lunes, 26 de enero de 2015

El hombre de mi vida

Foto: J. Teresa Padilla

Por J. Teresa Padilla

Soy consciente de que semejante denominación es completamente estúpida, es decir, que ni existe ni debe existir nadie con este título. Ni siquiera cuando era joven y la ingenuidad podía adornarme con un rasgo simpático y encantador, creía que existiera tal cosa (mejor dicho, persona del sexo masculino) y que, por tanto, tuviera que desear encontrarla o hacer el menor intento de búsqueda. La vida es, en principio, larga (al menos mientras no has vivido una gran trecho de la misma, entonces te parece que ha durado un suspiro) y lo suyo sería que en ella hubiera cuantas más personas mejor. Porque el mundo está lleno de ellas y muchas más de las que imaginas son verdaderamente sorprendentes y dignas de un espacio más o menos amplio en ese apartamento minúsculo y atiborrado de cachivaches que es a veces tu vida.

En realidad, éste no era el razonamiento que me hacía cuando era joven para considerar indigno de mi talla intelectual el anhelo de encontrar algún día al “hombre de mi vida”. Cuando yo era joven era indudablemente más mona que ahora, pero mucho más coñazo. Una cosa por la otra, yo creo que al final puede considerarse que he mejorado. Yo, por lo menos, me caigo mejor ahora (aunque sin exagerar), aunque también es cierto que el resto de la humanidad (específicamente la masculina) estaba entonces más dispuesto que en la actualidad a pasar por alto este y otros defectillos (por la monería, supongo). En este momento no me pasan ni una, y eso que para mí resulta evidente que si bien yo he ido ganando sentido del humor y perdiendo el del ridículo con el paso del tiempo, la mayoría de ellos han llevado, en todo caso, una evolución de signo contrario.

El caso es que de joven no creía en el “hombre de mi vida” sobre todo porque me imaginaba que un día alcanzaría los medios que me permitieran ser dueña y señora absoluta de la misma y no tenía intención de compartir semejante señorío con nadie. Claro que también tenía mis momentos ñoños. Entonces sí que deseaba a veces alguien dispuesto a venir y a cargar un rato sobre sus hombros el peso de mi vida y permitirme ocasionales vacaciones de mí misma. Con semejante baturrillo mental no me extraña que la cosa no terminara de acabar bien y supongo que a nadie puedo echar la culpa salvo a mí misma.

Ahora, como os contaba, me he hecho mayor y ya no albergo esperanzas de tener auténtico control sobre mi vida. Así que no me importaría tanto renunciar ocasionalmente a mi independencia intelectual y afectiva (las únicas que todavía conservo) a cambio de sentirme protegida y querida. Sí, aunque insista en que ya no soy tan coñazo (debo hacerlo porque son muchos los que estarían dispuestos a declarar bajo juramento y públicamente que esto no es cierto), debo reconocer, sin embargo, que sigo siendo algo ñoña, lo que me lleva a suspirar por una ración de mimos de vez en cuando. Se ve que no debo ser lo suficientemente explícita (aunque ahí está la gracia, en que te den lo que quieres sin necesidad de revindicarlo en una pancarta), porque no suelo recibirlos.

No suelo recibirlos, pero los recibo. Al final tengo que reconocer que en mi vida hay todo un hombre y no me había dado cuenta. Por un lado me llena de orgullo. Por otro me avergüenza un poco, porque ése no debería ser su papel. Una vez leí cómo un escritor francés (creo que era Romain Gary*) contaba que, cuando uno había tenido, como él, una madre que le había querido tanto, resultaba muy difícil encontrar luego a una compañera capaz de hacerle a uno sentirse amado en una medida siquiera similar. Yo quería ser ese tipo de madre, a pesar de este riesgo y otros igual de evidentes. Sin embargo, para mi vergüenza, resulta que tengo la sensación de recibir más de lo que doy. Por otro lado, sin embargo, que así sea me llena de orgullo. No sé de dónde ha salido ni por qué es como es, pero él sí sabe abrazarme cuando necesito que me abracen y consolarme cuando necesito que me consuelen. Y, de pronto, un día te decides a hacerle caso y cortarle por fin el pelo (ese que tú quieres dejarle largo, para ver bien sus reflejos dorados y seguir reconociendo al niño que llevabas en el carrito y todo el mundo en el mercado tomaba por una niña), y descubres que hay todo un hombrecito debajo de esa melena. Un hombrecito que un día sabrá hacer igual de feliz que me hace a mí a alguna chica (o a muchas). Vamos, todo un hombre, el que cualquiera quisiera tener en su vida. A ver si no es para sentirse orgullosa.

*Actualización 2/12/2015: Se trataba, efectivamente, de Romain Gary. He aquí la cita, perteneciente a su obra La promesa del alba: "No es bueno que a uno le quieran tanto, tan joven, tan temprano. Te acostumbras mal. Creemos haber triunfado. Creemos que existe en otra parte, que lo podemos encontrar. Contamos con ello. Miramos, confiamos, esperamos. Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás cumple. Después nos vemos obligados a comer frío hasta el final de nuestros días".

4 comentarios:

  1. El título para tu próximo post lo tengo claro. Y el tema también: la mujer de mi vida. ¿O no?

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  2. Debería, sí, debería, que menudo genio tiene y como se entere... Claro que ella, lejos de tratarme como una reina, piensa que soy su doncella personal. Si es que somos todas unas brujas.

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  3. Felicidades por la entrada. Un beso.

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    1. Gracias. Otro beso para ti. Y para Marti (y las demás chicas de tu vida), por supuesto.

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