela, pero sí una pequeña joya.

lunes, 16 de febrero de 2015

La niña de mis ojos

Foto: J. Teresa Padilla


Por J. Teresa Padilla

Ya sé que la he llamado bruja alguna vez. Y qué, digo yo. Desde que leímos en este blog la primera entrada de Marisa, ser una bruja se ha convertido en toda una declaración de intenciones. Es, que duda cabe, un buen proyecto de futuro que promete independencia y fuerte personalidad. Lo que todos hubiéramos querido para nosotros mismos y ahora para nuestros niños, especialmente para las niñas, porque, para qué vamos a engañarnos, la presión sobre ellas sigue yendo en ocasiones en dirección contraria. ¿O tenemos que fingir que de verdad niños y niñas crecen y se educan en la igualdad? Sí; deben, como ellos, formarse para llegar a ser alguien (profesional y económicamente), pero, a la vez...

Mi niña es, ya os lo advierto, mucha niña. ¿Que entiendo por tal? No lo sé muy bien, pero algo así como un sujeto menor de doce años con más de dos o tres temas de conversación posibles y que está deseando crecer (en los niños no veo nada clara ninguna de estas dos cosas). Mi niña es mucha niña de por sí, pero la cosa llega a la caricatura cuando se encuentra entre las suyas: sus amigas y compañeras de clase. Entonces el tema asusta y empiezas a sospechar la existencia de algún tipo de posesión colectiva por parte de esos monstruitos peinados como cuarentonas recién salidas de la peluquería que deambulan por Disney Channel.

Pero voy a quitar esta imagen de mi mente, porque ésa no es mi niña. No sé quién es exactamente ni la quiero conocer. Me basta con que se esfume una vez disuelto el grupo infantil. En ese momento, no sé si respirar aliviada por la capacidad de adaptación que esta súbita metamorfosis demuestra o preocuparme por su potencial fagocitador.

No. La niña de mis ojos ni es rubia ni ha pisado nunca una peluquería. Ni falta que le hace, aunque, a decir verdad, ella se muera de ganas. Pero es que debe ser la única que no se da cuenta de lo guapa que es. Sobre todo cuando es feliz, porque no he conocido a nadie tan expresiva como ella y tan capaz de transformar su rostro entero para expresar la alegría, la pena, el enfado (que puede llegar con enorme facilidad a la ira más furibunda) y cualquier otro sentimiento que la posea. Porque lo que siente en cada momento (bueno o malo), lo siente con todo su ser. Antes de ser capaz de enderezarse y poder siquiera con el peso de su cabeza, ya sufría (o disfrutaba) de incontrolables ataques de risa. Las carcajadas de aquel casi recién nacido causaban perplejidad en el entorno familiar, tan discreto y bien educado. No tuve más remedio que adorarla.

Todo para ella es una aventura digna de vivirse hasta el final. Aunque algo miedosa y precavida, superar sus temores es todo un reto que afronta con obstinación. Capaz de dejarnos a todos atrás subiendo una montaña, de sumergirse en piscinas naturales heladas hasta adquirir un preocupante tono azulado, de gritar de emoción en una vertiginosa atracción de feria, pero también por el traqueteo de los últimos asientos del autobús o los tumbos del coche en los baches o los cambios de rasante. Capaz también de llenar en un instante su rostro de lágrimas (cualquier contratiempo es una auténtica tragedia que las merece sin lugar a dudas) o de encenderlo de ira.

Si le das a elegir una película, la pondrás en el aprieto de tener que decidir entre sus dos pasiones: las batallas con espadas (o sea, cualquiera de la saga de La guerra de las galaxias o de El señor de los anillos) y las princesas, Frozen para ser exactos, opción esta última que ofrece además la nada desdeñable ventaja de servir para torturar a su hermano. Como cualquier otra decisión, ésta puede demorarse horas y horas.

También es verdad que el cálculo y los problemas se le atragantan a veces y que la ortografía es un juego de azar en el que no suele tener su día, pero, como nos recordó Billy Wilder, “well, nobody’s perfect”.

¡Que nadie logre cambiarte nunca, niña!

viernes, 13 de febrero de 2015

Lentejas con arroz

Ingredientes (para cuatro personas):

400 gr de lentejas.

200 gr de arroz.

1/2 o 1 cebolla.

1 tomate.

2 zanahorias.

1 chorizo (opcional).

3-4 dientes de ajo.

1 hoja de laurel.

1/2 vaso (de agua) de aceite de oliva.

Pimentón dulce (opacional).

Sal y pimienta.


Por José María Ruiz del Álamo

Bisoño el cielo se dibuja, mixtura de grises broncean las nubes para el iris de tu esbozo. Ojo con el día, pinta de lluvia, de arrebujarse en candela. Por eso le doy a la cancela llevándome a la cazuela un suculente plato de lentejas, por las proteínas sea, sea lentejas con arroz. Cuchara manda estos días, cocina sencilla, tierna cocina. Este invierno es mucho invierno.

Quehaceres muchos no son para llevar a cabo un plato algo menospreciado, alimento de guerra, legumbre vana. Para nada sucumbir en parajes tales, sino potenciar su raigambre en la cocina mediterránea, celestial cuadro de aromas al paladar.

Y en el hacer me pongo banda sonora, ya sea Bobby Mcferrin cantando a capela la música de Bach.



Y en el hacer no pongo las lentejas a remojo el día anterior, ni siquiera las enjuago bien, ya que vengo a ponerlas directamente en la cazuela con agua. El fuego propicia el hervor del líquido. Es el momento óptimo para escurrir esta conjunción. Las lentejas solitarias en la cazuela recibirán un chorro de agua de grifo que venga a cubrirlas: un par de dedos de altura sobre la altura de la legumbre es una buena medida, si las prefieres más caldosas puedes llegar a los tres dedos. Este proceso se lleva a fuego medio-alto.

Muy pueril se expone hasta el momento, lentejas y agua, así que cabe enriquecer este dúo con media cebolla bien picada, un tomate pelado, unas zanahorias en rodajas, un diente de ajo, una hoja de laurel, un chorizo en rodajas (si eres vegetariano no añadas este elemento cárnico), sal y pimienta (moderémonos en estas dos especias).

Una vez que este conglomerado empieza a hervir se añade poco más de medio vaso de aceite de oliva crudo. A partir de aquí se baja el fuego para que despacito-despacito arrulle su quehacer. Acunándose se lleva a cabo este plato.

Las lentejas se alambiquean. Nos falta formular el complemento, y al arroz nos damos en este instante. La mitad de arroz que lentejas hay que hacer, el doble y medio de agua que de arroz para cocer. Una vez absorbido el agua y escurrido bien se pone el arroz en una sartén para rehogarlo con un poco de aceite, un diente de ajo y sal. Remuévase, la cuchara de palo es imprescindible. Una vez retirado del fuego, si es de nuestro gusto, puede añadirse un poco de pimentón dulce.

Lentejas, listas. Arroz, listo. Retiremos la hoja de laurel. Retiremos los dientes de ajo. Unimos las lentejas con el arroz. Entremezclemos los elementos, entremezclemos los alimentos. Caliente se ha de tomar. La cuchara florece en proteínas. Rayos de sol alumbran nuestro estómago. Se despeja de brumas el día, la tarde reverbera. El ánimo se apodera de nosotros. El manjar está servido.

Cocina fácil, plato suculento. Que aproveche.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Sobre amores y erotismos (I)

Foto: Metromadrid.es

Por J. Teresa Padilla

Hace unos días, leyendo entradas de un blog literario estupendo que sigo, encontré que se hacía referencia en él a otro blog que no leía ni el Tato. No era éste, ojalá, pero pensé: bueno, no soy la única a la que no lee nadie. Entonces recordé que cuando lo creé, y mis hijos me preguntaron sobre qué pensaba escribir, les contesté que sobre todo. Hasta de sexo, añadí (más por provocar las consabidas risitas preadolescentes que otra cosa). También recordé cómo había dicho a Marisa que, si no conseguíamos que nos leyeran por lo menos los conocidos, habría que empezar a plantearse hablar de sexo. Porque es indudable que el sexo es una estupenda promoción.

Dándole vueltas al asunto (mental que no físicamente, a ver qué estáis pensando), vino a mi memoria un posible tema para una entrada que se me ocurrió cuando ni siquiera tenía blog, pero sí como un litro de cerveza en el cuerpo, al hilo de un comentario de mi compañera Esperanza y el inevitable asentimiento a lo comentado de mi compañero Íñigo. Lo de la inevitabilidad no lo entenderán aquellos que no conozcan a Íñigo, es decir, las potenciales nuevas visitas y dos o tres de mis lectores fieles. La cosa venía a ser la siguiente: Esperanza había estado realizando prácticas en una editorial especializada en naturismo y cosas así, y comentó que en un libro sobre el tema que había corregido se indicaba que un adulto sano y que no estuviera aún en edad de jubilación debía procurar (para continuar igual de sano y porque era lo natural) tener relaciones sexuales todos los días. La afirmación, obviamente, condujo a todos los presentes a una reflexión detenida y calculada que buscaba valorar en su justa medida semejante aserto. A todos menos a Íñigo, que la secundó en el acto. Tal adhesión inmediata por su parte tuvo como consecuencia que las brujas del grupo, entre las que por supuesto me cuento, detuvieran su reflexión para llevar la contraria a Íñigo, que es uno de nuestros pasatiempos preferidos. El contraataque del susodicho fue casi igual de previsible que su adhesión a la propuesta naturista: que nos imagináramos como partenaire de la mencionada actividad a George Clooney. El contraataque a este contraataque consistió en mi amenaza de escribir un post titulado "11 razones (por entonces yo estaba haciendo prácticas en una empresa de marketing de contenidos donde redactaba este tipo de cosas) para no acostarse con George Clooney (y menos todos los días)". Once, y no diez, como es habitual, porque según la recomendación de un compañero de prácticas que sí sabe de verdad de estas cosas, diez está muy visto, así que lo que se lleva es dar siete si andas corto (nueve puede dar la impresión de que te falta una) u once si estás sobrado. Luego, claro, una vez tuve blog pensé en los cinco o seis lectores fieles con los que aproximadamente cuento y tuve miedo de perderlos incluso a ellos si me metía de verdad en estos jardines. Esta es la única razón por la que no lo he escrito, no porque no haya dado con las razones en cuestión. Sabed que las tengo y que, a petición popular (me da la risa sólo de imaginar semejante cosa), estoy más que dispuesta a compartirlas con vosotros.

Pero el sexo me persigue. El sexo, no personas en busca de sexo, que a lo mejor la especificación no está de más dada la velocidad de lectura de alguno de mis escasos lectores. En este caso en el metro.

Aquí es necesario un inciso, porque el metro últimamente se está convirtiendo para mí en una fuente inagotable de acontecimientos irreales y afirmaciones sorprendentes. Hace unos días, sin ir más lejos, aparecieron en el vagón dos jóvenes vestidos de época (no tengo clara la época, que de estas cosas sé aún menos que de las demás, pero era barroca o dieciochesca). ¡Vaya cosa!, pensaréis, cada uno se viste como le da la gana para ir a donde quiera. Pues especifico más: dos jóvenes vestidos de época e interpelando al resto de los pasajeros del vagón, haciendo teatro de calle (de metro, en este caso), supongo (porque me bajé antes de que terminaran) que no para promocionar el Día Mundial del Teatro (que no cae en enero), sino para pasar la gorra. Pues lo mismo os parece también de lo más normal. Yo, como desde siempre vivo en un guindo, continuamente estoy cayendo de él. Mi cerebro tardó un buen rato en procesar lo que estaba realmente pasando y ese rato fue verdaderamente surrealista. Fin de la digresión.

Os decía que el sexo me persiguió en el metro. Estoy exagerando, porque, si no tuviera la fea costumbre de ir con la antena desplegada escuchando a los demás, nada hubiera pasado. Pero pasó, aunque más que de una persecución habría que hablar de un encuentro. Una joven a mi lado afirmó a la persona con la que conversaba que le gustaba el sexo. Lo dijo en un tono neutro y perfectamente informativo. El contexto lo desconozco, pero ésta era una afirmación en sí misma, a la que precedió y siguió un claro punto y aparte. ¡Vaya cosa!, pensaréis (ya algo hartos). Pues sí. Y, si no, imaginaros que hubieras oído esta misma afirmación en negativo: “A mí no me gusta el sexo”. Seguro que hubieras estado a punto, como yo, de volver la cabeza para ver cómo era la persona que lo decía y os hubiérais tenido que dar, como tuve que hacer yo, una colleja imaginaria para no hacerlo. Porque así, en general, no parece que exista la opción de que te guste o no el sexo, luego afirmar que te gusta es innecesario y negar que te guste lleva a pensar en algún trauma psicológico. En esto, desde luego, el naturismo tiene razón: el sexo y el gusto por él forman parte de nuestra naturaleza, está fuera de discusión. Así que me quedé pensando el sentido que podía tener semejante afirmación y buscando la razón por la que me había sonado tan rara (es lo malo de realizar al cabo del día tantas actividades que no sólo no requieren atención, sino que precisan de la evasión mental).

En un principio pensé si debía interpretarla en el sentido en que entendemos a alguien cuando dice: "Me gusta comer". No quiere insinuar que a los demás no les guste, sino que él lo disfruta especialmente y lo hace en cantidad. Pero a la frase que yo había oído le faltaba por completo el entusiasmo o la pasión que la anticipación del placer, necesariamente asociada a la afirmación "me gusta comer" en el sentido mencionado, da a la misma un evidente matiz exclamativo. Dicha en el mismo tono en que lo fue la que oí, “me gusta comer” no hubiera constituido sino la negación de “no me gusta comer”, es decir, la negación de algo enfermizo, de una anorexia psicológica.

Menos aún que al “me gusta comer” (dicho con la entonación adecuada, es decir, con el significado “disfruto comiendo como un enano”) podía equivaler la afirmación al “me gustan las lentejas”. Esto hubiera exigido un determinante demostrativo (“me gusta este, ese o aquel –tipo de, se sobreentiende- sexo”). La conclusión a la que llegué sobre el motivo de la extrañeza que tal frase provocó en mí es que la aserción en cuestión equiparaba el sexo a una forma de ejercicio. Aquella persona dijo “me gusta el sexo” como podría haber dicho “me gusta el aerobic” (o el pilates, el yoga o el running). A su vez ésta me llevó a otras dos conclusiones: primera, la existencia real de un abismo generacional (supongo que por la ideología pedagógica en la que me crié nunca habría hablado del sexo en estos términos, como una forma de actividad física sin más); segunda, que lo llevo claro. Porque he de confesar que aborrezco el ejercicio físico. Cualquiera. Ya hago suficiente por obligación como para tener la más mínima tentación de hacerlo por diversión. Por diversión o como prescripción higiénica (y aquí la chica del metro y el naturismo resultan estar en sintonía y en mis antípodas). Así que, ya me diréis, obligada estoy a defender que el sexo no es esto, porque, de lo contrario, tendría que declarar que “el sexo no me gusta”, lo que me devuelve
una imagen de mí misma rara, rara. Una imagen que me niego a aceptar.

Y encima el metro (otra vez el metro) está estos días inundado de carteles anunciando el próximo estreno de 50 sombras de Grey, película que no siento la más mínima tentación de ver como no sentí la más mínima tentación de leer la novela homónima. Pero no, yo no soy rara (o no tanto). Quizás ahora tengáis claro por qué esta entrada exige, como poco, una segunda parte: esto no puede quedar así.

lunes, 9 de febrero de 2015

Recuerdos de papel

Por Marisa Díez

Los días en los que me convierto en bruja se me ocurren muchas maldades para liberar tensiones. Reconozco que algunas de ellas no son más que ideas extravagantes que nacen y mueren en mi cabeza sin atreverme nunca a llevarlas a efecto. Y las que pongo en práctica tampoco son nada del otro mundo. Hace unos días, por ejemplo, estuve echando un vistazo a mis viejas fotos de papel, ésas que revuelves de tarde en tarde, a veces por un ataque imprevisto de nostalgia o, en este caso particular, para ilustrar una sencilla felicitación de cumpleaños.

La cuestión es que, tras colgar la citada imagen en el facebook, recibí de forma inmediata los consabidos comentarios jocosos, que me instaban, además, a seguir compartiendo mi particular baúl fotográfico de los recuerdos. Y me puse a ello. Esta vez me dediqué a enviar por whatsapp a un amigo un par de instantáneas de hace, aproximadamente y a bote pronto, unos treinta años. Y además, por si acaso no había quedado del todo claro que mi acción rebosaba de tintes maléficos, le envié un mensaje claro y conciso: “Aquí todavía tenías pelo”. Apreté la tecla de enviar y me quedé tan fresca.

Pero a veces ocurre que tus acciones dañinas son recibidas por la gente de manera diametralmente opuesta. Cuál sería mi sorpresa cuando me encontré con una respuesta llena de agradecimientos; varios mensajes en los que me recordaban a cada personaje que salía en aquella fotografía, sus nombres, a lo que se dedicaban, qué había sido de su vida… Y ni un solo reproche por mi sutil comentario. Nada. Incluso se permitió el lujo de informarme de que iba a compartirla con un amigo al que, suponía, le haría muchísima ilusión. De mi referencia a su calva actual, ni flores. Mutis absoluto. Mi maldad, absolutamente ignorada. Vamos, un auténtico fracaso. Menos mal que al final decidí no añadir en mi mensaje algo así como un “yo todavía estoy estupenda, pero anda que tú…”, o un “para algunos pasan los años más deprisa que para otros”.

Es lo que tienen las viejas fotos de papel. Guardamos en esas imágenes recuerdos tan gratos, nos han acompañado durante tantos años, las hemos manoseado tantas veces, que al final hemos conseguido impregnarlas de buenas vibraciones. Nos arrancan nostálgicas sonrisas, a veces incluso alguna lágrima furtiva por aquellos que se fueron o por los que dejamos por el camino sin apenas darnos cuenta.

A mí nunca se me ocurre rebuscar entre mis fotografías digitales. Es una simple cuestión de pereza. No sé nunca exactamente en qué CD o DVD las tengo guardadas. Ni, por supuesto, qué lugar ocupa una instantánea determinada, justo aquella en la que estoy pensando, entre las otras quinientas con las que está almacenada. Sin embargo, en mis álbumes no albergo ninguna duda. Yo sabía perfectamente dónde se encontraba la foto de mi amigo con pelo: en el álbum rojo, el que contiene las del viaje de fin de curso del instituto, detrás de las de una excursión a Segóbriga y antes de las que le hicimos a mi sobrino cuando cumplió un añito. Así de sencillo. Nada que ver con los actuales dispositivos de almacenamiento en los que acumulas fotografías estupendas de viajes idílicos que jamás vuelves a revisar, por la sencilla e inequívoca razón de que no eres capaz de encontrarlas.

Yo tengo además otra explicación para amar mis antiguas fotos por encima de las actuales. Es simple: en aquellos años guardabas sólo las que te gustaban. Las demás, las hacías pedacitos. Había una, y sólo una, que te hacías en un lugar determinado. Y te la jugabas. Si salía bien o no era algo que no estaba en tus manos y no descubrirías hasta que una semana después fueras a recogerlas al Fotoprix o similar. Ese día podías darte cuenta, con horror, que el carrete entero se había velado o, si habías tenido suerte, sólo cinco de las veinticuatro habían salido borrosas.

Mis viejas fotografías son tesoros para mí. A veces me decido a compartirlas, pero siento algo parecido a una invasión de mi intimidad. Cada una de ellas es única e irrepetible y guarda tras de sí su propia historia. Hay días en los que me descubro observándolas y encuentro nuevos detalles que me habían pasado inadvertidos. Entonces me pongo a pensar y me pregunto si hubiese mantenido fijo en mi memoria aquel momento de no haber sobrevivido con los años esa imagen en papel. Con los recuerdos que mantengo de ellas y otros cuantos que mi cabeza sería capaz de inventar, podría escribir un libro. Pero, como supongo que carecería del más mínimo interés para todo aquel que no se viera reflejado en ellas, de momento me dedico sólo a enviar a mis “amigos” aquellas que pueden llegar a causarles cierta inquietud por el paso inapelable de los años. Por algo soy una bruja. Aunque en ocasiones, la historia se da la vuelta y el escobazo me lo acabo llevando yo. Y hasta la próxima…

viernes, 6 de febrero de 2015

Sombras Recobradas: Festival de Cine

Sombras Recobradas. XI Muestra de Recuperación de Películas de la AAFE

Cine Estudio Círculo de Bellas Artes (Alcalá, 42 / Marqués de Casa Riera, 4).

Del 6 al 8 de febrero. Programa. Precio entrada: 5,5 euros (socios, mayores de 65 y carnet joven, 4 euros).



Por José María Ruiz del Álamo

Susurrar el amor es un placer, y como un susurro alado llega al Círculo de Bellas Artes, de Madrid, el placer de amar al cine. Caricias al alma del cinéfilo concita Sombras Recobradas. XI Muestra de Recuperación de Películas de la AAFE (Asociación de Amigos de Filmoteca Española): una muestra cinematográfica dedicada al cine silente. Así del 6 al 8 de febrero de 2015 Madrid acoge el aura y la magia del cine mudo. Pasear por el período primigenio del cine es descubrir la raíz, entrar en el silencio del silencio y percibir joyas de la cultura (el cine como eje cultural).

Sombras Recobradas, sombras rescatadas, pues he aquí una muestra de cine que nos acerca los últimos hallazgos y restauraciones llevadas a cabo sobre el patrimonio fílmico internacional. Hallazgos porque había películas que se creían desaparecidas, y restauración porque se ha llevado a cabo una operación de laboratorio: los doctores del celuloide han hecho posible que una película vuelva a proyectarse con una calidad superlativa, un acto de resurrección.

Y hoy se puede gozar de este milagro gracias a la aparición de las filmotecas, las cuales nacieron al grito de alarma por el surgimiento del cine sonoro, ya que era inminente la destrucción del cine mudo por la falta de explotación (el cine como único arte donde los mismos que lo hacían lo destruían). Así el primer eje de una filmoteca es la conservación del patrimonio cinematográfico, mas este material (el celuloide) sufre procesos de degradación, de ahí que la figura del restaurador sea imprescindible: él es el encargado de hacer posible que esas películas se puedan proyectar nuevamente. Tres vértices invoca una filmoteca: conservación, restauración y proyección.

Proyección para que se pueda admirar todo el cine en el cine, la historia del cine en el cine, para que las nuevas generaciones se acerquen al cine a ver cine de cualquier época y cualquier país, ver cine sin sentido comercial, ver cine como hecho cultural.

Y a este hecho hoy nos invitan los amigos de Filmoteca Española. En anteriores muestras nos dieron a conocer el cine mudo portugués, ruso, checoslovaco, italiano, yugoslavo y austrohúngaro. Y en esta edición, la undécima, se hace protagonista el cine alemán, dando énfasis al cine de animación y al cine infantil.

Animación infantil, de Las mil y una noches, es LAS AVENTURAS DEL PRÍNCIPE ACHMED (1926), de Lotte Reiniger. Es el largometraje de animación más antiguo que se conserva, rodado fotograma a fotograma (stop motion) a través de recortables de figuras y trasfondos (marionetas de papel). Tres años duró su rodaje, y hoy se puede admirar esta restauración proyectada en digital, una restauración llevada a cabo sobre una copia de nitrato donde se han entintado los fondos. La película narra la celebración de cumpleaños del gran Califa. Allí se presenta un poderoso brujo con un caballo alado y el califa querrá tan maravilloso animal.

Dos sesiones antológicas de animación adulta se dan con LA VANGUARDIA GERMANA DE ANIMACIÓN (1921-1933) y LA ANIMACIÓN EN EL NAZISMO (1937-1944). Cabe apuntar que Hitler se entusiasmaba con las películas de dibujos animados, y junto a Goebbels planificó crear en Alemania un equivalente a Disney. En esta selección de obras se podrán observar aquellas que conllevaban una propaganda nacional y algunas comedias que buscaban la evasión de los sucesos políticos. El nazismo censuró la animación vanguardista abstracta.

Cine policiaco infantil se da en EMIL Y LOS DETECTIVES (1931), de Gerhard Lamprech, pues a Emil un bribón le roba, y queriendo desenmascarar al culpable se aliará con una pandilla de muchachos para llevar a cabo las pesquisas. La película tiene una lectura de conciencia comunista. La camaradería e inocencia luchan contra el mal. Una estupenda película que tuvo varias versiones a lo largo de la historia del cine, ya en 1934 (inglesa), ya en 1945 (alemana), ya en 1964 (estadounidense, de la mano de Disney).

En HOMBRES EN DOMINGO (1929), de Robert Siodmak, Kurt Siodmak, Edgar G. Ulmer y Fred Zinnemann, asistimos a un fresco, un retrato costumbrista (reportaje sin apenas dramatización) del día de descanso de un par de parejas berlinesas. Cine sencillo, sin conflictos psicológicos y sin construcción dramática. Cine naturalista, cine vanguardista.

CUATRO DE INFANTERÍA (1930), de Georg Wilhelm Pabst, es una película bélica inscrita en el marco de la I Guerra Mundial. Posee una mirada documentalista que pone el foco en la retaguardia. Así se observarán las condiciones en que viven los niños, los ancianos y las mujeres (esposas, viudas, madres), se ven la miseria, las colas para agenciarse comida o la prostitución de supervivencia. Con la llegada de Hitler al poder se prohibió la película por, según ellos, estar prendada de un “derrotismo cobarde”.

Esta cita con el cine mudo, aunque en esta undécima edición más de una película es sonora y otras han sido sonorizadas a través de un original sountrack (música), esta muestra de Sombras Recobradas, es todo un acto de amor al cine, una fiesta del cine, una fiesta para el cinéfilo que puede rescatar para su visionado grandiosas películas. La fiesta del cine, la fiesta de ir al cine. La Asociación de Amigos de Filmoteca Española invita al hecho del cine. Seis sesiones cinematográficas que manifiestan por qué el cine es considerado una de las bellas artes. El Círculo de Bellas Artes, de Madrid, abre sus puertas, enciende el proyector a la magia del cine silente.

miércoles, 4 de febrero de 2015

No doy crédito

Por J. Teresa Padilla

No doy crédito, esa es la verdad. Cada vez me parece entender menos lo que sucede a mi alrededor. En ocasiones (las menos, es cierto) puede resultar divertido: lo que contemplo me parece tan ridículo y absurdo que sentirme ajena a ello halaga mi vanidad. Sin embargo, mucho más a menudo, resulta una sensación angustiosa, como la de encontrarse perdida y completamente desorientada en medio de un bosque extraño que para todos los demás parece ser, sin lugar a dudas, la más evidente y familiar de las realidades cotidianas. Entonces no me siento, ni mucho menos, por encima de lo que me rodea. Entonces me siento rara (¿os lo han llamado alguna vez?, ¿no os ha sonado a “loca”?) e inútil, inadaptada.

Dependiendo mucho de cómo me encuentre en estos casos, de las fuerzas con las que me vea (o sienta), intento responder con una rebeldía quijotesca, enarbolando mi rareza, mi locura, como una bandera, la de mi singularidad. La mayoría de las veces, sin embargo, he de reconocer que lo que hago es procurar anestesiarme mirando para otro lado, preferentemente hacia alguno que ofrezca actividades insulsas, y absorbentes en su automatismo, en las que ocuparme y que me permitan olvidarme de mí misma y de lo que acabo de ver y sentir (dentro y fuera de mí misma). Este olvido de una misma, este dejar de sentirse, restablece, a corto plazo, la integración en el mundo, en su vorágine. Mientras te encuentras inmersa en él, arrastrada sin cesar por su ir y venir, no hallas el mínimo reposo necesario para cobrar conciencia de ti misma. No eres nadie, ni nada, y no tienes ni tiempo ni la ocasión de preguntarte qué es lo que estás realmente haciendo o si deberías hacer otra cosa. Es, en realidad, una forma de desaparecer, de dejarse aturdir por el mundo y su errático movimiento hasta no sentir siquiera este aturdimiento, hasta no sentir, en realidad, nada de nada.

Aunque, mirando a mi alrededor, me parece a veces que hay quien es capaz de mantenerse en esta situación de forma permanente y hasta plácida, me resulta imposible creer que lo consiga. Estoy segura de que, como a mí, le despierta en un momento u otro la sensación de ahogo que esta inmersión completa en la dichosa realidad provoca. Entonces te das cuenta de que tienes que elegir entre sentir (casi siempre para sufrir) o dejar de sentir (y desaparecer en el “paraíso” de la estupidez y la inconsciencia); entre hacer frente a la extrañeza, la soledad, la impotencia o volver a introducir la cabeza en el murmullo adormecedor en que el ruido del mundo se convierte bajo la superficie de sus aguas.

Sí, no entiendo lo que pasa a mi alrededor. Ni lo pequeño (el éxito de determinados programas de televisión, libros, películas…), ni lo mediano (lo que dicen nuestros políticos, lo que opinan los demás sobre ello), ni lo grande (cómo y qué enseñamos a nuestros hijos ni para qué), ni lo enorme.

Hace casi un mes 20 personas murieron en Francia a manos de otras personas. No digo asesinadas porque quizás la muerte de tres de ellas (las que primero mataron) no pueda considerarse un asesinato, al fin y al cabo esta es una designación legal. Cada una de ellas tenía sus vidas (carácter, familia, amigos, profesión, creencias o descreimientos, recuerdos, proyectos, pasiones…). Cada una de ellas era un mundo, un todo. Ya no son nada. Y si es difícil comprender la misma posibilidad, cuanto más el hecho, de la muerte, resulta escandaloso y doloroso que la misma venga impuesta por otros tan mortales como tú, de los que cabría esperar cierta solidaridad dado que todos estamos, al fin y al cabo, inmersos en el mismo absurdo. Es terrorífico (e incomprensible) que alguien irrepetible, una persona concreta, con nombre, apellido, historia y personalidad propia y única decida quitar la vida (lo único que tiene, lo que le permite ser) a otra persona igual de irrepetible, con nombre, apellido, historia y personalidad propia y única. Este es el terror (y el absurdo) esencial, al que se le pueden añadir muchas otras circunstancias (número de víctimas, maneras en que se llevó a cabo, motivos alegados…) que lo hagan más o menos evidente o, mejor dicho (puesto que no es tanto objeto de visión como de afección), sensible. El terror, el escándalo, serán más o menos patentes, pero, manifiestos u ocultos, siempre están ahí y se cifran en esa aniquilación de una persona a manos de otra.

Es difícil dar crédito a esta posibilidad y a su consumación tan habitual. Pero tanto o más difícil que a ella es dárselo a algunas (las más llamativas) de las reacciones ante este escándalo terrorífico e incomprensible. Oímos entonces hablar, por una parte, de un atentado contra los valores de la Ilustración y la Revolución Francesa, contra la libertad de expresión (¿y por qué no de compra también?, al fin y al cabo cuatro de las víctimas estaban en un supermercado), de grandilocuentes declaraciones de guerra al yihadismo adornando a grandes letras las portadas de algunos periodicos; de otra, de la responsabilidad de Occidente o de la legitimidad última de la guerra santa. Al final, nadie (concreto) ha muerto; nadie (concreto) ha matado; las víctimas no son nadie (concreto), los verdugos tampoco. Nadie (concreto) sufre o es responsable del sufrimiento. O un todos que equivale a un ninguno, porque quién se siente encarnación de estos valores, “civilizaciones” o “culturas”, sobre todo cuando se expresan como lo hacen. Yo no, desde luego. Al menos, eso sí, mientras consigo o más bien me atrevo a sacar la cabeza de debajo de la corriente, turbia y casi siempre pestilente, de este mundo absurdo y respirar. Mientras me atrevo a sentir y a pensar, a hacer frente a mi posible responsabilidad, a mi posible condición de víctima. Y, entonces, el vértigo es tal que la tentación de volver a sumergirte te asalta con fuerza. "Ser o no ser", supongo, es la cuestión.

lunes, 2 de febrero de 2015

Kaddish por el hijo no nacido

Kaddish por el hijo no nacido. Imre Kertész.

Acantilado: Barcelona, 2001. 152 pp. 10 euros (hay edición de bolsillo por 8 euros).



"Prestad atención, porque lo verdaderamente irracional y lo que con verdad no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien".

Por J. Teresa Padilla

Con Kaddish llegamos al final de la trilogía, tras Sin destino y Fiasco. Tengo que reconocer que tengo auténtica debilidad por esta obra: su oscuridad (tanto formal –la escritura intenta seguir el ritmo de una reflexión viva- como significativa) invita a releerla una y otra vez, y cada vez que lo haces comprendes algo nuevo que no habías llegado a entender antes o tienes que cambiar la forma en que lo habías entendido, reconocer tu error y replantearte tu interpretación. Al fin y al cabo de lo que se trataba desde el principio, desde Sin destino, era de llegar a comprender la propia vida (única forma de hacerla propia) y esta comprensión nunca puede declararse alcanzada, porque, mientras la vida lo es, nada en ella está concluido y resuelto. Sólo la muerte, en todo caso, lo concluiría y resolvería todo. Nunca se alcanza y, sin embargo, no podemos (o debemos, o ambas cosas) renunciar a ella. Así pues, no vamos a encontrar en esta “conclusión” de la trilogía auténticas conclusiones, salvo que podamos considerar una tal que, como vemos, estamos destinados a fracasar en nuestra tarea y, sin embargo, debemos “afanarnos por el fracaso”, porque este fracaso (el saber, fragmentario y a menudo confuso, que obtenemos en él) es la única salida, la única posibilidad de “salvación”.

Esta comprensión, nunca alcanzada totalmente, hace de la liquidación a la que estamos condenados en cualquier caso, nuestra liquidación: una autoliquidación consciente. Por ello la escritura (el medio por el que se consigue) se identifica con la pala que cava nuestra fosa en las nubes, como se repite continuamente a lo largo del texto parafraseando el verso de Fuga de la muerte de Paul Celan. Nada, aparentemente, hay de salvador en ello. Nada, salvo, en todo caso, una cuestión de orgullo (“no quiero ver mi vida sólo como una sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento, sino más bien como una serie de conocimientos en los cuales mi orgullo, al menos mi orgullo, encuentra cierta satisfacción”). Y, sin embargo, puede que no se trate sólo de salvar el orgullo o la dignidad.

Quede, pues, claro que es una novela breve, pero densa y seguramente difícil de leer. Una novela que exige lectores activos, dispuestos a realizar el esfuerzo de emprender ellos mismos, acompañando al autor, el camino de la lucidez.

Al final, como al principio de la trilogía, volvemos a la primera persona, aunque en ningún momento se identifica con el protagonista de las novelas anteriores. Un escritor, una persona que escribe, es decir, que dialoga. En este caso, con el hijo que se negó a tener. El diálogo, la escritura, tienen lugar mucho tiempo después de esta negación (cuando ya es tarde para casi todo, incluido rectificar). Un “no” que fue instintivo (o contrainstintivo), irreflexivo y, sobre todo, doloroso; y, en cuanto doloroso, fuente potencial de saber. No se trata de justificar este no ni de juzgarlo (decidir si fue una equivocación), sino de aclarar su sentido y conseguir que éste arroje alguna luz sobre la vida del narrador. Cada vez más claramente, el sentido de este “no” se le aparece a su protagonista como la constatación y el cumplimiento de su condena, de su destino: la imposibilidad de sobrevivir ejemplificada en la no existencia del hijo como liquidación radical y necesaria de su existencia, y el papel de la escritura (el medio por el que se alcanza esta claridad, esta lucidez) en este proceso de liquidación.

Pero para conseguir entender verdaderamente lo que esto significa me parece que nos falta otro elemento importantísimo en este camino hacia la lucidez continuamente identificada con la autoliquidación consciente; un elemento que, si bien no rectifica ese “no” ni lo que el “no” ilumina, sí lo “enmarca”, por decirlo de alguna manera, en un cuadro más amplio o, cuando menos, con otra luz muy distinta. Este otro elemento es el “señor maestro”. Según el relato que en su momento hizo a su futura mujer (y luego ex mujer), el “señor maestro” fue un prisionero con el que coincidió en la evacuación del campo donde estuvo recluido y que, teniendo la oportunidad de quedarse con la ración que a él le correspondía para el viaje, optó, sin embargo, y aún arriesgándose, inmediatamente, a los golpes y, de forma un poco menos inmediata, a renunciar a una evidente doble posibilidad de supervivencia, por devolvérsela.

Ya mencioné cómo era el carácter doloroso del “no” al hijo lo que convertía este “no” en fuente de saber. Si hay un mensaje claro en esta obra, es éste: que el dolor es la fuente de todo conocimiento decisivo. Porque la vida es dolor; el mundo y su aparente racionalidad, un orden sádico de destrucción y exterminio, y el poder (incluido el del padre), por naturaleza un régimen de terror. Sé que Kertész es un entusiasta lector de Schopenhauer, y en estas frases lo reconocemos. No así en la respuesta vital a esta pesadilla. La respuesta no es la ataraxia, la apatía, el nirvana, ni ninguna otra forma de vivir sin vivir. La vida es dolor y el dolor fuente del saber, y quien huye del dolor vive una vida anónima, inconsciente, ignorante y, en su ignorancia, culpable, responsable en el fondo del dolor de otros, que en todo caso contempla, como todo en la vida, como un mero espectador, como algo con lo que él no tiene nada que ver.

En lugar de esta u otra respuesta “nihilista” aquí se impone justo la contraria: hacer todo lo posible por vivir “de verdad”, por hacer consciente, sentida y comprendida la vida. El medio para conseguirlo es la escritura, la escritura como recuerdo. Como recuerdo del dolor y su saber. Esta es su forma de intentar “reproducir” la vida, de comprender “aquello por lo que la vida se esfuerza” (su conatus, su sentido o destino): reproduciendo y exacerbando su dolor. Y llegar a saber, no simplemente como una cuestión de orgullo, sino porque la alternativa, el no saber, equivale a la elusión de toda responsabilidad sobre la vida y el mundo, a la ignorancia culpable, a la conversión en verdugos. Porque sí, Schopenhauer tenía razón en una cosa: hay un instinto de supervivencia que, en la lógica perversa de esa totalidad absurda, malvada y sádica, pero muy bien organizada (de ahí su apariencia de racionalidad e incluso grandeza), que es el mundo (lógica que los campos llevaron a su culminación), contribuye de forma esencial a su mantenimiento. Aunque sus papeles sean muy diferentes, víctima y verdugo “rinden igualmente servicio” a este “orden mundial”. Schopenhauer, a este respecto, no le quita al razón a H. (Hegel, desde luego, pero puede que algún otro filósofo que empieza por la misma letra), el “magno vidente, filósofo y bufón de todos los Führers, cancilleres y demás usurpadores de títulos”, sólo lo desenmascara.

Pero tenemos, por otro lado, el ejemplo del “señor maestro”. Su acto revela que la aceptación de esa duplicada posibilidad de sobrevivir que constituía la ración del narrador significaba para él la destrucción de su verdadera y única posibilidad de sobrevivir. Es decir que existe otro instinto o forma de supervivencia que no obedece la lógica de la totalidad, del totalitarismo. Uno y otro instinto son, desde la perspectiva de los hechos, igualmente inútiles: la víctima termina liquidada, más tarde o más temprano, por la propia lógica destructiva de la totalidad o por su desobediencia a la misma. Pero la voluntad de supervivencia que encarna el “señor maestro” supone un triunfo sobre la totalidad porque revela la indestructibilidad de algo (una idea, noción, quizás libertad) por lo que la vida también se esfuerza tanto o más que por su propia subsistencia “fáctica”, algo no tan evidente en el que la vida encuentra su verdadera conservación, su sentido.

La esperanza desesperada de llegar a pensar, a comprender esta idea es el contenido de la tarea religiosa (redentora) que asume la escritura. No se trataba sólo, por tanto, de una cuestión de orgullo el intentar ver la vida, no como una mera sucesión de azares, sino de conocimientos. Se trata de revivir (recordar), entender y en cierta forma custodiar la vida tal cual aparece a la luz de esta idea, como una responsabilidad propia, en la que no se es, por principio, inocente y de la que se debe y se quiere rendir cuentas. Porque hay una forma de supervivencia que es voluntad de expiación, de conservación para “todos y para nadie, para aquel que es o no es, porque da lo mismo, para aquel que se avergüenza de nosotros y (quizá) por nosotros”. Es el camino de la comprensión, del saber que, lejos de salvarnos de la muerte, “cava nuestra fosa en las nubes”, nos aniquila (y quizás ésta sea la medida de su autenticidad), pero a cambio, tal vez (por qué renunciar a esta esperanza más allá de toda esperanza), cree así en ellas ese hogar que nunca hemos tenido en la tierra.

Hace un par de años Kertész anunció que dejaba la escritura. No alegó como motivos la edad o su salud. Simplemente que no podía añadir más a lo que ya había dicho. No puedo evitar imaginármelo tal cual describe al narrador de Kaddish al final de la obra, preparado para sumergirse en la muerte con el hato de la vida en las manos levantadas. No sé si realmente podría o no añadir algo más a lo ya dicho. Sí creo que no puede exigírsele más.