martes, 29 de diciembre de 2015

Nostalgia a la inversa

Marc Chagall. Artista sobre Vitebsk (1977)

“La nostalgia a la inversa, el anhelo de una nueva tierra extraña, se hace especialmente fuerte en primavera" (Vladimir Nabokov, Mary).

Por J. Teresa Padilla

Nostalgia a la inversa. Una expresión que usaba también Márai en el segundo volumen de sus memorias (¡Tierra, tierra!) para referirse a esa nuevo mundo en el que quizá todo sea aún posible, el “que vio el joven marinero desde el puesto de vigía de la carabela de Colón cuando, al alba, se puso a gritar, con voz ronca y excitada: ¡Tierra!, ¡tierra!”. Tierra de comienzos, de esperanza y de nueva vida que nos llena de una íntima y a veces secreta e inconfesada alegría en primavera, cuando el mundo parece renacer y renovarse por completo, y que se parece mucho al sentimiento que nos invade también al comienzo de un año nuevo.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Mierda, cagao, culo


Por J. Teresa Padilla

Vale, ya sé que no es un título muy navideño, pero tengo fe en él: yo, desde luego, entraría para ver de qué va algo con un título semejante y que, encima, incluye la palabra “culo”, que siempre es un reclamo. Claro que, bien pensado, tampoco una se considera últimamente muy representativa del “sentir común”, para qué vamos a engañarnos.

Tal era el grito de guerra y de protesta del príncipe destronado en La guerra de papá (Antonio Mercero, 1977). Protesta contra el mundo de los adultos que lo ignora, cuando no lo degrada, y que empieza a dar señales de no ser capaz de ofrecer nada de lo que realmente importa o que tenga el más mínimo interés.

Así se siente una de vez en cuando cada vez con más frecuencia (en realidad, casi constantemente), pero, como adulta bien educada (o eso debe aparentar), se aguanta las ganas de espetar la frase en cuestión a más de uno. Pero todo tiene un límite y me aproximo peligrosamente a él, así que no sé exactamente lo que tardaré en explotar en Facebook y empezar a comentar, nada educadamente (para qué fingir lo que puede que no se sea), todas esas publicaciones que me hacen sentir, como al protagonista de la película, una extraterrestre y para colmo idiota.

Los niños no son tontitos raros y es ofensivo tratarlos como tales. Puede que yo no sea ya una niña, pero tampoco, aunque la insistencia del mundo adulto que me rodea en tratarme como tal me haga a veces hasta ponerlo en duda. Y una no puede refugiarse indefinidamente en la literatura. Tarde o temprano tiene que poner la tele, leer el periódico, prestar oído a los comentarios de la gente en los lugares públicos u ojear las redes sociales para enterarse de lo que pasa a su alrededor y del estado de ánimo de sus conciudadanos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Para que no te pierdas en el barrio

Para que no te pierdas en el barrio. Patrick Modiano.

Anagrama: Barcelona, 2015. 150 pp. 14,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Me he propuesto hacer una reseña breve y sencilla. Como la novela, que también es breve, aunque me cuesta calificarla de sencilla. La sencillez es lo más complicado de conseguir cuando lo que se presenta así no es una pura trivialidad. Y esta novela, que se podría muy bien leer como un relato detectivesco, para nada tiene un tema banal. Habla de quiénes somos, de lo que supone llegar a saberlo, de cómo reconstruir esa identidad fragmentaria, de si, parafraseando al propio Modiano, debemos o queremos “bucear en esa masa espesa y viscosa” que somos nosotros mismos o los lugares (y tiempos) donde hemos de buscarnos. Habla, en suma, de lo que siempre hablan las novelas de Modiano y cómo lo hacen siempre, reproduciendo en la escritura el nada sistemático proceder de la memoria, que es, al fin y al cabo, la responsable de esa identidad que sólo se forja en el tiempo, que está hecha de recuerdos y olvidos, de presencias y ausencias. Una identidad que es tiempo, que se crea destruyéndose y se recrea reconstruyéndose. ¡Vaya! Creo que sencilla,  lo que se dice sencilla, no va a poder ser ya esta reseña.

He dicho que se puede y, quizá, hasta se deba leer como una novela de misterio, pero que nadie espere la resolución completa del mismo. Habida cuenta de cuál es éste aquí, difícilmente podía conseguirse tal cosa. En cualquier caso no nos invade por ello la decepción. Ya nos hemos ido dado cuenta, progresiva pero tempranamente, de que no cabía esperar la aclaración de ningún enigma: nuestro “detective” pasa de largo ante el crimen obvio (pues, aunque pasado, hay un crimen) porque lo único que le retiene en la investigación es que se siente objetivo de la misma. Es el investigador, el testigo principal y hasta la víctima, tal es la quemazón, no formulada siquiera como sospecha, que le impide desentenderse, que le obliga a recuperar del olvido de toda una vida a esos otros que se fue una vez y se abandonó.

Foto: Patrick Modiano
Este detective es Jean Daragane, un escritor al filo de la vejez, inmerso en la soledad propia de esa época de la vida en la que ya no queda nadie que nos haya importado. Nadie ni nada, y por eso sólo se espera ya, en una angustia más o menos manejable, la propia desaparición.

Una tarde recibe una llamada de un desconocido que pretende devolverle una agenda de teléfonos cuya pérdida apenas recordaba ni lamentaba. No obstante se cita con él para recuperarla. El hombre, que aparece acompañado por una mujer, le pide información sobre uno de los nombres que aparece en la libreta. Un nombre que aparece también en la primera novela de Daragane y que éste no recuerda en absoluto. Como tampoco la propia novela.

“Poca cosa”, así comienza y finaliza esta novela, “al principio es poca cosa”: detalles insignificantes que desdibujan el presente y convierten en fantasmas de los seres que se conocieron en el pasado a los que lo habitan. Y ese pasado que, como la maleta de cartón de la que nunca se decidió a desprenderse aunque celebre haber perdido la llave, permanecía cerrado, empieza a revivirse, a hacerse presente. En desorden, con la misma escritura apretada y confusa del dossier en que aparece aquel nombre olvidado, entre otros igualmente sepultados por el tiempo y más queridos, pero abriendo brechas a través de las cuales el dolor y la pena se propagan como una mecha. El dolor, la pena, y aquellos que un día se fue, que se sigue, pese a todo, siendo: esa muchedumbre que es uno mismo.

Recordar o “hacerse el muerto y quedarse flotando suavemente en la superficie de las aguas profundas, con los ojos cerrados”, ésa es la cuestión, el tema recurrente de Modiano. Resulta sorprendente cómo consigue ofrecernos siempre algo distinto a partir de lo mismo. Debe ser eso lo que se llama talento.

martes, 15 de diciembre de 2015

Tardes tontas de domingo

Foto: Pixabay
Por J. Teresa Padilla

Tontas, sí. Aunque la responsable última de su tontería sea nuestra indecisión: los domingos por la tarde no sabes muy bien qué hacer (siempre y cuando no seas aficionada al fútbol, suerte que no tengo y que facilita extraordinariamente la vida en muchísimos aspectos más allá de éste –pero mejor será dejar el tema para otra ocasión, que merece un desarrollo in extenso-). En principio el domingo por la tarde te reconoces el derecho al ocio y el esparcimiento aunque, por otro lado, te invade cierto sentimiento de culpabilidad, pues deberías ir adelantando tareas para no pasarte la semana que estás a punto de iniciar con la lengua fuera como sueles. Y, así, dudando entre el placer y el deber, se te pasa la tarde del domingo sin gozar ni sufrir (sufrir hoy para no hacerlo tanto el lunes). Tardes tontas donde las haya. Perdidas.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Mortal y rosa

Mortal y rosa. Francisco Umbral.

Cátedra: Madrid, 1995. 244 pp. 10,5 euros.


Por J. Teresa Padilla

Un artículo me recordó hace unos días que este año se cumplían cuarenta de la publicación de Mortal y rosa. Justo la excusa que necesitaba para releerlo, aunque no sé muy bien por qué necesita una a veces estos empujones bastante tontos para decidirse a hacer finalmente lo que ya lleva tiempo deseando. Qué importa. El caso es que saqué mi ejemplar de su sitio. Junio de 1995, compruebo que había anotado. O sea, que hace la friolera de veinte años que lo leí por primera vez. Me resulta algo inverosímil: para nada tenía un recuerdo lejano de esta lectura. Se ve que he llegado justo a la edad en que hace veinte años de casi todo. A veces me da vértigo, otras (ahora mismo) me parece un dato tan irrelevante (un año puede ser una eternidad y veinte, un instante) que hasta me avergüenza haber reparado en él.

Hace, pues, al parecer veinte años recuerdo (y compruebo, que el libro tiene alguna anotación y bastantes subrayados) que me interesaron, sobre todo, las reflexiones sobre la naturaleza del tiempo vivido, de la literatura, de la conciencia de nosotros mismos, los otros y el mundo… y sobre el misterio esencial de la infancia. Hoy me han vuelto a interesar, es cierto, sobre todo esto último, aunque de otra manera. No sé si mejor, aunque no puedo evitar tener la convicción de que sí, de que claro que lo es. Hace veinte años buscaba, lo recuerdo bien, una imagen del mundo. Buscaba la cohesión íntima de todas esas reflexiones. Una conclusión. O, por lo menos, elementos y pistas que me ayudaran a llegar a una por mi cuenta. Hoy, sin buscar nada (o sin saber muy bien qué busco cuando leo), he encontrado a un hombre que escribe deslumbrado por el descubrimiento, gracias al niño, al hijo, de quién es él mismo, de la verdad olvidada, pero viva a pesar de todo, que le hace ser el que es y hacer lo que hace. Empieza a escribir deslumbrado por esta luz que irradia el hijo (“un niño es una lámpara de vida”) y termina llorando en la oscuridad su ausencia: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido”. Llora al hijo y, tanto o más que a él (y no hay en ello ni rastro de egoísmo), a sí mismo, convertido de nuevo en un huérfano abandonado, dejado de la mano en un lugar desconocido (“nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae”; “qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano”). Ni rastro de egoísmo porque somos, en realidad, ésa es la verdad de cada cual, el niño que fuimos, el que sólo reconocemos en el otro, en el hijo, y ambos se confunden (haciéndonos padres de nosotros mismos), de la misma manera que todos los niños se confunden, porque son el mismo niño. Son y no son, éste es el misterio del “universal concreto”, tan irrepetible como común, tan personal y único como anónimo, de la infancia: “Sólo en la mirada de un niño me vienes un poco, de pronto, de abajo arriba, pero tiembla mi mano al tocar a ese niño, me ahogo de saber que eres y no eres, respiro con miedo su aroma montaraz, que es el aroma de la infancia, por terror de que seas y de que no seas”.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Los besos en el pan

Los besos en el pan. Almudena Grandes.

Tusquets: Barcelona, 2014. 336 pp. 19 euros.

 

Por Marisa Díez

 En ocasiones, la vida te da un vuelco inesperado. Pienso en ello mientras devoro el último libro de Almudena Grandes, Los besos en el pan, en el que se refleja el devenir de varias familias, de un barrio cualquiera de Madrid, durante los años de esta interminable crisis económica. Y sí, me doy cuenta de que a todos nos ha cambiado la vida desde que estalló aquella maldita burbuja inmobiliaria, la misma que nos hizo creernos lo que nunca fuimos y nos llevó a vivir “por encima de nuestras posibilidades”. Con esta falacia nos han intentado convencer durante años de que nosotros tuvimos nuestra parte de culpa en toda esta historia, esa que nos ha dejado exhaustos y casi sin fuerzas para responderles que no tienen razón, que nosotros vivimos como pudimos y consideramos oportuno, y que también teníamos derecho a disfrutar de lo que nos currábamos cada día. Se aprovechan de que estamos agotados para contestarles, a la vez que aniquilan nuestra capacidad de asombro ante el nivel de desvergüenza que han alcanzado nuestros gobernantes y sucedáneos.

Los besos en el pan nos cuenta lo que estamos hartos de ver a nuestro alrededor de unos años a esta parte. Ni siquiera tu vida misma tiene algo que ver con lo que era antes del crack. En mi caso particular, yo tenía un empleo estable, con un sueldo más que decente, si lo comparamos con el que me pagarían hoy por hacer el mismo trabajo, que probablemente se reduciría a la mitad, tirando por lo alto. Y como éramos dos, sin cargas familiares y cada uno con nuestro sueldecillo, pagábamos la hipoteca de nuestro pisito sin apenas esfuerzo e incluso, cada verano, nos permitíamos el lujo de hacer un buen viaje, a cualquier destino apetecible e interesante. Tuvimos además capacidad de ahorro y, gracias a ello, cuando llegaron las vacas flacas dispusimos de un colchón que nos permitió encarar el futuro sin sobresaltos importantes. Porque sí, nosotros también nos quedamos sin trabajo. Los dos. Más o menos a la vez. Y lo que pensabas que sólo le ocurría a tu vecino de enfrente, resulta que te explota en tu misma cara sin avisar. La cuestión se resolvió sin llegar a la tragedia y, aunque yo sigo nadando contracorriente y buceando entre currículums y ofertas de empleo cada mañana, hace tiempo que decidí no quejarme, ante mí ni ante nadie, en vista de los dramas de los que he podido ser testigo con solo echar un vistazo a mi alrededor.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La vida ante sí

La vida ante sí. Émile Ajar.

Plataforma: Barcelona, 2007. 224 pp. 16 euros.




"-No hay que llorar, hijo. Es natural que los viejos mueran. Tú tienes toda la vida por delante.
¿Quería meterme miedo, el muy cerdo, o qué? Siempre he observado que los viejos dicen: “Eres joven, tienes toda la vida por delante”, con una sonrisa, como regodeándose.
Me levanté. Bueno, ya sé que tengo toda la vida por delante, pero no iba a darme mala sangre por eso".

Por J. Teresa Padilla

Con sesenta años, Romain Gary decidió reinventarse a sí mismo y creó a Émile Ajar. Reinventarse o quizá desdoblarse, pues nunca dejó de ser “el famoso Romain Gary”, ganador de un Goncourt en 1956 con Las raíces del cielo. No dejó de ser quien era (ni de publicar como tal), pero probó a ser también otro: un escritor que empieza de cero y está libre de todas esas expectativas que genera una carrera literaria previa de éxito. Y así, en un momento en que Romain Gary era considerado por la crítica de su país un autor previsible y que se estaba quedando anticuado, Émile Ajar, el supuesto seudónimo de un pariente lejano de Gary, Paul Pavlowitch, la deslumbra y vuelve a ganar en 1975 el Goncourt (premio que no puede concederse dos veces al mismo autor) justo con esta obra: La vida ante sí, la que era su segunda novela como Ajar. No fue hasta después de su muerte en 1980 que quedó confirmada la identidad última de ambos en Vida y muerte de Émile Ajar, confirmación que supondría, me imagino, una divertida venganza póstuma de los críticos que habían empezado a acusar a Gary de imitar a Ajar.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Las partículas elementales

Las partículas elementales. Michel Houellebecq.

Anagrama: Barcelona, 2002. 328 pp. 10,90 euros.

 

Por J. Teresa Padilla

Como una es consciente de sus limitaciones y se sabe una mera aficionada en esto de las reseñas literarias, alguna vez he leído consejos de presuntos profesionales del ramo, de los cuales sólo recuerdo uno (así me va): cuidadito con los spoilers. Obviamente (está claro que me estoy haciendo mayor y mi mundo ya no debe ser del todo este que vivimos), tuve que buscar el significado de la palabra inglesa en cuestión para entenderlo: cuidadito con contar el final.

Me parece que sería ya una razón suficiente para desconfiar de la excelencia literaria de la fuente de estos consejos el que haya considerado oportuno utilizar el término inglés (que al parecer se emplea sobre todo para referirse a los que se dedican a destripar el final de las series televisivas de culto a sus congéneres) y no el román paladino, pero es que, además (y tras un sincero examen de conciencia que me obligó a reconocer que tiendo a contar los finales), lejos de autoflagelarme y entonar un sentido “mea culpa”, he terminado por albergar serias dudas sobre la gravedad de esta falta. Me parece que, salvo en la literatura de géneros bien concretos (no sé, de misterio o folletines) y puede, incluso, que no en toda ella, el final es lo de menos, que lo importante está en el camino hacia él. Eso si existe realmente un final susceptible de ser desvelado a destiempo, o sea, un final aparte del propio fin de la obra.

martes, 24 de noviembre de 2015

Tipitesa


Por Marisa Díez

 Las primeras relaciones de amistad aparecen en tu vida de manera, a menudo, involuntaria. En mi caso particular, recuerdo a mi primera amiga desde que tengo uso de razón: era mi vecina del tercero, y se mudó al mismo portal de mis padres justo en las fechas en las que yo vine a este mundo. No sé en qué momento comencé a jugar con ella ni cuándo decidí prestarle mis muñecas, pero desde entonces hasta el día de hoy hemos conseguido, con algún altibajo sin importancia, mantener intacta nuestra relación. Ya sé que no es muy frecuente, pero a mí me ha ocurrido más de una vez algo similar. En mi círculo de amistades actuales abundan las que incorporé desde la más tierna infancia. La segunda en mi lista apareció cuando sólo tenía ocho años, en el cole, y ahí sigue todavía, también con altibajos pero sin la más mínima duda de que puedo recurrir a ella en el momento más inoportuno. La tercera la incorporé bordeando la adolescencia, a los doce años, y de ella tengo grabado a fuego en la memoria el instante en el que la conocí: durante una capea en Candeleda nos presentó su hermana y ella, muy dignamente como correspondía a la educación francesa que había recibido, me dio la mano y me soltó un “mucho gusto” que me dejó petrificada. A pesar de mi sorpresa inicial, decidí que merecía la pena darle una oportunidad y la incorporé a mi vida diaria sin ningún esfuerzo. Hasta el día de hoy he conseguido que no me soltara de la mano.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El hombre rebelde

El hombre rebelde. Albert Camus.

Alianza: Madrid, 2013. 424 pp. 12,95 euros.

 

Por J. Teresa Padilla

Varias personas, jóvenes que apenas han comenzado a vivir, salen un viernes por la tarde a las calles de la que, en algunos casos, ha sido su ciudad dispuestas a matar a otras indiscriminadamente y a morir haciéndolo. No son una anomalía, unos enfermos mentales o unos descerebrados que a título individual decidan inmolarse ellos mismos en una orgía de destrucción que los libre del anonimato, que haga público su desprecio por la vida (propia y ajena) o arroje a la cara de los demás un sufrimiento individual. Ellos formaban (y forman) parte de algo; algo que los sobrevive y, al menos desde su perspectiva, da sentido a su acción. Leila Guerriero, una escritora argentina que regularmente escribe en El País con un gusto exquisito y una desgraciadamente rara lucidez y sensibilidad, se preguntaba hace unos días si los gestos y declaraciones que la masacre del pasado viernes desencadenó pueden tener auténtica utilidad cuando “no entendemos —y no veo que estemos haciendo ningún esfuerzo por entender— qué clase de cosa es la que está del otro lado”. Otro lado que tampoco es tan otro, tan ajeno, cuando es capaz de anidar entre nosotros. Por eso, quizá, los atentados de París nos duelan mucho más que los que sabemos (y podemos más fácilmente ignorar) que se producen en Tunez, en Irak, en Siria…

Entender no es justificar. Por mostrarse dispuesto a comprender, por no eludir esta necesidad y ampararse en la existencia de una perversidad monstruosa e ininteligible, no se acepta la posible existencia de ninguna legitimidad. No se traiciona a las víctimas, que, en cuanto tales, son siempre y por definición (sufren una acción, no la realizan) inocentes.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Café Titanic (y otras historias)

Café Titanic (y otras historias). Ivo Andrić.

Barcelona: Acantilado, 2008. 120 pp. 15 euros.


Por J. Teresa Padilla

Reconozco que soy una ignorante. Hasta que un amigo, aficionado a los programas de radio en general, y a los literarios (que al parecer los hay) en particular, no me advirtió de su existencia (que él mismo descubrió al hilo de esta emisión), reconozco que su nombre me era totalmente desconocido. Y eso que estamos hablando de un escritor que fue galardonado con el premio Nobel, aunque fuera en el lejano 1961.

El fallo pretendía reconocer la “fuerza épica” con la que este autor había recreado esa mezcla de culturas y religiones que constituía la mayor riqueza y, también, amenaza de ese país que consideraba el suyo y en el que creía. Un país que ya no existe: Yugoslavia.

Ni existe Yugoslavia, ni tampoco su Bosnia-Hercegovina natal, al menos como él la conoció, como en el fondo deseaba que fuera posible: como esa Babel, nada idílica, recorrida por odios fraticidas subterráneos y, pese a todo, deslumbrante en su caótica belleza, de rezos musulmanes, cristianos (ortodoxos y católicos) y judíos sefardíes.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Isla bonita

Por José María Ruiz del Álamo

Estamos, claro que sí, ante una película bonita, y nuestros ojos vienen a observarla con dulzura. Porque más allá de la belleza de la isla de Menorca, Fernando Colomo viene a otorgarle un brillo de paz y amor, quizá porque paz y amor fue lo que recibió de esta isla bonita.

Y desnuda se presenta la primera escena: un bautizo en el mar de la vida, un amanecer con beso en la playa. Una joven pareja se baña desnuda sonriendo a la felicidad. He aquí el gran reto al que nos predispone Colomo: sonreír a la naturaleza de la vida.

Pero qué es Isla bonita sino un reencuentro de Fernando Colomo consigo mismo, esa circunstancia de retroceder en el tiempo para salir más enriquecido y con un espíritu optimista; de ahí que retome el minimalismo de Tigres de papel (olvidando la montaña rusa de La banda Picasso) y venga a correr en paralelo con La línea del cielo.

El argumento de la película nos sitúa ante Fer (interpretado por el propio Fernando Colomo), un realizador publicitario venido a menos que llega a Menorca con la intención de llevar a cabo un documental, aunque realmente busca pasar unos días relajado en casa de su amigo Miguel Ángel (papel asignado a Miguel Ángel Furones, coguionista y productor ejecutivo). Sin embargo, la llegada de la suegra de Miguel con un tropel de sobrinos hará que Fer traslade su alojamiento a casa de la escultora Nuria (y Nuria Román, escultora menorquina, asume el rol), que vive junto a su hija Olivia (y es la coguionista Olivia Delcán, hija de Nuria Román, quien interpreta al personaje), la cual en ese momento se enfrenta a una crisis sentimental.

Para nada es casual esta coincidencia nominal actor-personaje: Colomo retrata a unos seres que le enamoraron cuando conoció la isla, y por ello rueda directamente con las personas que le han inspirado esta representación ante el espejo de la cámara cinematográfica, si bien con un guión abierto y fuera del dogmatismo de las marcas. Es decir, un guión como mera situación planteada: “No quiero trabajar con los actores por el sistema de memorización, sino por algo más de verdad, dando cabida a momentos de improvisación”, afirma Colomo, y esa búsqueda de “libertad”, que le otorgan tanto los paisajes (cala Mitjana, el puerto de Mahón, Sa Mesquida…) como los actores, la realiza con un mínimo equipo técnico, pero proyectando una multitud de sentimientos, porque estamos ante un ejercicio de amistad. Una película nacida de la necesidad de hacer cine, de la crisis y del corazón.

Un corazón que se abre tridimensionalmente desde la madurez femenina, pues ellas conocen bien su estrella, mientras que los hombres no parecen encontrar el norte que les guíe. Así se dibujan las historias de Silvia y Miguel Ángel, un matrimonio en el que, sobre la gran diferencia de edad, destaca la seguridad de ella frente a los vaivenes de él; de Nuria, con sus firmes pilares asentados sobre la tierra, y Fer, que no sabe dónde instalar la cámara; y de Olivia, que tan bien vive el amor, y Tim, perdido en los celos.

Colomo necesita la palabra “acción” para alcanzar el borde del abismo y mantenerse en equilibrio. Y aquí se deja llevar alegremente: la cámara muestra desenfado, juega con el paisaje y acaricia a los personajes, se desayuna con baños en el mar y dibuja sonrisas. Hay festividad a la hora de encarar el veneno del cine.

La crisis del arte viene a mostrarse en el diálogo entre la escultora y el publicista, que pone sobre la mesa la cuestión del mecenazgo, la venta y el mensaje de la obra. Una escena que cuestiona el “independentismo” del artista. ¿Se puede crear arte publicitario cuando el fin es vender un producto? ¿Se puede crear arte cinematográfico cuando el fin es la venta de entradas? ¿Se puede crear arte escultórico cuando se parte de un concurso? En mayor o menor medida, todo es objeto de venta.

Colomo busca en esta Isla bonita la mayor emancipación posible, narrar la historia en la que cree por medio del séptimo arte y que luego sea lo que haya de ser y diga el mercado cómo se acepta. Es, pues, una obra libre y personal que, una vez concluida, queda, como todo, expuesta a las reglas del juego de esta sociedad capitalista.

Y desde la independencia de esta escritura, sin peaje mercantilista, uno queda más que agradecido ante el visionado de esta propuesta que Colomo nos brinda. Todo un regalo libertario. Un cuadro muy agradable de contemplar.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Rufino cumple años

Por J. Teresa Padilla

Sí, señoras y señores: hoy estamos de cumpleaños. Cuarenta y nueve según la partida de nacimiento, aunque quién lo diría. Nadie, a decir verdad. Según qué considere ese “quien” en cuestión podrían ser tanto ochenta como sólo seis añitos. Lo que desde cualquier punto de vista no le pegan nada son los que oficialmente cumple. La madurez como que no va con él. No sé si ya la pasó en algún momento, como el sarampión, o está por llegar, aunque, sinceramente, no termino de vislumbrarla.

Si las mujeres que últimamente le rodeamos en sus labores redactoras fuéramos una buena influencia, le habríamos regalado una visita al peluquero y a la sección de ropa para hombres de Zara (por este orden), que mucho me temo que sin cambio de imagen no vamos a lograr colocarle en ningún sitio. Pero como somos unas malas pécoras (y estamos bastante tiesas, todo hay que decirlo), sólo le hemos concedido el honor de subir solito por primera vez su artículo al blog de La vida en su tinta, todo un desafío para él teniendo en cuenta que su hogar forma parte de ese 25% que, según el INE, no dispone de conexión a internet. Así que, en lugar de leer este sentido y emotivo homenaje que le escribo hoy aquí, el pobre deambulará por esos “parajes internaúticos”, como él los llama (sobre todo porque no puede evitar escribir “paraje” a la menor ocasión), todo nervioso ante la incertidumbre de que la hora de conexión que le está permitida en la biblioteca pública sea suficiente para tan complejo menester. Lo asumo y hasta me regocijo en la venganza que semejante coincidencia me permite: por una vez tendrá un motivo realmente justificado para no leerme, como acostumbra, en plazo y forma.

martes, 3 de noviembre de 2015

El extranjero

El extranjero. Albert Camus.

Madrid: Alianza, 2015, 144 pp. 12,50 euros.



Por J. Teresa Padilla

Aprovechando que Alianza editorial ha sacado al mercado una edición especial de El extranjero (traducida por José Ángel Valente e ilustrada por José Muñoz), no he podido resistirme a escribir mi “informe de lectura” de esta obra, que leí hace tanto y acabo de releer en la traducción anterior más difundida, la de Bonifacio del Carril.

Albert Camus es un antiguo miembro de mi lista de autores predilectos, predilección ésta que depende menos de criterios estrictamente literarios o de afinidad intelectual que de la pura simpatía. Una lista subjetiva donde las haya, aunque, no por eso, arbitraria. Conozco con relativa precisión la razón de ese “pathos” compartido, de esa simpatía, y, por tanto, del rasgo común a todos sus miembros: una clara y preponderante sensibilidad, intuición o (por decirlo análogamente a la tan de moda ahora “inteligencia emocional”) inteligencia ética que les impide sucumbir al casi irresistible hechizo hegeliano de reducir el hombre a un concepto y su historia a la Historia. Por muy en general que hablemos del hombre y universales que puedan ser las descripciones que hagamos, siempre es y será necesariamente un hombre concreto, singular, de carne y hueso, tan semejante a los demás como único, porque, sobre todas las demás cosas, hombre es aquel ser que, dotado de un órgano de percepción para el mal y en el rechazo del mismo, tiene que enfrentarse a la decisión, por ejemplo, de matar o no, y asumir con toda la lucidez y honestidad posible las consecuencias de una u otra decisión.

Albert Camus (1957). Foto: Robert Edwards
Camus, al que las enciclopedias definen como escritor y filósofo, es ciertamente un pensador interesante, aunque menos original y teóricamente potente que sus contemporáneos Sastre o Merleau-Ponty. Al leer sus ensayos, El hombre rebelde (1951) o El mito de Sísifo (1942), se echa en falta ese trabajo paciente y desinteresado de la reflexión. Todo parece, por el contrario, construido para conducirnos a unas conclusiones de las que se dispone de antemano. Unas conclusiones que son el fruto de la intuición, más que de la propia reflexión, y en las que ésta no termina de profundizar hasta las últimas consecuencias. En gran parte porque se movió en un esquema y una metodología filosófica que, para hacer justicia a su evidencia, necesitaban ser modificados y desarrollados y él no lo hizo. Camus no es propiamente un filósofo. Es un intuitivo, un escritor que vio más y mejor, aunque no fuera capaz de hacer más clara racionalmente esta visión, que muchos filósofos.

jueves, 29 de octubre de 2015

El vecino independiente

www.barcelonaholidays.es
Por Marisa Díez

 Mi vecino del tercero derecha dice que quiere abandonar nuestra comunidad. Que lo que le apetece es vivir independiente y no ser rehén de una asociación de vecinos a la que paga más de lo que le corresponde, según su parecer, y con la que no se siente plenamente identificado. Es decir, piensa que ahorrándose el dinero que abona en la actualidad en concepto de recibos varios, podría llevar una vida mejor y, sobre todo, más acorde con sus posibilidades. Mi vecino del tercero lleva años con la misma cantinela, pero nunca le hemos tomado demasiado en serio. La verdad es que ni siquiera nos hemos molestado en escuchar sus razones, que consideramos un pelín ridículas, absurdas, egoístas y fuera de lugar. Si quería vivir solo, que se hubiese comprado un chalet, con su parcelita y todo. Pero claro, económicamente no le fue posible en su día. Y ahora quiere conseguir, de forma un poco chapucera, lo que por los cauces habituales fue incapaz de tener.

lunes, 26 de octubre de 2015

Como perros y gatos

Por J. Teresa Padilla

Mi estimada colega y, sobre todo, amiga Juana acaba de publicar una semblanza en recuerdo del desaparecido Galo, uno de sus queridos mininos, en la que no sólo encomia la belleza, inteligencia, agilidad e independencia propias de este gato en particular, sino de la especie como tal y, de paso, de los humanos (que no estrictamente “dueños”) que aceptan con gusto convivir con ellos. A su entender, compartir sus hogares con estos felinos proporciona al hombre una necesaria cura de humildad que le recuerda que su poder no es omnímodo y que nunca podrá con ese espíritu libre que es siempre hasta el más casero de los gatos.

Nada se dice en el texto en detrimento de la otra especie de animal de compañía por antonomasia, el perro, ni de sus propietarios, pero, y aunque reconozco que puedo pecar de una excesiva susceptibilidad, el antagonismo entre canes y felinos, así como el contraste entre las relaciones que los seres humanos establecemos con unos y otros, es tan marcado que resulta difícil no percibir, cuando se encomia específicamente a unos, una velada censura a los otros. Porque cuando se habla del gato como un espíritu libre, ¿no se insinúa la condición servil y sumisa del perro?, o, cuando se habla de la tolerancia de su propietario, ¿no viene a la mente la imagen autoritaria y represora del adiestrador de canes? Un poco sí, y, en cualquier caso, sobradamente conocido es que los adictos a los perros, pues de una adicción se termina tratando, aprovechamos la menor ocasión para ponernos un poco en ridículo hablando de ellos. Ni elegantes ni majestuosos, los perros y sus dueños tiramos más bien a payasos sentimentales.

martes, 20 de octubre de 2015

Job

Job. Joseph Roth.

Acantilado: Barcelona, 2007, 224 pp. 16 euros.


“En mi vida hay milagros, pobres y pequeños milagros, pero hay milagros: está bien para un pobre pequeño creyente como yo” (Carta a Blanche Guidon, 27.12.34. En: Joseph Roth, Cartas (1911-1939). Acantilado, Barcelona, 2009).


Por J. Teresa Padilla

Tengo debilidad por Joseph Roth (Brody, 1894-París, 1939). Es uno de esos autores con los que desde el primer momento me siento bien, acompañada; de esos en los que, de una manera bastante confusa y extraña (qué puedo yo tener que ver con él o los protagonistas de sus relatos), me reconozco. Obviamente no a mí misma. Creo que es la manera en que él, y otros que como él figuran en esta nómina mía de “escritores especiales”, ven y sienten lo que les rodea, a los demás o su propia vida. Por el tipo de hombre (o mujer) que se adivina tras esa forma de mirar que expresan literariamente. En realidad me parece que estaría mejor dicho al revés. Que no es tanto que me reconozca en ellos (lo que presupondría que por mí parte ya me conozco previamente), sino que los reconozco como uno de los míos, de los que me ayudan a conocerme en la medida en que son capaces de expresar una forma de sentir y ver que me resulta familiar y a la vez indefinida e inconcreta, como casi todo lo que no se verbaliza. Porque no vemos ni sentimos nunca con claridad o fuerza hasta que no encontramos las palabras. Y ellos me dan algunas de esas palabras.

martes, 13 de octubre de 2015

Aguafiestas

El descubrimiento de América (Jacopo Zucchi, 1585)
Por J. Teresa Padilla

Ayer fue 12 de octubre, el día en que España celebra su fiesta nacional conmemorando aquel momento de su historia en que todavía era capaz de tomar iniciativas sin esperar a que lo hicieran otros más listos y ver cómo les iba antes de decidirse a imitarlos o no, un momento que, sólo por eso, merece la calificación de excepcional y hasta glorioso. La cosa salió bastante mal, en el sentido en que el resultado para nada se ajustó al previsto, y bastante bien, pues lo encontrado superó a lo buscado. A mí, personalmente, hacer coincidir la fiesta nacional, puesto que parece que hay que tener una para ser una nación como Dios manda y, ante todo, hay que ser una nación, sea esto lo que sea, con el descubrimiento (desde nuestra perspectiva, claro, pero para eso es “nuestra” fiesta) de América me parecía bien. Porque no sé muy bien qué es una nación, pero me siento identificada con ese triunfar fracasando que en realidad se recuerda aquí. Me resulta hasta quijotesco, que a saber si no es justamente lo único que nos puede dotar de alguna “identidad nacional” (otra cosa imprescindible por lo que parece y que, puestos a tener, más vale elegir libremente).

Grabado de Theodor de Bry (S. XVI).
Pues no. Múltiples voces, en los medios de comunicación y en las redes, nos recuerdan que no hay nada que celebrar. Más bien mucho de lo que avergonzarse. Y a mí, en concreto, me dejan sin argumentos, claro, porque soy de esos que tienen muy claro que, si algo no son, es inocente y que tienen siempre muchas cosas de las que avergonzarse, aunque no sepan exactamente qué cosas son esas o, más bien, sepan con exactitud que son muchas más de las que sí conoce. Al parecer, en lugar de celebrar nada tenemos que avergonzarnos porque cuando creemos festejar ese “Tierra, tierra” (expresión maravillosa y que siempre merece, en mi obviamente equivocada opinión, ser celebrada) lo que de verdad conmemoramos no es esto, sino sus consecuencias. Es decir, no el descubrimiento o el encuentro, sin más, de dos mundos que se desconocían, sino la conquista y la dominación de uno por el otro: guerra y matanza (no digo genocidio porque, aunque el resultado sea el mismo, y los muertos mueran siempre, no siempre la aniquilación de un grupo de personas se realiza con una motivación genocida y usar los términos así, sin atender a su significado preciso, lleva a ocultar diferencias esenciales y a oscurecer más la noche en que vivimos haciendo a los gatos todavía más pardos).

jueves, 8 de octubre de 2015

En memoria de la filosofía

La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David (1787)
Por J. Teresa Padilla

Lo que voy a contaros hoy es una vivencia íntima y personal, lo que no implica, ni mucho menos, que sea exclusiva. Estoy segura de que, en algún momento, todos los niños han vivido una experiencia similar, distinta en los detalles pero en lo esencial idéntica.

Cuando tuve noticia de que la filosofía iba camino de desaparecer de la enseñanza obligatoria pensé en escribir un alegato crítico y racional en su defensa y denunciar lo que, a todas luces, es una destrucción y negación de lo que somos. Esa tan cacareada, cuando se trata de bombardear aldeas afganas, civilización occidental no es otra cosa que el resultado de la reflexión filosófica que se inició en Grecia. Para bien y para mal, pues esta civilización y cultura europea es responsable, no sólo de la proclamación, como valores irrenunciables sobre los que constituir nuestras sociedades, de la igualdad, la libertad y la fraternidad, y de la necesidad de un pensamiento crítico que dé contenido a estos valores, sino también de la barbarie que asoló Europa el siglo pasado. Y por ello necesita una refundación, un cuestionamiento radical de sí misma. Necesita justo lo contrario del olvido y el ocultamiento. Justo lo contrario de aquello a lo que va a invitar la reforma educativa.

Pensé, efectivamente, en escribir algo así, pero me invadió un cansancio enorme. Por su inutilidad. Porque puede que no me corresponda a mí realizarlo, sino a aquellos que lograron hacer de su vocación y pasión por la filosofía su medio de vida. Ahora es cuando ellos, profesores titulares y catedráticos, deben demostrar que, pese a recibir un sueldo por su enseñanza, no son meros sofistas, impostores que sólo fingen saber lo que presuntamente estaban encargados de transmitir a sus alumnos. Me parece que a mí me toca, más bien, lamentarme de que mis hijos no lleguen probablemente a tener la ocasión de vivir lo que yo cuando la filosofía se cruzó en mi camino escolar. Me corresponde, creo, rememorar aquel momento puramente biográfico que, sin embargo, de una forma u otra, estoy segura de compartir con muchos otros.

lunes, 5 de octubre de 2015

El proceso

El proceso. Franz Kafka

En: Obras completas I: Novelas. Galaxia Gutenberg: Barcelona, 1999, pp. 461-687.


Por J. Teresa Padilla

No pensaba hacer una reseña de El proceso. Los clásicos intimidan, por sí mismos y porque ya hay sobre ellos infinidad de sesudos estudios y máximamente autorizadas opiniones que parecen haberlo dicho todo: o todo lo que merece ser dicho o lo más esencial de lo que cabe decir. Lo que pueda añadir yo, una mindundi, o no interesará absolutamente a nadie o, lo más probable, ya haya sido dicho mil veces. Pero hoy me he levantado rebelde y todo esto (en realidad, todo a secas) me da igual. No ser nadie no me priva, digo yo, del derecho, ejercido con tanta frecuencia como falta de brillantez por tantos sesudos estudiosos y autorizados críticos, a expresar las conclusiones de una lectura propia como si fuera la primera en llegar a ellas. De manera que sí, que me lanzo cual descubridora de una rareza literaria ignota a mostrársela al mundo.

Mi lectura de El proceso tuvo lugar el verano recién pasado, aprovechando el encierro obligado por el fuego que despedía el cielo y que, tras ser absorbido por el asfalto madrileño, amenazaba con hornearte de forma exquisitamente uniforme al menor conato de escapada. Ahí quedó, en reposo y maduración, mientras acompañaba a Carrère en sus melopeas de vodka por la Rusia profunda y me sumergía (y sumerjo) con Pessoa (o Soares) en la desasosegante condición de espectador irónico de uno mismo y del mundo. De ambos hechos ha quedado constancia en este blog. De lo que no he dado cuenta es de que por el camino también encontré una entrevista a Lobo Antunes en la que, entre otras cosas (básicamente boutades), afirmaba que le aburría mortalmente El libro del desasosiego y se preguntaba, generalizando a partir, suponemos, del caso Pessoa, si era posible que un buen escritor no hubiera follado nunca (sic). Sus palabras a punto estuvieron de lanzarme a una réplica destinada a aparecer, obviamente, en la sección “Diario de una bruja”, pero luego me acordé de su Tratado de las pasiones y tuve que reconocer que era (y supongo que sigue siendo) un buen escritor. De forma que, de la indignación por la intromisión en la intimidad sexual de Pessoa (con el que ahora mismo vivo un idilio en el que no admito de momento injerencias externas), pasé a la depresión por los estragos que pueden causar en los varones, hasta en los más brillantes, los años y las disfunciones prostáticas. Eso suponiendo que su cretinismo no fuera innato, hipótesis esta última que me llevaba a la reflexión igualmente deprimente de que, follador o no, se podía ser un buen escritor y un perfecto imbécil. En fin, que descarté la entrada en cuestión: ando últimamente bastante saturada de estupidez propia como para enfangarme en la ajena.

viernes, 2 de octubre de 2015

Un sueño en la red


Por Marisa Díez

 De ella apenas había conseguido mantener intacta en su memoria la mirada risueña de sus grandes ojos negros. Recordaba sólo su nombre y el frágil cuerpecillo que albergaban sus escasos dieciocho años. Durante demasiado tiempo había evocado con añoranza aquellos días, pero la vida, que fue atrapándole poco a poco en su propio laberinto, le hizo abandonar la idea de volver a cruzarse de nuevo en su camino. Sin embargo ahora, cuando comenzaba una nueva etapa llena de incertidumbre por su futuro, se habían avivado de nuevo los recuerdos en su mente. Y se dispuso a buscarla, sin saber bien lo que podría encontrarse. Dudaba de su capacidad para dar con ella y, sin demasiada convicción, había tecleado varias veces su nombre en aquella red social que le habían recomendado, y que prometía poner en contacto a personas que se habían perdido la pista durante años.

Y de repente, la noche anterior la había encontrado. Su fotografía inundó la pantalla del ordenador, como un fantasma que aparece de la nada. Los treinta años transcurridos no habían conseguido borrar de su rostro la mirada penetrante de sus ojos, los mismos que le habían hechizado cuando se cruzaron con los suyos por primera y única vez durante aquellas lejanas vacaciones. Su imagen se mostró ante él en un único clic y un cúmulo de sensaciones conocidas, aunque olvidadas en el tiempo, recorrió todo su cuerpo. Era ella, eran sus ojos y, sobre todo, su mirada. Jamás había conseguido olvidarla.

martes, 29 de septiembre de 2015

Una novela rusa

Una novela rusa. Emmanuel Carrère.

Anagrama: Barcelona, 2008. 296 pp. 17 euros.


Por J. Teresa Padilla

Aunque me sonaba su nombre, nada sabía de Carrère ni, por supuesto, lo había leído nunca. Pero acaba de publicarse en España su última obra, El reino, y me llegaron noticias de lectores y críticos entusiasmados. Lo cierto es que me quedé sólo con la idea del entusiasmo, que no busqué ni leí en aquel momento las críticas como tales. Ignoro si esta positiva acogida es general, porque estoy hablando de un par o tres de ellos que, además, se mueven en el mismo círculo, de modo que es presumible que compartan inclinaciones y gustos. Pero, bueno, me lo anoté mentalmente como un autor potencialmente interesante que valdría la pena leer cuando se presentara la ocasión.

Como, a diferencia de otras muchas personas más cabales y organizadas que yo, carezco de lista de libros pendientes y, en general, de cualquier tipo de lista (incluida la tan recomendada por la OCU lista de la compra), y deambulo por la biblioteca como por el supermercado (a saber, intentando recordar lo que necesito o quiero unas veces y, otras, la mayoría, buscando inspiración para decidir lo que necesito o quiero), las ocasiones se terminan por presentar. Así  que cuando llegué a la C de Carrère y lo vi, pues me dije: ¡anda!, el de El reino, ¿por qué no? Y entre los dos o tres títulos disponibles, que obviamente no incluían ni incluirán hasta dentro, me temo, de bastante tiempo El reino en cuestión, estaba éste: Una novela rusa. Con ese título no podía hacer otra cosa que elegirlo, que me inicié como lectora con las novelas rusas y siento debilidad por ellas. Teniendo en cuenta mi caótica forma de seleccionar lecturas, tengo que reconocer que, pese a lo que me parece a veces, soy una chica con suerte.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Sobre el Libro del desasosiego

"No hay desolación (...) para la que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría ésta. (...)
He asistido, de incógnito, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto quise ser. Puedo decir, con aquella verdad que no precisa de flores para que sepamos que está muerta, que no hay cosa que yo haya querido, o en la que yo haya puesto, aunque por un momento sólo, el sueño nada más de ese momento, que no se me haya deshecho bajo las ventanas como polvo con apariencia de piedra caído de un tiesto del piso de arriba. Parece incluso que el Destino ha procurado siempre hacerme amar primero aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente yo viera que ni lo tenía ni había de tenerlo.

Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, perdí las ganas de acudir a la vida. Y, puesto que hoy sé, en la anticipación de cada ligera esperanza, que ha de acabar en desilusión, sufro el goce especial de gozar ya la desilusión junto con la esperanza, como algo amargo con dulce que vuelve lo dulce dulce contra lo amargo. Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, sobre el papel de sus planes, disfrutando con su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada nueva batalla" (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, 140, 193. Trad. Perfecto E. Cuadrado).


Por J. Teresa Padilla

Hay libros que puedes sacar de una biblioteca, leer y devolver tras haber tomado, en el mejor de los casos, unas cuantas notas. Pero también hay libros que, nada más empezarlos, sabes que debes tener a tu lado siempre. Para leerlos poco a poco, para releerlos muchas veces; para buscar consuelo, para aprender a escribir, para buscar quién eres o para olvidarte por un momento de ti mismo. Éste es uno de ellos, aunque obviamente no para todo el mundo. Y, aunque en otras ocasiones esta distancia con mis semejantes me resulte dolorosa, en ésta es una bendición. Por fin lo tengo, en la edición tan cuidada, por dentro y por fuera, de Acantilado. De segunda mano, claro, y con una mancha como de café en su corte delantero, pero, por lo demás, intacto, con todo el aspecto de no haber sido leído por el inepto de su dueño original.

Lo abres y ya en el epígrafe 1 lees cosas como éstas: "Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado"; "el corazón, si pudiera pensar, se pararía"; "considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. (...) Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y los sonidos del paisaje, y canto lento, sólo para mí, vagos cantos que compongo mientras espero. Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Gozo de la brisa que me dan y del alma que me dieron para gozarla, y no pregunto más ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará bien también".

Y así sigues, sin parar, leyendo frases que te gustaría ser capaz un día de escribir, que te recuerdan lo importante que es aprender a saber decir las cosas. Otras en las que tienes que detenerte y coger aliento, porque te arrastran a abismos que percibes como erróneos, como callejones sin salida de los que, a veces, el propio autor, Pessoa-Soares, sale desdiciéndose más adelante.

Esto no es una reseña. Éste es un libro que quiero ir bebiendo a pequeños sorbos, avanzando pero también retrocediendo. Un libro que espero no terminar de leer nunca. Un libro del que no podré evitar compartir otros fragmentos porque me temo que encontraré en él muchas cosas que me gustaría escribir a mí, si supiera, claro, decirlas.

En fin, una maravilla de la que alguien, por suerte para mí, se desprendió por un par de euros. Podría ser triste, pero ya leímos en Alfanhuí que los verdaderos tesoros son los que no valen nada; así que llevemos, con Soares, "la conciencia de la derrota como un pendón de la victoria".

lunes, 21 de septiembre de 2015

Tworki (El manicomio)

Tworki (El manicomio). Marek Bienczyk.

Acantilado: Barcelona, 2010, 224 pp. 19 euros.


Querido Jurek:

Trata bien a Janka y no pienses mal de mí. Te he tomado mucho cariño. Eres un chico fantástico. ¡Qué extraño es el destino! ¡Será que así estaba escrito! Dales recuerdos a todos los que por ti conocí y aprecio, y sobre todo a tu madre. Dale otro beso de mi parte a aquel que lo fue todo para mí. Para ti, un fuerte apretón de manos.


S.
P.S. ¡Sé feliz!
S.


Por J. Teresa Padilla

 Lo primero que se lee de esta novela si, como suele ser tan habitual como a veces poco recomendable, se empieza el libro por el final (por el final del libro-objeto, no del libro-obra), vamos, si comenzamos con el texto de la contraportada, es una cita casi íntegra de una “Nota del autor” que en el libro (ahora sí, el libro-obra) va en realidad al final de la novela. Y con toda la razón, porque entonces resulta evidente el cambio radical de tono entre el cuerpo del texto como tal y esta nota. Un contraste tan grande como el que existe entre aquello de lo que uno y otra hablan: las historias personales que se reconstruyen a partir de una carta de despedida y la Historia que las enmarca, respectivamente. La seriedad de la nota aparece entonces teñida de decepción o, quizá más exactamente, de hastío. El de tener que dar respuesta a la pura curiosidad extraliteraria por la “realidad” de lo que se nos acaba de contar. O, peor aún, el de verse obligado a justificar la existencia y el valor de la ficción sobre los “hechos reales”. Con excepción de la propia carta, tan esencial como irrelevante históricamente (en lo que a los grandes hechos respecta), todo aquello cuya realidad se nos confirma en esta nota es sobradamente conocido de antemano. Para eso no hacía falta leer la obra que la antecede. De ahí que no pueda dejar de verla como un corolario final, en forma de resignada protesta contra la generalización y opacidad de la Historia, a lo que en la novela es una invocación, gozosa hasta en los peores momentos, para que todos dejemos en ella nuestros nombres y acusemos recibo del de los demás, para que nos resistamos al anonimato que impone de la única manera posible: escuchando o leyendo las palabras de los otros; diciendo o escribiendo las nuestras; manteniendo viva esa comunicación secreta y subterránea de la que nada dice el relato histórico y en la que únicamente se encuentra, aunque sólo a veces, cierto sentido a la vida.

Menos mal que este relato no es el único; que la imaginación, la ficción y la poesía pueden contar lo que hay detrás y oculta el escueto hecho histórico de que “hubo una guerra, millones de personas perecieron, otras sobrevivieron”. Y eso que cuentan es mucho más real que este hecho por la sencilla razón de que le da un significado más allá de la verdad de Perogrullo que por sí mismo es únicamente capaz de expresar.
Y así, el ritmo cansado y monótono de la nota deviene en la novela un juego de palabras e imágenes lleno de ternura, humor y esperanza. Una celebración de la vida, tan frágil como pertinaz, que transcurre incluso en medio de las mayores catástrofes. Una celebración y una invitación.

Marek Bienczyk (2012). Foto: Marie
Érase, pues, una vez un jovencísimo aprendiz de poeta miope llamado Jurek, futuro destinatario de una carta, también conocido como Jurek Listillo (Salchichón Pepino Ovillo o Capitán de los Grillos, según los casos), Jurek Tarambana Príncipe Rana y un largo etcétera. Un poeta, contador y, afortunadamente, también contable, lo que le convierte en un miembro lo suficientemente útil a la sociedad como para que ésta le permita ganarse su sustento. En su caso en un hospital psiquiátrico a las afueras de Varsovia, en Tworki. Érase una vez, habría que añadir aquí también, un manicomio que, contra todo pronóstico, a pesar del color y la suciedad del uniforme de los residentes, del exiguo rancho y de la nacionalidad del cuerpo directivo, termina convirtiéndose en un oasis, un paraíso en medio de la atronadora furia de la Historia. Allí, nuestro trovador, contador y contable conoce a Sonia, futura firmante de la carta, de la que, como no podía ser menos dada su condición de poeta casi adolescente, se enamora al instante. La bella Sonia, por su parte, se enamora, como también cabía esperar, de otro: Olek, miembro destacado de los Magníficos (el círculo de amigos de la infancia de Jurek) y legendario delantero del Varsovia Fútbol Club. El desengaño, sin embargo, no da lugar a interminables elegías. En primer lugar, porque era del todo comprensible que una pierna tan fuerte y hábil como la de Olek, coronada por una cabeza no menos hábil y rubia sobre cuya nariz no necesitaban reposar unas gafas, todo ello conformando una silueta indudablemente del tipo “americano”, eclipsara su indiscutiblemente mayor talento rapsódico. Y, en segundo y principal lugar, porque, como poeta, Jurek amaba a Sonia como amaba todo lo que ponía en verso y rima: los árboles, el cielo, el río, Olek mismo y, en suma, toda “esa extraña pero a veces también hermosa, aunque a veces la llamemos simplemente un largo sueño, o sencillamente c’est la vie”. Es decir, que amaba por el puro placer (y la necesidad) de hacerlo, sin pretensiones de exclusividad ni tan siquiera de estricta reciprocidad. Y cuando se ama así, de verdad, al final también se es amado y no hay lugar para la tristeza o la lamentación.

Érase también una madre adivina (¡vaya novedad!), un loco que nos recuerda el camino de la lucidez, y otros muchos seres que siguen siendo humanos a pesar de las circunstancias y de su nacionalidad. Y otros que adivinamos que no, aunque para qué hablar de ellos: no aparecen porque no importan, en su caso sí puede que sea cierto que los hechos de la Historia digan todo lo necesario.

Muchos seres humanos pasan por Tworki. Muchos perecen y otros sobreviven (de momento). Pero esto no es, ni mucho menos, lo esencial. Lo esencial es la carta, “lo mejor que se ha hecho por nosotros, lo mejor que se ha pensado de esta vida, de este lado, y el mejor de los caminos que se nos han señalado”, así que “confirmad, acusad el recibo, firmad alguna vez el recibí, adjuntad todos vosotros, hoy llamados, vuestro propio post scriptum”.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Sin acento

Por José María Ruiz del Álamo

Vio las cosas como eran y fue un instante para darse al pensamiento, solo era menester ubicar en orden las palabras. Pues estas comunican nuestras reflexiones, mas si formulamos mal los vocablos viene a surgir el desencuentro. Y todo suma en el guion de nuestra vida…

Así se manifiesta la escritura hoy, donde lo que ayer estaba bien, hoy se dibuja mal. En estos días estoy leyendo la tercera edición de ¡Si tú supieras!..., de José María Carretero, copyright de 1942, Ediciones E.C.A. Una novela de la biblioteca del abuelo. En ese mágico armario empotrado se hallaba, y es leer “fué, sin duda, el fruto del ambiente de confusión”, “y se dió a él, como la que da una limosna” o “sólo le estaba impuesto guardar silencio” para decirme: “ya no llevan acento”. ¿El ayer estaba mal? ¿El ayer estaba confundido?

La Real Academia Española de la Lengua (RAE) es la garante del buen uso (hablado y escrito) del español, por ello es la institución encargada de dictar las reglas ortográficas, pero sus últimas decisiones han venido a levantar polvareda, ya que, en lugar de enriquecer el idioma, lo han devaluado en opinión de algunos. Han querido hacer una escritura fácil quitando los acentos, algo sumamente útil para no cometer faltas ortográficas. Sin embargo sí puede llevar al equívoco. Ya no hace falta pensar si nos encontramos ante un adverbio o un pronombre demostrativo. Ya da igual: se quita el acento y todo está bien.

Claro que muchos escritores se han rebelado y siguen incluyendo en sus escritos las tildes. Buen ejemplo de ello tenemos en esta página de Diarios de Resistencia, pues J. Teresa Padilla no acepta ni acata la norma. No le quites los acentos a sus “sólos”, que se enfada y nos riñe. Ella no quiere desaprender. Su hecho cognitivo es lo que acentúa su personalidad. Personalidad tal que viene a acentuarnos a estos colaboradores que firmamos en su blog.
Y en verdad algo de razón tiene: hay que acentuar. Desde aquí ponemos el acento en la memoria, desde aquí vengo a demandar el valor del recuerdo, ya que sin él no seríamos quienes somos. Sobre esta página (que intentamos que no sea una página en blanco) palpitan los acentos sobre la literatura, la cinematografía, los sentimientos y las reflexiones varias. Un acento para mostrarnos tal cual vemos (y nos vemos), pues nuestra mirada es la que nos lleva a determinar el interés por subrayar los acentos que vamos acumulando en nuestra vida.


Sin acento veo hoy el fútbol, con acento busco esa calle de tierra donde jugueteaba en mi niñez; sin acento contemplo los programas televisivos del corazón, con acento me sumerjo en la biblioteca heredada de mi abuelo; sin acento me muestro ante las grandes superficies de ropa, con acento valoro la amistad; sin acento pervivo en la telefonía móvil, con acento siento los besos de amor; sin acento vivo el día de la lotería de Navidad, con acento rememoro los cines de barrio de sesión continua; sin acento miro los automóviles sin distinguir una marca de otra, con acento redacto los artículos que firmo; sin acento, una taladradora; con acento, una máquina de escribir; sin acento, un puñal; con acento, un bolígrafo.

El acento que pongo en la biblioteca heredada de mi abuelo bien puede ser el mismo que  J. Teresa Padilla hace recaer en su cuidada selección literaria. Sin embargo, si mi acento repercute sobre Pedro Mata o Harry Stephen Keeler su tilde sobrevuela a Danilo Kis o Fedor Dostoievski. Y cuando nuestra puntuación coincide sobre Georges Simenon, ella se decanta por su literatura magna y uno irrumpe con Maigret…, mas libros, no, más libros, más novelas. Y ellos con su acento.

Mala regla es la que viene a prohibirnos acentuar: “solo quiero ir solo”, “solo solo quiero ir”, “ir solo, solo quiero”, “quiero ir solo, solo”…

La existencia es toda una serie de innumerables acentos, esos acentos que vienen a diferenciarnos. Escribirlos sobre las palabras justas será el libro de nuestra vida. Sólo faltaba que nos quitaran el derecho de acentuar: ésta es nuestra rebelión, nuestra resistencia diaria.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Volver a empezar

Foto: Teresa Padilla
"(Ojo conmigo) Desconfíen siempre de un autor de ‘pecios’. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la ‘profundidad’, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo ‘profundo’ lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan discutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad significante”. (R. Sánchez Ferlosio, Campo de retamas).

Por J. Teresa Padilla

Volver a empezar, iniciar una nueva vida… Dicen que es posible. La red está llena de atractivas y estimulantes frases, por lo general ilustradas con imágenes tan supuestamente hermosas como ellas, que te lo recuerdan; como te recuerdan y te dicen muchas otras cosas, pero especialmente las que gusta en general que te recuerden y te digan. En algún momento habría que pensar qué dice de nosotros el indudable éxito de esta forma de pensamiento aforístico y amable, sobre todo amable, aunque no hace falta una profunda y detenida reflexión para concluir que estamos dispuestos a todo con tal de sentirnos mejor. A todo, especialmente a engañarnos a nosotros mismos (y, preferentemente, con el menor esfuerzo posible, o sea, vía sentencia breve). Eso de “la verdad, aunque duela” (lo que, por otra parte, suele ser el caso -¡menuda zorra está hecha!-) no va con nosotros. Y si encima nos exige pararnos a pensar… En el fondo, se trata de vivir o sobrevivir encantados de habernos conocido para poder, como algún jugador de fútbol ha hecho, cifrar la fidelidad a nosotros mismos en no tener que arrepentirnos de nada y proclamar a los cuatro vientos que haríamos todo exactamente igual una y mil veces. Y, si no, si tenemos la desgracia de no ser lo suficientemente tontos para creérnoslo, pues a empezar de nuevo, desde cero. Lo que no deja de ser una tontería igual, o mayor aún, que por lo menos la primera es mucho más cómoda.

Sí, una tontería. Porque volver a empezar es, se mire por donde se mire (aunque siempre y cuando se mire por algún lado), imposible. Desde cualquier punto de vista (biográfico, biológico, lógico, histórico, ético…). Exactamente tan imposible como cambiar o borrar nuestro pasado y, con él, nuestros errores y todo ese mal que hemos cometido de palabra u obra. Tan imposible como viajar en el tiempo (y no me habléis de su curvatura, de Einstein ni de física cuántica, porque no tengo ni idea de a qué se refieren, pero sí sé que eso de lo que hablan nada tiene que ver ni con mi tiempo ni con mi vida). Eso no quita que haya quien de verdad lo intente y aun crea que lo consigue. Que las personas somos capaces de ponernos en marcha con los fines más absurdos y de creernos las cosas más inverosímiles está demostrado de sobra (puedo dar fe en primera persona) y el hecho en sí demuestra, a su vez, que nuestra designación como animales racionales es, básicamente, un desideratum.
Las personas que un buen día deciden empezar una nueva vida son tan tontas o más que aquellas tan autocomplacientes que no cambiarían nada de la suya, pero mucho más valientes, dónde va parar. Y eso aunque en realidad no estén empezando nada, sino huyendo de sí mismos, de su vida anterior. Sí, esa extraña mezcla de valentía y cobardía de los suicidas. Y como el propio suicidio, muchas veces una tentación fascinante, en este caso la de convertirnos en otro o, cuando menos (porque visto así su absurdo resulta muy obvio), fingirlo con todas nuestras fuerzas con la esperanza de engañar a los demás y, quién sabe, hasta a nosotros mismos.

Vale, puede que no sea esto lo que se quiere decir generalmente con “volver a empezar”, que sólo se hable de un “cambio de rumbo”, más o menos radical, de la vida. Lo sé, soy muy literal, aunque nunca entenderé por qué cuando se pretende decir algo no se dice justamente ese algo en lugar de otra cosa (cansada estoy de decírselo a otro redactor de este blog al que dedico especialmente la cita que encabeza esta entrada). De todas maneras, la expresión tampoco es muy afortunada, que la vida tiene un rumbo o una dirección muy precisa que conduce directamente a su finalización y es imposible de cambiar. Al final, con esas sentencias aparentemente tan profundas, pero tan absurdas (véase: “siempre hay tiempo para volver a empezar”), se dice simplemente algo tan prosaico como que, si no te mueres antes (no siempre hay tiempo, no te dejes engañar), puedes intentar hacer algo diferente a lo que has hecho hasta ahora. Yo qué sé: mudar de profesión, emprender un nuevo negocio, cambiar radicalmente de aires, de religión, de peinado o de pareja. Esto sí que se puede (¡yuju!), en teoría al menos, que lo del cambio de profesión no he encontrado responsable de recursos humanos que lo crea (¡mierda!). Otra cosa es que sea realmente el cambio que buscas. O que eso que buscas sea un cambio y no otra cosa… ¡Menudo lío! Al final vamos a tener que envidiar al tonto autocomplaciente... No, eso sí que no.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Alfanhuí

Alfanhuí. Rafael Sánchez Ferlosio.

Destino: Barcelona, 2001, 250 pp. 18 euros; Austral: Barcelona, 2004, 208 pp. 6,95 euros. 

 



*Por J. Teresa Padilla y José María Ruiz del Álamo

Como en su dedicatoria se indica, ésta es una “historia castellana llena de mentiras verdaderas”, un sembrado de “locuras” que, como las del Quijote, encuentran en estas tierras “buen asiento”. Así no es de extrañar que empiecen a dibujarse las palabras con la tinta nutrida del polvillo obtenido a partir de un gallo de veleta. Una tinta resultado de la industria de un niño que experimenta con los materiales, liberados de su apariencia inerte, y, sobre todo, con los colores: todo un mundo de matices infinitos, perecederos y cambiantes. Como la vida. Un niño que escribe con un material y un alfabeto propios, que se resiste a ser expulsado del Paraíso, que se demora en la despedida (¿necesaria?) de la infancia. Un mal ejemplo, por ello, en la escuela, que obliga por norma a escribir “como los demás”. Suerte que los auténticos maestros, los que dan con el nombre que guarda "un eco cierto de aquel otro nombre que nadie puede decir" y dice quiénes somos, suelan encontrarse fuera. Alfanhuí, el sonido con el que los alcaravanes se llaman entre sí, será el nombre más verdadero de este niño de ojos amarillos, como ellos. El que tuviera antes no importa, como no importa si la novela es una alegoría autobiográfica sobre la propia infancia. No hay otra forma de narrar la niñez que contar la propia, pero lo más propio es siempre, aunque especialmente cuando se trata de la infancia, a la vez lo más común. Lo personal, lo más singular, es lo único verdaderamente universal.

Sánchez Ferlosio se desnuda en un ejercicio de temprana madurez literaria que, sin embargo, suena a despedida. Como si la magia de este relato, más verdadera que el más fiel realismo, constituyera un indebido refugio lírico en la España de los cincuenta. Eso sugiere Benet en el prólogo a la edición de Salvat, pero que la apuesta narrativa de Alfanhuí no tenga continuidad puede no tener nada que ver con esto. Ser fiel a uno mismo a veces exige la infidelidad a la propia obra, más cuando se es un niño industrioso y dado a los experimentos.

Alfanhuí mira “de corazón” y, por eso, ve lo que de otra forma sería invisible e incluso recuerda más allá de la memoria y del tiempo. Su mirada es libre, abierta, lúcida. Sólo la ira y la culpa le llegan a cegar; sólo el dolor por los que ama amenaza su vitalidad, ésa que contagia a todo lo que le rodea. Porque en su mundo todo está vivo, hasta la muerte, hasta el mal, ese odio que nace del miedo y la ignorancia y habita el fuego perverso de las inquisitoriales antorchas, tan castellanas también, que todo lo arrasan. Todo está vivo y habla, eso sí, mientras se lo mire realmente: “dejaba de mirar, y ya no oía”. Y así, mientras el fuego del mundo grita, ciega y mata, enmudeciendo al hombre, el del hogar alberga el eco de las voces, que sólo él logró hacer hablar, y mantiene vivas sus historias, defendiéndolas del azote del inclemente viento exterior.

Expulsado de continuo (por su singularidad, por el odio, por la culpa o la curiosidad), Alfanhuí recorre el mundo en busca de esos hogares que ya sabe siempre provisionales. Tal es el conocimiento que este camino, en cuyo transcurso no sólo cambian las estaciones y los paisajes, sino él mismo, condenado a crecer, cambiar de calzado y despedirse de una niñez a la que se aferra como a la vida, le depara. Cómo no iba a reconocerse en el gigante desterrado que sabe que el tesoro más valioso es el que no vale nada, el que no puede ser vendido ni comprar la propia vida, el que nos sobrevive.

Y así pasa en sus andanzas Alfanhuí de la rica soledad de la primera niñez, impenetrable para los adultos y sólo aliviada por una naturaleza animada hasta en lo inorgánico, al encuentro con su maestro, que amplía ese mundo absolutamente propio de la infancia y lo enriquece con lo humano. Y entonces la muerte irrumpe, y lo cambia todo, desengañándole de la esperanza de que el mundo adulto y el infantil no fueran absolutamente ajenos, de la ilusión de la continuidad. El camino conduce entonces a la ciudad, a un Madrid donde tanto lo que queda de natural como lo humano están degradados y enfermos. Si en su hogar y en la Guadalajara de su maestro convivían cocodrilos con gallos de veleta algo crueles, los árboles podían adquirir extravagantes y diversos colores y Alfanhuí calzaba alpargatas, en la ciudad sólo las cucarachas prosperan: el río de aguas negras no fecunda tierra alguna, el ciudadano de éxito es un Pinocho sin corazón (“no creí que don Zana tuviera sangre”) y la vida queda reducida a los patios interiores y los baños, en los que languidecen pálidas coles y cautivas cabras. Alfanhuí, por su parte, ha de encarcelar sus pies con calcetines blancos y zapatos de charol. Y de nuevo la muerte, sorprendentemente humana pese a todo, del ciudadano de madera marca el hiato y libera sus pies, que acabarán encontrando asilo en las botas del abuelo, hacia otras tierras y otras gentes, en una huida que busca el reencuentro con el pasado y la reparación. Una huida y un asilo a los que también otra muerte, en este caso nada sorprendentemente humana, la de un animal de labor, pone fin señalando la dirección inexorable de la vida y, a la vez, la posibilidad de recordar en ella ese nombre más propio de nuestra infancia: Alfanhuí.


 * Esta reseña es un experimento, porque también nosotros, como Alfanhuí, somos seres curiosos, y qué mejor elección que esta obra para comprobar el resultado de dos lecturas simultáneas y la mezcla de dos escrituras. Pero en este blog somos poco científicos y la elección de la obra y el propio experimento han sido producto del azar. En realidad se trata más bien de un ejercicio de nostalgia y de una celebración. Los dos autores de esta reseña descubrimos que poseíamos el mismo antiguo y barato ejemplar de esta novela. Nuestras bibliotecas (y preferencias literarias) son tan dispares que las coincidencias nos asombran y no pueden dejar de aparcérsenos como acontecimientos dignos de festejarse. Porque, últimamente (conforme vamos envejeciendo), cualquier cosa nos parece extraordinaria. Es raro. Para Alfanhuí lo más extraordinario y mágico es normal y para nosotros lo más normal, extraordinario y mágico: por un camino u otro nos encontramos. La vida debe ser realmente un círculo que tiende a cerrarse, porque al final vivimos en una realidad muy parecida a la de la infancia; una realidad que, en la parte media del viaje, se había perdido o casi olvidado. Bien vale la pena recordarla, y Alfanhuí nos lo ha recordado, vaya si lo ha hecho.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Scaramouche

Scaramouche. Rafael Sabatini.

El País: 2004, 405 pp.


Por José María Ruiz del Álamo

A duelo me la juego, y tiro de palabra para blandir la espada, pues me afrenta que me tachen de vago cuando haraganeo pensando junto al viento. Que si mi escritura no es dada a reseñas literarias hoy le hago una cinta para traer a colación la lectura que me ha acompañado estos días de verano. Una obra para lanzarse a la aventura buscando un halo de aquella niñez perdida.

Niñez que se encuentra en el primer párrafo de la obra de Rafael Sabatini: “Nació con el don de la risa y la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”. La ventana a la lectura se ha abierto de manera superlativa, un inicio que te llena de un plumazo para continuar los avatares, mas a la vez es un inicio a enmarcar, bien se puede comparar con las primeras palabras de Cien años de soledad, Moby Dick, La colmena y, por qué no, Don Quijote de la Mancha… Sí, la brillantez es tal que uno se siente embarcado en esa estela de libertad que conlleva la lectura y la imaginación, amén de teletransportar al adulto a su espíritu juvenil (“En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” San Mateo, XVIII, 3).

Mi encuentro con Scaramouche devino de la versión cinematográfica interpretada por Stewart Granger, y uno quedó fascinado por el ritmo y por el increíble duelo espadachín en el teatro (mejor envite no se ha llegado a rodar). Posteriormente, en la biblioteca de mi abuelo, vine a encontrar una obra de Sabatini titulada Scaramouche, creador de reyes (editorial Molino, colección Famosas Novelas), y a la lectura me di, pero vine a ver que poco (nada) concordaba con la película y por ello sentí desilusión; algo crío era en su lectura, claro que ahora, teniéndolo en mis manos, leo la primera línea (“se sospechaba de él que no tenía corazón”) y como que me entra el gusanillo de releerlo. Quizá caiga en la tentación (uno es mucho de caer en estas cosas), más cuando veo que es la continuación de este Scaramouche que venimos aquí a reseñar.

Prosiguieron nuevos visionados de la película y, finalmente, llegó el genuino libro a mis ojos. Una edición del año 2004 llevada a cabo por El País (colección Aventuras) y que vine a encontrar en una librería de segunda mano. Apenas un euro fue su coste y por ventura que he recibido favores más allá de esa moneda.

Porque su lectura fue apetitosa, no por ser devorada, sino por la dosis vitamínica de libertad que me aportó y el ejercicio de placer de leer en felicidad (¿se puede acuñar este término?). Ese ser feliz leyendo que no de tontos es, sino que irrumpe en una mirada inocente, aunque no exenta de crítica, ya que si su prosa es ligera y simple, buena razón es para buscar esa inocencia ligera y simple que hemos dejado por el camino. Mas a la par concuerda con el Victor Hugo de Los miserables al marcar/enmarcar a los personajes ante el hecho histórico.

La configuración del Tercer Estado como eje de la Revolución Francesa, así como las relaciones de la aristocracia (cohorte real) con el pueblo, la creación de la Asamblea Nacional, la aparición de personajes históricos (Danton), la huida de los reyes, el ataque de las Tullerías… Es en este periodo convulso de la historia donde transcurre nuestra lectura. Una clase de historia en pos de la justicia desde el alma de la amistad.

Y por pedir justicia ante el asesinato será declarado sedicioso nuestro protagonista, viéndose en el extremo de encarnar a Scaramouche en la comedia del arte junto a Colombina y Arlequín (el teatro de la legua). Pues a todos nos toca interpretar nuestro papel en esta escritura del mundo, y hay quienes llevan mejor la máscara, sin embargo la máscara bajo la que se esconde Scaramouche facilita la mordacidad y la intriga, pues viviendo en la irrealidad de la farsa bien se ve la farsa de la realidad. Porque nuestro héroe, cuyo nombre es André-Louis Moreau, se nos presenta como el hombre cínico que se mantiene al margen de los acontecimientos para acabar mostrando una vena egoísta donde sólo ve su profundo interés. Ni nuestro héroe es tan blanco ni tan negro, su ser va configurando transformación.

Novela de aventuras que se precie bien debe tener su antagonista, y el señor de La Tour d´Azyr es el contrapunto: un aristócrata no tan noble, pues pendenciero resulta, y se vale de su poder y de su arte con la espada para aniquilar aquello que puede desestabilizar su estatus. No concibe la igualdad del ser humano. Todo él es altivez. Aniquilador de la inocencia: ya de Philippe de Vilmorin, ya de Aline. Cercenando la voz del primero, un abate idealista que busca la reparación de la injusticia; queriendo contraer un matrimonio de conveniencia con la segunda.

Novela y película se desmarcan en su transcurrir y en su conclusión, pues mientras la película eclosiona hacia el sentido del humor y la espectacularidad del genial duelo; la novela viene a dormirse en una especie de culebrón conservador. Pese a ello, grandes son los momentos de narrativa que Sabatini plasma, véase el diálogo de la sinceridad de Philippe rebatido por la procaz lengua de André-Louis, la vertiente feminista de Aline en un momento dado, la creación de tensión en la huida del protagonista o la manifestación ambiental del clima revolucionario, así como ese viaje a ninguna parte de los cómicos.

¿”Scaramouche” tiene un sitio en la actualidad? “Es lamentable que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro más adecuado para mí. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagración y luego escapar antes de que me alcance el fuego (…). No me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de escurrir el bulto”. Quizá sí, porque en la novela se dibuja una buena capa de grises, mientras que en la película es casi todo brillantez. Quizá sí, porque se nos muestra sutil y peligroso, a la par que consigue sus propósitos tortuosamente.

La lectura nos desafía al mundo de la contradicción. Nuestro héroe puede resultar no tan nítido.

Scaramouche es una lectura a la que te has de acercar en grado de felicidad; no menospreciemos la prosa de Sabatini.