miércoles, 14 de enero de 2015

El rostro de las letras

Entierro de Galdós en Madrid. Foto: Salazar


Por J. Teresa Padilla

Primero fue Unamuno y luego Pío Baroja. Resultaba muy agradable esperar la llegada del metro ante ellos. A veces, incluso, junto a ellos. Hablo en pasado porque supongo que ya no encontraré a ninguno de los dos. Seguramente habrán sido sustituidos por la publicidad de una película, las rebajas de unos grandes almacenes o los cursos de alguna academia.

Después de meses en su compañía me dan ganas de proponer al Consorcio de Transportes que decore los andenes de las estaciones con fotografías de escritores, citas de grandes clásicos, reproducciones de cuadros o esculturas, escenas míticas de cine… Pero entonces me acuerdo de lo que siempre te repiten en Telemadrid cuando suben el precio del transporte público: que el servicio es deficitario. Es decir, que todavía tendrían que subirlo más (ni se te ocurra quejarte) y que huelga decir que los ingresos publicitarios son imprescindibles. Lo que no tengo tan claro es quién paga esas horrendas televisiones que casi nadie mira. Ni quién ni por qué.

El caso es que Unamuno y Pío Baroja también hacían publicidad, y sus cálidas y enormes fotografías en blanco y negro no estaban allí para dar al metropolitano un aire más culto y refinado. Al parecer, con el que le dan los pasajeros que aprovechan sus trayectos para leer (que no son pocos) es suficiente para el Consorcio. Unamuno y Baroja nos invitaban a una exposición de fotografía: El rostro de las letras. Apuntado tenía en mi agenda (mental, pues, aunque debería, no la tengo física) que debía sacar un rato para visitarla. Apuntado lo tenía desde que se inauguró, allá a finales de septiembre, pero, como suele pasarme, no la visité hasta el viernes, dos días antes de su clausura.

Aunque ya no viene al caso que os recomiende o no visitarla, os hablo de ella sobre todo porque, después las aglomeraciones, tensiones y prisas de última hora que he soportado estas Navidades, lo que sí puedo recomendaros es que, si necesitáis recuperar vuestro equilibrio mental habitual (fuera éste el que fuera) y no podéis permitiros otras alternativas más costosas, visitéis alguna exposición, a poder ser “menor”, como era ésta. Y si es un día laborable por la mañana, ya ni os cuento. Además de aislaros más o menos tiempo de la tan a menudo ruidosa, acelerada y frustrante realidad, siempre podéis descubrir curiosidades sobre las que bromear o incluso reflexionar.

A mí, en concreto, me llamó la atención la costumbre de los fotógrafos de finales del XIX y principios del XX de retratar a los grandes escritores en su lecho de muerte. Y hablo literalmente, porque no es que los retrataran de cuerpo presente, adecentados en su ataúd, sino que los retrataban en la cama, con su pijama y tal cual hubieran quedado tras exhalar su último suspiro. Ahora mismo no recuerdo quiénes eran los finados (lo sé, debería haber tomado notas, pero sin agenda…), aunque eran más de uno y de dos.

Otra cosa sorprendente en relación con las exequias de los escritores era lo multitudinarias y ostentosas que podían llegar a ser. Aunque tampoco (claro) tomé nota, recuerdo las de Pérez Galdós y Vicente Blasco Ibáñez. En el primer caso el ataúd iba en una carroza digna de un rey y las calles de Madrid estaban completamente abarrotadas. En el segundo caso no había carroza (al menos en la foto), pero la aglomeración de personas reunidas era similar y se nos mostraba, además, el “ataúd masónico” que diseñó para él el mismísimo Mariano Benlliure (tuvo tiempo, ya que el cortejo fúnebre valenciano, que era el fotografiado, tuvo lugar cinco años después de la muerte, en tierras francesas, del escritor).

La afición popular a las capillas ardientes de los personajes más o menos célebres sigue intacta entre nosotros (y, aunque pueda ser un tema digno de una reflexión más detenida, reconozco que de momento no me interesan sus motivaciones profundas). Lo que ya no me puedo imaginar es que hoy en día se salga en masa a la calle para acompañar el féretro de un escritor.

Claro que puede que la explicación se encuentre en otro hallazgo que me resultó igualmente chocante: los escritores eran los protagonistas de los reportajes de las revistas ilustradas de la época. Supongo que no serían los únicos, pero lo eran, y los reportajes en cuestión (estoy pensando en uno de Pío Baroja que despertó especialmente mi interés) seguían exactamente el mismo patrón de los que podemos encontrar hoy en Hola. Aparecía el escritor en su lugar de trabajo en pleno proceso de creación de su nueva novela, paseando en busca de inspiración, visitando la imprenta y corrigiendo las galeradas… El hecho me dejó sorprendida (tanto que la perplejidad me llevó a apoyarme en la vitrina en que estaba expuesto, con la consiguiente amonestación, algo impertinente, del vigilante) y me ha llevado a dos conclusiones: primera, lo poco que ha evolucionado en el fondo el reportaje gráfico; segunda, lo que ha bajado el listón de las celebridades dignas de tales despliegues.

Valle Inclán. Foto: Vicente Moreno
Una sonrisa algo malintencionada me despertó también el brazo de Valle Inclán o, más exactamente, su ausencia. La fotografía en cuestión mostraba al dramaturgo sentado de perfil y precisamente del lado del brazo ausente, que, por lo que parece, fue considerado, no sé si por el escritor o por el fotógrafo o por ambos, el “lado bueno” o fotogénico del autor gallego. El origen de mi sonrisa estaba en el recuerdo de la que era la entrada más visitada del blog, entre literario y papirofléxico, de un conocido lejano. Dicha entrada consistía en la reproducción y transcripción del certificado médico que acreditaba la extirpación de dicho miembro y la causa de la misma, posibilitando así su inhumación. Sé que encontrar regocijo en la desgracia ajena está mal, pero no lo pude remediar, porque ya es triste que lo más visto de tu blog sea, en realidad, lo menos tuyo, es decir, la reproducción de un certificado médico. Claro que también pensé que lo mismo existía alguna controversia en torno a esto que, ignorante de mí, desconocía. Qué se yo, como, por ejemplo, que se hubiera puesto en duda que a Valle le faltara realmente un brazo o cuándo exactamente le fue amputado. Sin embargo, me olvidé del tema. La cuestión es que, al encontrarme la foto en la exposición y leer junto a ella la alusión a un “lance” con Manuel Bueno, me determiné a indagar por fin. En parte por el recuerdo del mencionado certificado, en parte porque la palabra usada (“lance”) me pareció preciosa y llena de promesas. Al final el lance quedó reducido a una riña en un café con un amigo (pues resulta que el tal Bueno era y siguió siendo amigo) que le provocó una herida que terminó gangrenándose. Aunque desilusionada por que no hubiera nada más emocionante detrás, me puedo consolar al menos con la confirmación de que la exitosa entrada bloguera sigue sin tener demasiado sentido y su recuerdo puede seguir despertando mi sonrisa (malintencionada, es cierto).

Cerraban la exposición dos fotos muy similares y bellas de Azorín y Pío Baroja paseando, ancianos y solos. Sobre todo, solos. Menos mal que entonces se me ocurrió mirar hacia arriba. En paneles traslúcidos y rodeando todo el espacio dedicado a la exposición pendían todos sus rostros, los de los magos de las letras. No me había dado cuenta hasta entonces de que me habían acompañado y observado durante toda mi visita.

Y así salí de la exposición relajada, feliz y dispuesta a disfrutar del radiante sol invernal que lucía en aquel momento, pero me topé con una manifestación contra la liquidación de lo público. La realidad es así: tozuda e ineludible.

El caballero audaz con Galdós
Pdt.: Ante la noticia de que me disponía a escribir sobre esta exposición, cierto colaborador de este blog me ha expresado su indignación ante el hecho de que faltaran en la misma fotografías de otro “gran” escritor y periodista de la época, José María Carretero (también conocido, por los que lo conocieran o conozcan, como El caballero audaz). Dejo constancia de la misma, aunque debo reconocer que yo, como probablemente quien realizó la selección finalmente expuesta, tampoco le conocía. Así que sirva esta precisión (y la fotografía adjunta) para remediar tan inexcusable ausencia y prevenir disensiones internas.

3 comentarios:

  1. Cuán poca es nuestra cultura literaria, nombre y nombres hoy olvidados, ya Alejandro Sawa, ya Pedro Mata; algo más leídos hoy son Zamacois y Carrere, mas apenas; quedan los clásicos Pardo Bazán y Concha Espina... Una exposición para aventurarnos en la memoria de nuestra cultura. Sin nuestra cultura literaria, sin nuestra cultura ¿qué somos?

    ResponderEliminar
  2. De Alejandro Sawa sí había alguna foto en la exposición (¡menudo personaje debió ser!). No tengo muy claro qué es lo que decide quién queda en la memoria cultural y quién desaparece, y no se pueden descartar las injusticias, pero... Dudo mucho que se siga leyendo ni siquiera a Pardo Bazán y menos a Concha Espina. Y, a lo mejor, con razón. Lo que ya me parece más triste es que la figura del escritor haya sido sustituida por el actor, o cualquier otro tipo de personaje con aún menores credenciales intelectuales, como referente de opinión. Eso sí dice poco de nuestra cultura.

    ResponderEliminar
  3. Es verdad que muchos de los grandes escritores comenzaron su labor en las revistas y periódicos de la época, con reportajes o artículos de opinión. Larra, por ejemplo, incluso fue el pionero de un género que después se llamó ensayo. Me imagino a muy pocos periodistas actuales, por no decir a ninguno, llegando a la categoría de tan ilustres escritores. Alguna novela escriben, claro, pero no hay color...

    ResponderEliminar